Miércoles, 22 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Federico Tinivella
La caballa es un pez marino acantopterigio, muy común en los mares de España. Perteneciente a la familia de los escómbridos, tiene la piel azulada con manchas flexuosas en el dorso, y es de carne roja y poco estimada. El caballo, en cambio, es estimado. Mamífero perisodáctilo, de la familia de los équidos, de tamaño grande, cabeza alargada con orejas puntiagudas y muy movibles, ojos grandes, pelo corto y liso, y nuca, y parte superior del cuello y cola poblados de crines largas y abundantes. Roberta en cambio es de piel blanca, pelo oscuro y el Panza imaginaba de una sonrisa frutal.
Tiene además dos lunares en la espalda que muy fácilmente se podrían escabullir en los versos de un poeta.
El caballo vive generalmente en domesticidad y de él se han obtenido diversas variedades con características apropiadas al uso que se le destina: carga, tiro, carrera, monta, etc. Imaginaba que Roberta no sería domesticable, más que un caballo de ajedrez un caballo de batalla.
Quiso acercarse despacio. Armó, para entrar en su fortaleza, un caballo de Troya imaginario, no de madera como el que Ulises utilizó como ardid para
engañar a los troyanos. Ocultos en su interior iban los mejores guerreros griegos, quienes facilitaron a los suyos la entrada en Troya. Pero él no quería engañarla, tampoco que ese caballo de Troya se convirtiera en un caballuelo o en un caballete.
Un Caballero, no es solamente un militar y político paraguayo que fue presidente de la República de 1880 a 1885, sino también un hidalgo de nobleza calificada. Sin embargo, la primera definición de caballero es aquél que cabalga. Entonces, pensando en serlo, comenzó Dreuty dos días por semana con clases de equitación en el campito de un pariente, que le facilitó no sólo las instalaciones sino también a su instructora personal. Quería acercarse a Roberta como un caballero y no había otra manera que cabalgando.
Poco a poco fue bebiendo del arte de cabalgar y no lo hacía tan mal. Montar solo puede ser peligroso, sobre todo al comienzo, cuando uno no ha aprendido a sujetarse bien con las manos y posee un ímpetu inusitado, por aprender, por conocer. Por eso montaba y montaba, pero siempre con la instructora a su lado, algo que facilitaba las cosas porque marcaba posiciones equivocadas, en francés, ya que era francesa.
Las enciclopedias, ciertas veces, elevan en sus páginas gestas y personajes que no han tenido la altura que ellas les imponen, pero no se han equivocado cuando señalan que los más grandes jinetes han sido los egipcios, los asirios, los persas, los romanos, los moros, los húsares de la muerte, los coraceros reales alemanes, los carabineros franceses, los oficiales ingleses y los dragones de 1703, que vestían con un sombrerito realmente ridículo.
Nunca el Panza anhelaba igualar las hazañas de terribles montadores, sí se dedicaba a estudiarlos en largas cesiones de video que se prolongaban más allá de las cinco de la madrugada y eran acompañadas de productos de copetín. Copiaba no solo la forma de acercarse al caballo sino también la postura del rostro, su actitud frente al enemigo, el carácter de los mismos, el nombre de sus esposas, y si habían sido, por qué no, buenos cocineros, porque un caballero que se precie, al bajar del caballo tiene que seguir con su vida, que sigue a los saltitos y agitadamente como los pasos del equino, no se puede galopar todo el tiempo.
Roberta no imaginaba nada. El Panza sabía que al culminar con su formación de jinete habría ciertas posibilidades de un roce y quién sabe. Volvía a él, como los gorriones al bebedero, la imagen de Roberta, que desnuda en una foto, de espaldas sobre un caballo manso buscaba un secreto en una bolsa de arpillera. Había descubierto esa imagen en la casa de un criador de caballos, que le contó de los dotes de la joven para la monta y de sus actuaciones en el circuito de salto.
Supo que al acariciar a su equino lo hacía generalmente en el testuz o en el ollar, en su afán por aprender ya distinguía entre un caballo árabe y un percherón. Estaba listo, su instructora se lo confirmaba con miradas lánguidas pero de aprobación. La jornada se realizaba en el Jockey Club de Rosario, un desfile animal y humano de esbeltas jóvenes con botas altas y
bellas chaquetas. El Panza parecía el Principito, estaba feliz. Caminaba estirando las piernas, próximo a su presentación, nervioso y ahí estaba.
Roberta salía de su box, quedó inmóvil. Dreuty hacía años que estaba en boxes, nunca listo para salir a pista, pero ese era su momento. Se acercó sin reconocerlo, nunca lo había visto. Al pasar a su lado el pañuelo de ella se desprendió y cayó. Roberta sin mirarlo aún, bajó del caballo, el panza le entregó el pañuelo, ella no le habló, tan solo se limitó a volver a colocar su pañuelo abrazando el cuello sin perder de vista a Dreuty, que temblaba como en aquellas noches de invierno en las que tenía que atravesar el patio para llegar al baño. La instructora leyó todo, "Le ciel dans, L'amour", susurró choqueada en el Jockey. Roberta se perdió en la caballada, desapareció como Risaurdi, el jardinero del barrio, para no hacer el servicio militar.
Dreuty se aprestó a hacer su pasada, como un caballero. Podían vérsele, sin embargo, iluminadas por el brillo de una mañana musical, dos lágrimas
diminutas como alpiste, pero lágrimas al fin.
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