Martes, 7 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Miriam Cairo *
I. Alguien me deletrea. Me nombra sin conocerme. Escribe mi nombre cuando dice mi nombre. Y yo lo deletreo. Sin conocerlo. Digo su nombre cuando escribo su nombre.
No sé si imaginamos las mismas lluvias ni por qué causa recorremos hacia atrás los días y las noches. Pero tampoco hacen falta razones.
El y yo vivimos en lo escrito. Y todo cuanto somos en esas palabras nos pide más. No es un diálogo de sombras ni de fantasmas, es una experiencia de silencios.
Aunque cada uno de nosotros pueda probar su propia existencia, el lenguaje siempre sería primordial. Al escribirnos, nos decimos y al leernos nos creamos. No hay disfraz. Ni escudo. Ni gritos. La silenciosa palabra escrita, no hablada, acapara la atención y abre los ojos grandes. Con esos ojos nos percibimos. Con esos ojos nos hacemos mirar.
II. A medida que la escritura, con sus juegos de comunicación, progresa, entramos en un territorio donde furor y sosiego se alternan a tal velocidad que ya no se puede distinguir dónde comienza y termina uno para dar paso al otro.
También es cierto que dormimos sobre el aire. Que nos ha mecido un viento sedoso y envolvente. Que nos hemos mostrado colores y sonidos para rememorar el fulgor de las respectivas travesías.
Cuando él me deletrea y yo lo deletreo, somos un fondo, un espacio no geográfico donde se edifica el gesto esencial de nuestro vuelo.
III. Las personas, está muy claro, además de cuerpo, son también palabras. Son una identidad verbalizada. El verbo es el sentido interno que deja huellas en el mundo externo del ser.
No he visto nunca a quien me deletrea. El nunca me ha visto a mí. Pero cada una de las palabras que conforman su escritura, su pensamiento plasmado en escritura, su resplandor y su misterio deletreados, se han materializado en su rostro, en su espalda, en su modo de mirar, en su manera de dormir, en la razón por la cual elige ciertas canciones de Serrat.
Si alguna vez lo viera, si lo escrito diera paso a lo vivido, yo vería su escritura pegada en su cuerpo, latiendo en sus sienes, aferrada a sus manos, mirándome desde sus pupilas, hablando desde sus labios. Y por sobre todo, el sonido de su alma sería el sonido de su voz.
IV. La palabra, sin duda, sopla donde quiere. Pero sin amor, no hay palabra legítima. Sin amor por la palabra, no hay ni siquiera vacío. No hay enigma ni evidencia. Sólo se puede escuchar el corazón de la palabra. Y ella viene a nosotros con su aliento de pájaro. Su aleteo nos acomoda en la espera de un posible.
La canción que se escucha más allá del océano, más allá de los relojes fragmentados de horarios, se mantiene en un presente perdurable hasta que es escuchada en este lado del mundo y del tiempo. Luego, el poema escogido aquí, se dirige hacia allá en un transcurrir que roza los dedos de lo eterno.
V. A disposición de todos están las palabras. Cualquiera puede tomarlas y entregarse a través de ellas. El modo en que cada uno se las apropia, es el rasgo que lo hace único.
Aquél que me deletrea, con su rasgo único, abre una brecha por donde yo introduzco mi palabra de tal modo que genero una respuesta única con mi rasgo único.
En su momento, él es dueño del lenguaje entero. Lo toma para sí y se construye en lo que dice. Luego lo poseo yo y me proyecto en lo que digo. Así, cuando él nombra la lluvia, cae sobre mí la briosa lluvia de sus tempestades. Cuando yo nombro el río, hasta él llega el río de mi cauce.
VI. Ningún rumor perturba el universo que nos creamos aunque haya errores que se estrellan siempre en el mismo sitio. Por su palabra, yo vuelo a otros cielos. Por la mía, él regresa a su primer sueño.
Demonio de singularidad: él aspira a que por medio de lo escrito yo me integre a su mundo. Me abre las puertas Y yo estampo al dorso de la felicidad todas mis letras.
La realidad ni siquiera puede acusarnos de una abstracción excesiva porque no somos una vuelta de tuerca que nos empuja a la imaginación y de ahí al alfabeto. Simplemente estamos dispuestos a caer en la esperanza de respirar el suspiro que nos llene de vida.
VII. La palabra, ya se sabe, tiembla donde quiere. En la garganta de la noche. A los pies de un hombre. En el cuerpo de una mujer. En estos fragmentos argentinos. En aquellos susurros catalanes.
La palabra se desnuda en el secreto perdurar de los días como si desconociera la duración exacta de las horas. Se instala en cualquier habitación del mundo para dar identidad a las anónimas sombras que nos brindan compañía.
Si él y yo no nos hubiéramos deletreado, entonces, no nos hubiéramos conocido. Y la palabra no habría tenido más que clavarse en silencio los crespones de la soledad.
VIII. Por las mañanas, es habitual encontrarse cara a cara en el espejo. Y una se mira con los ojos de quien la deletrea.
Se dibuja, en otro espejo, el rostro deletreado por mí que se mira desde mis palabras para ser creado.
Sin la exagerada irrealidad de una fotografía, llegan atisbos de palabras que nos ponen piel, sabores y perfumes presentidos. Nuestras existencias están tan profundamente marcadas por lo que decimos que si estos enunciados fueran construidos de otra suerte, no podrían volar estos vuelos y nosotros no seríamos nosotros, sino otros.
IX. Una escritura sin expresión de la persona no se concibe. Es necesario que lloremos con todas nuestras lágrimas y riamos con todas nuestras risas porque de lo contrario el cuerpo propio, es decir, el cuerpo de lo escrito se debilita.
Pero lo que no queda claro, lo que es imposible de divisar, es el momento en el que el verbo se hace carne. El repentino instante en el que, al ser nombrada, una deja de estar parada sobre sus pies y pasa la verja de los sentidos. Entonces, sólo se puede explicar que ha sido tan fuerte el deletreo de mi nombre en las palabras que él ha escrito, que el alma quedó aquí, envuelta en mis ropas, calzada en mis zapatos, pero el cuerpo entero se desprendió de la razón y encontró el pasadizo para estar allí donde lo invocan.
X. Mientras tanto, la noche tiembla entre los árboles pero hay ojos que no alcanzan a ver temblores tan altos.
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