Lunes, 13 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Sonia Catela
No se requiere una brújula para hallar la mesa precisa donde se ubicó Mario ya que: "la víctima tomaba una taza de café en la Antigua Casa Colombo". Rehago el itinerario de su último día, tan prolijamente consignado en las actuaciones judiciales, protocolos y secretos de sumario, declaraciones de testigos y pesquisas, y que cualquier soborno por cualquier monto deposita fotocopiado en mis manos, ¿cómo hallaré, si no, lo que busco? Lo que busco me pertenece. "¿Viotti, el hombre al que mataron?" el mozo desconfía: "usted no parece de la policía". "Soy su mujer". Saco diez pesos, se los pongo en la palma a este servidor dispuesto, total la plata del seguro de Mario viene llovida del cielo, macabro, ¿no?, ¿del cielo? ¿o escupida de la tierra de su sepultura como un géiser? Los diez pesos me colocan en la coordenada exacta: mesa dieciséis. "Tráigame lo que él consumió, por favor". Titubea; pero si Mario frecuentaba el local, como consignan las actuaciones, el mozo conocerá sus costumbres, "ya vuelvo".
Sin embargo, aparece una mujer de delantal gastado, gestos sin ilusiones: "su Mario, un hombre sufrido, callado; se sentaba en este lugar, contra la vidriera, y clavaba la vista afuera, hipnotizado", "¿cómo si se asegurara un lugar por donde escapar?", la mujer se abrocha el botón de la panza del delantal: "como usted diga, señora", "¿se acuerda de algún comentario, algo significativo, de esa tarde?", "Dijo: va a venir mi esposa a preguntar por mí, eso dijo", "¿Que iba a venir yo? ¿Un presentimiento?", "vea, francamente" y se aleja a paso de camello cargado. Bebo el café y aparto las amarettis. Un presentimiento. Mario. "Viotti salió solo de la Confitería Colombo. Pero la empleada que sirve las mesas, Ada Peralta, observó que, muy agitado, se daba vuelta continuamente controlando si lo seguían. De allí se dirigió" y me inclino ante la mesa de tablero diagonal, hojeando el libro que Mario consultaba para su proyecto, en esta sala del Colegio de Arquitectos.
Repaso la ficha de lectura con su última firma. Se equivocó de día: colocó 17 de setiembre que es hoy, en lugar de 10 de setiembre. Mario, obsesivo de relojes y calendarios, no cometería esa gaffe. Reviso las páginas, no encuentro siquiera una marca, un subrayado. Sin embargo, la bibliotecaria me alcanza una libreta: "De su marido", "¿Se la olvidó?", "Me pidió que le hiciera el favor de guardársela para cuando usted viniera", "¿Cómo, para cuando yo viniera?" Ella esquiva confrontar la mirada y con ese embarazo se delata, ha revisado el cuaderno, ha visto esa torre cárcel que Mario dibujó -y que concierne a su proyecto donde hay alguien, uno, que controla a miles, alguien que lo ve todo sin ser visto, y ese panóptico exhibe la cara del vigilante: la mía. La ha calado de la fotografía de un vencido carnet de conductor y la pegó en su gráfico. Mi rostro que censura.
"Al salir a la vereda del Colegio de Arquitectos, Viotti fue interpelado por una mujer, la que, en combinación con otro sujeto, lo tomó del brazo, empujándolo ambos hacia un taxi, cuya patente el testigo, Oliverio Rasetto, no alcanzó a registrar".
Concertar una entrevista con Rasetto, recibir su pésame, su relato "nos cruzamos en el zaguán del Colegio, como todos los días, nos dimos la mano, Mario ya salía, me di vuelta para decirle alguna trivialidad y vi que se le arrimaba la mujer. Me pareció cara conocida, como todas ésas que se peinan en el mismo atelier y se visten en el shopping de moda, sin poder precisar en verdad si ya la había visto, o sólo el tipo de joven repitiéndose; de inmediato, la corpulencia de un sujeto acercándose, la subida al auto, quizá un empellón, la veloz partida en el taxi". "¿Ellos hablaron?". "No me pareció. Tampoco podría identificarla, soy muy mal fisonomista y para peor, no llevaba puestos los anteojos de ver de lejos". "¿Pensó en un secuestro?". "No veo tantas películas". "Pero lee los diarios". "Su marido no da el perfil para que lo secuestren, carecía de dinero". Abre su portafolios. "Me dio esto para usted, tan a las apuradas, que no le pedí explicaciones del por qué del encargo". Un sobre.
"Todas las pertenencias de Viotti se hallaron en una casucha de la ribera del río" consignan las actuaciones, "incluyendo sus documentos. Las pericias determinan que la sangre que manchaba el cuello de la camisa corresponde a la víctima. El cadáver ha sido rastreado en el río sin resultados positivos hasta el momento. Tampoco ha habido contactos entre los delincuentes y la familia, por lo que la hipótesis del secuestro extorsivo queda descartada". Se presume un homicidio con equivocación en el blanco; a mi alrededor, los que conocen a Mario no aceptan ese final. Buen marido, puntual empleado, hombre previsible, sistemático, honesto, hasta feliz. Tomo el sobre. Contiene unos diskettes con sus trabajos, e instrucciones sobre los destinatarios, dónde hay que entregarlos, recomendaciones de distinta índole. Prolijo hasta el final mi Mario. Y una frase: "por si me ocurriera algo, querida Olga". Casi he terminado mi búsqueda, y creo haber encontrado.
No puedo evitar un vahído, la consternación de Rasetto: "es penoso para todos, debe superarlo", me ofrece un cognac, me repongo. Lo tranquilizo: "Confiemos en el paso de tiempo".
Punto final de mi recorrido, la casilla de la ribera; suelo de tierra y maderas descoladas. La gente la usa de baño y suelta sus aguas y sus grafittis. Con una linternita entresaco y desecho, escrituras en fibra, birome, incisiones, loas a Boca, isabel puta, poemitas graciosos, faltas de ortografía. Y en un ángulo, apenas visible, la letra que reconozco a simple vista, el "chau, Olguita, que tengas suerte, Ucho", Ucho del Mariucho que solía ser.
Desando calle San Martín.
Así que ha huido. Repaso su fuga, construida como un edificio donde resistencia de materiales y funcionalidad se balancean, fuga de la que Mario no se privó del placer de darme pistas sutiles y un remate. Pero ¿por qué tan retorcida urdimbre? ¿Para desembarazarse definitivamente de quienes lo perseguían? Yo, sus colegas, sus superiores, el diariero, el conductor del ómnibus. Siempre se sintió perseguido. Donde fuera, donde estuviera, se aseguraba de contar con una vía de escape. De tanto en tanto, fantaseaba con huir de la celda vigilada.
Sin embargo, en la torre donde el guardia ve a todos sin ser visto, en esa caseta, encerrado, quien está es Mario observándose todo el tiempo, vigilándose cada movimiento y midiendo cada pensamiento para que nada se salga de lugar. Cuando se descubra allí, él, el vigilante, quizá encuentre la llave y pueda salir. La nueva mujer podría ayudarlo. Ojalá. Por que si no, con seguridad se las ingeniará para pegar la vuelta. Sólo que encontrará cambiadas todas las cerraduras, y no me refiero únicamente a la de la puerta de entrada.
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