Jueves, 18 de agosto de 2016 | Hoy
Por Víctor Maini
Existen frases que soportan estoicas la constante erosión de las distintas modas. Expresiones que alguna vez las consideramos absurdas, el tiempo se encargó de incorporarlas a nuestro lenguaje diario. El vasco García, lechero a domicilio quien siempre hacía su trabajo cantando, parecía representar un eslabón en la cadena alimenticia antes que a un sacrificado trabajador sin descanso. "Acá andamos, en la lucha", casi un slogan, una forma de saludo perpetuo en su ceremonia láctea. ¿Por qué hablaba en plural si siempre andaba solo? ¿Acaso incluía en la pelea a Pernambuco, su caballo, "animalito de dios, lo más parecido al hombre que pisa la tierra"? ¿La lucha, sería la panadería de las tortas negras más ricas de la ciudad o se refería a los combates de Titanes en el ring que pasaban los viernes por la tele? Para un mundo concreto, me bastaban pocos términos. Sólo creía en lo que veía. La lucha de clases suele no mostrarse, es cuestión de sentirla. Me enteré que era pobre cuando quise practicar remo. El río parecía estar privatizado por clubes caros y cruzarlo remando era considerado un privilegio. Descargué mis ganas en el laguito del parque Independencia, persiguiendo lanchas, cruzando puentes prohibidos, corriendo carreras contra enamorados, siendo sancionado reinteradamente por mi andar peligroso. Madrugué una mañana de septiembre del 72 para ver a mi ídolo ganar la medalla de oro en los históricos juegos olímpicos de Munich. No sé si era otro mundo aquel mundo o si se trataba de diferentes dibujos políticos sobre un mismo planeta con viejas guerras, con el mismo imperio a vencer, siempre a punto de caer, junto al sueño renovable del hombre nuevo, que bien podría basarse, entre otras cosas, en lo bello y sano del deporte. Para un campeón del mundo, era casi un trámite aquella final. Lloré desconsoladamente cuando lo vi cruzar la meta detrás del ruso Malishev. "Hoy, aquí, nosotros", se llamaba la revista de mi escuela, en donde nos gustaba reportear a gente destacada del barrio. Alguien dejó caer un dato, la dirección de Alberto Demiddi. Disfrutaba caminar diariamente con Ivana las cuadras que separaban la Zeballos del portero eléctrico de los monoblocks de calle Pellegrini, en búsqueda del invitado soñado. Evidentemente cansada de nuestra insistencia, la madre del deportista un día nos dijo: "Miren chicos, Alberto no va poder asistir a su colegio, pero los va a recibir ahora para que le pregunten lo que quieran". Después de aquellas inesperadas palabras, una risa nerviosa nos acompañó en el ascensor hasta el departamento del remero. Los héroes son siempre gigantes. Lo comprobé en el mismo momento en que nos abrió la puerta. Nos invitó a pasar, nos convidó con gaseosas y esperó que iniciáramos el reportaje. Nuestras primeras preguntas no salían de lo obvio. ¿Qué sintió ante un hecho positivo? ¿Qué sintió ante otro negativo? Para ayudarnos, el atleta se perdió en un monólogo nostalgioso, nacimiento en San Fernando, su adopción por Rosario, estudios primarios en la zona de las cuartro plazas, secundaria en el Dante, un intento fallido en la natación, su amor eterno por el remo. En un momento mágico extrajo desde un cajón la medalla olímpica, la colocó sobre mis manos y con voz sombría dijo: "Debió haber sido dorada". Hermanado en el dolor, me atreví a preguntarle, "¿En qué fallamos, por qué perdimos, subestimamos?" Respiró profundo, se sentó en el borde del sillón del living en posición de remo y confesó: "Perdí sin atenuantes. Ojalá pudiera echar culpas a algún dolor muscular, a lesión o diarrea. Estaba mejor que nunca, pero nadie sabe lo que pasa por la cabeza de un deportista cinco minutos antes de la competencia. El ruso nunca quiso salir primero, sólo quería derrotarme, vengarse de las tantas veces que lo había vencido". Moviendo los brazos armónicamente revivió la fatídica carrera. "Desde un primer momento picó en punta. No estoy acostumbrado a ver a nadie delante mío. Pensé que se clavaba de cabeza antes del kilómetro. Cuando reaccioné metí treinta remadas por minuto. Siempre pensé que lo iba a pasar. No escuché la chicharra, sólo el grito ahogado del ganador salido desde lo más profundo de su ser, alarido que llevo clavado como un cuchillo en mi orgullo". Terminó su relato en la misma posición en la que finalizó la competencia, con su cabeza escondida entre sus rodillas. Después de un minuto de silencio se levantó y nos miró con ojos llorosos. Eran lágrimas de oro que bañaban una medalla de plata. Como suelen hacer los maestros, nos despidió con algunos consejos. "La dedicación, la perseverancia, deben estar puestas en cosas que amen, que les den placer. No sufran en vano. Busquen su propio camino. Mejoren su propio estilo, no imiten. Adapten, no adopten. Tienen toda la vida para lograrlo". Mi plural incluye los recuerdos de gente necesaria que aún me ilumina, me da fuerzas para la lucha diaria contra mi mismo mientras remo sin descanso sobre el lomo de un río picado de remansos de injusticias y miserias. Me acompañan, me alejan de la soledad, los recuerdo sin nombrarlos en cada uno de mis saludos diarios. "Acá andamos, en la lucha... como siempre... remándola".
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