Viernes, 9 de septiembre de 2016 | Hoy
Por Beatriz Vignoli
A Nacho Estepario
"El contacto, eso, el contacto del tapado de piel con el pobre, el que los grasitas se mezclaran con la estética identitaria de los símbolos de status, del visón y las joyas, eso era lo que los ricos no soportaban de Eva", me dicta el poeta que leía con tapado de piel y al decirlo se da cuenta de que sin buscarlo fue Evita por un instante.
"El peronismo es el tapado de piel en una panchería", me dicta el poeta. El peronismo resignifica el insulto, se lo apropia: "Sí, soy grasa, cien por ciento grasa de choripán, ¿y qué? ¿O me vas a decir que la panchería no es algo grasa? 'Vengo a rescatarte', te dije cuando entré con mi tapado de piel en la panchería donde vos estabas mirando la novela, y en realidad la panchería nos estaba rescatando".
Hace un mes y medio hacía frío. En España, unos tipos corrían toros por las calles en pleno verano mientras acá en Atopia los niños eran arrastrados a insalubres actos escolares patrios invernales en patios abiertos. Yo llegué temprano a la lectura del poeta. De pasada vi la panchería en la otra esquina, pero seguí hasta la dirección que él me había indicado. Me senté a una mesa y creí estar en una cámara frigorífica. Necesito calefacción. No consigo, empecé a canturrear mientras me traían la carta gourmet, cuyos precios parecían incluir los honorarios de las correctas traducciones revisadas (al francés y al italiano) de los nombres de las frugales comidas. Cuando miro para arriba con frío, y noto que el techo es de latón, y los artistas fuman marihuana así no sienten la congelación, y la garrafa de la estufa está vacía, pero hay vodka en la carta de tragos a falta de un hogar con carbón, y hay dos mamuts pintados en los muros, como diciendo "desarrollá pelo, es la era del hielo, adaptate a la evolución", no consigo, no consigo, no consigo calefacción. "Austeridad radical; carta gourmet y garrafas vacías", traducimos ahora con el poeta.
"Digo ¡basta! y me voy al bar de la esquina a tomar una cerveza con gente despierta, ¡esto sí es Argentina!", le avisé aquella noche por teléfono al poeta haciendo mías las palabras de aquel presunto avatar de Eva Perón llamado Luca Prodan. "Fue maravilloso encontrarte en una panchería yankee tercermundista nutriéndote en esa acogedora litósfera social y afectiva", me escribe el poeta, que llegó a tiempo para ver la foto viva de Marcos López ya armada. Así que le cuento del calorcito en la panchería, de la panchera que no había ido al acto de la escuela de su nieta ("Iba a ir, pero me hizo frío", me dijo); de las banquetas redondas de un solo pie frente a la barra como las de un Automatic de posguerra, y de cómo, mientras yo me masticaba un superpancho con mayonesa, aceitunas y papitas, empezó la telenovela.
No pude entender muy bien lo que veía: una escena en exteriores rurales, donde un estanciero flaco y barbudo de gamulán es el jamón del sándwich entre dos mujeres que se pelean por él mientras tratan de llevárselo el juez y la policía. "Perdoname, mi amor", le dice la que acababa de gritarles al juez y a los policías que no se lo lleven. No se lo llevan. Él la no-mira con esa no-cara que toda buena erotómana interpreta siempre como expresión inequívoca de pasión indestructible.
"Ella es mala. Ella hizo un autosecuestro y mintió, lo acusó a él, lo denunció", me explicaba la panchera refiriéndose a la supuesta erotómana luego de que llegaron a la panchería su hija y su nieta, quien dibujaba con colores en papeles que la abuela le extendía con una sonrisa; la misma con la que después elogiaría cada dibujito de la niña. "¿Usted mira la novela? No sé por qué se la cuento. Si no la miran, no se las tendría que contar", me dijo. Así que les prometí, a ella y a su hija, ver los capítulos anteriores, porque ahí creí leer un código de ética: la novela se le cuenta a quien la mira, no se le cuenta a la curiosa que preguntó por preguntar. Estaba haciendo esa promesa cuando el poeta que leía se detuvo ante la puerta vidriada con su tapado de piel y ante su séquito exclamó: "¡Venimos a rescatarte!"
No me lleven, les dije. Me quería quedar. Y no tuve palabras, ni creo que las encuentre, para decir lo bien que me sentía ahí, con ellas, con abrigo, con comida caliente al fuego y relatos al calor.
"¿Hay que mirar la telenovela, Bea, hay que hacerse cargo de la cultura de masas?", me pregunta el poeta y yo le improviso una teoría del Mal: "Ella es mala, ella hizo un autosecuestro", significa que hay una nueva autoridad de la víctima de la cual las fuerzas oscuras tomaron nota, digo. Las villanas ya no son solo sádicas; ahora vienen además en sabor masoquista perverso. De paso, las ponen bajo sospecha a todas: la que hoy te hierve la salchicha mañana te hierve el conejo.
El poeta se ríe. Somos una misma sociedad, nos decimos. No hay gran vidrio que deba separar fotógrafos de fotos. Y la novela se llama Los ricos no piden permiso. Y yo cumplí mi promesa: me clavé diez capítulos, propaganda de Garbarino y todo. Seguía sin entender: ¿por qué los ricos no piden permiso? El poeta investigó, hizo su trabajo, trajo fotos: en el Jockey Club, donde sorprendió a la hija de Amalita ostentándose en modo drag queen de Jackie Kennedy, él tiró en la mesa la pregunta. Tuvo que esperar a que la moza se retirase para oír la respuesta: "Los ricos no pedimos permiso porque no somos servidumbre".
Anotaré: la bondad entendida como sumisión, una lógica de mamut. Adaptarse o morir. Y sin embargo: los colores de la niña, los papeles de la abuela, la promesa a su mamá. Eso. Eso salva. Eso nos rescató.
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