Sábado, 3 de febrero de 2007 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Ni a las citas policiales ni a los "Almanaques" o "Kioscos": esta semana mi tarea de sabueso algo desordenado y chambón me lleva a los sueños de Nicanor Pérez. Ya he dicho hasta el cansancio y no será la primera vez que alguien me critique por reiterativo que encontré los textos de Nicanor en un ejemplar de Los libros de Alicia, La caza del Snark y Cartas traducidos por Eduardo Stilman, con prólogo de Borges, que cayó en mis manos de ¿casualidad? en una librería de viejo. Dije también que esos textos, escritos en cuartillas grises, pálidas, parecen formar parte de un relato titulado Los criminales eruditos. Cual detective inmóvil, paciente y pretendidamente sagaz, me di a la tarea de descubrir dónde comenzaba el relato de Nicanor Pérez y cuál había sido su final. Esas sesudas elucubraciones fueron interrumpidas por una carta del amigo Nicanor (de la que prefiero no recordar muchos detalles porque no salgo muy favorecido) que me acercó un par de pistas: tenía que investigar ciertas notas que con el nombre de "Almanaques" o "Kioscos" Pérez y un grupo de amigos o más bien Pérez y un grupo de personas que no me quedaba del todo claro si habían sido sus amigos y ya no lo eran o si jamás habían compartido algo semejante a la amistad habían publicado en un diario; y además un número algo borroso al pie de esa carta me remitió a una página del Snark en la que hallé un puñado de citas policiales. Indeciso entre cuál de los senderos tomar, me topé con los sueños de Nicanor en unas cuartillas distintas (unos papeles gruesos, marrones, escritos a máquina, desbordados de aclaraciones, enmiendas y tachaduras), disimuladas entre las Notas al libro de Lewis Carroll. El trabajo de descifrarlas y transcribirlas me ocupa más tiempo del que creía, por lo que dejo para otra oportunidad la pretensión, acaso inútil, de analizar lo que Nicanor Pérez cuenta o recuerda que soñó. Necesito dormir. Buenas noches.
Los caminos del interior. Creo que fue cuando un amigo (que día a día me contaba de las persecuciones que sufría y yo no sabía qué hacer) decidió ponerse una escopeta bajo el cuello y apretó el gatillo con el dedo gordo del pie. Eso en un par de minutos en los que lo había dejado solo. Me sentí mal, no supe cómo actuar, confuso y triste, preguntándome por esas persecuciones que me habían sido negadas por algunos policías amigos. Fue por ese año que decidí llevarme por esos caminos interiores que pueden ser cierto tipo de intuición, que no me ayudaron demasiado pero nunca sentí que estaba solo. Esas intuiciones tenían, en ocasiones, nombres, pero no los repetiré. Me está vedado. Es una promesa que me hice desde el principio. Cuando le conté esto a Patricia, mi psicoanalista, me dijo que me dejara llevar por todo lo que sentía, que me entregara a la revisión del pasado, que muchas cosas vendrían con el sueño. Los sueños, me dijo sonriendo, son en ocasiones más certeros que la realidad misma. Que ningún sueño te impresione o te parezca absurdo. Lo son en múltiples ocasiones, pero allí puede estar el núcleo de la cuestión, "the heart of the matter". Hace poco comencé a clasificarlos y algunas cosas, se me crea o no (ya no me interesa que se me crea o no) han dejado de ser confusas o han adquirido una dimensión diferente de lo confuso en una especie de ciudad donde las cosas se ponen en el lugar que deben estar. Hablando de sueños es imposible no recordar a Chuang Tzu. Este filósofo chino de la escuela taoísta vivió en los siglos cuarto y tercero antes de Cristo. De su obra, que abunda en alegorías y anécdotas, sólo nos quedan treinta y tres capítulos. Hay versiones: inglesas de Giles y de Legge; alemana, de Wilhelm. Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu. Mi sueño fue como una bastarda versión del sueño del filósofo chino. Soñé que yo soñaba que era yo y al despertar no sabía cuál de los dos era el verdadero. Incluso pensé en una tercera persona que era el verdadero yo pero que se escurría en un bosque soñado con escasa originalidad como un bosque hecho de hojas de libros que volaban aferradas a una especie de lápiz o pincel gigante y otras que el viento llevaba por todos lados. Todavía no resolví la cuestión, que fue la segunda que le conté a Patricia. Ella respondió suavemente: ¿y con cuál de las tres personas estoy hablando ahora? Y entonces, viéndome desorientado, me dijo: No importa, podrá ser cualquiera de las tres, pero de eso sacaremos una conclusión que si bien no será la única será la que usaremos para resolver lo que hay que resolver. Como creo no saber quién escribe estas páginas, ahora eso ha dejado de tener importancia.
Las barajas de números grandes. Iluminados por un tenue "luz de noche" al que se le acababa el kerosene jugábamos un truco de seis, con punta y hacha, y había mucha ginebra y estábamos felices en ese atardecer cerca de Cañada Rica. En un momento hubo una jugada como extraña, que no pertenecía al truco. Y uno de nosotros, entonces, tiró las cartas, dijo que con fantasmas no se puede jugar y desapareció como si se lo hubiera llevando el diablo que solía habitar ese montecito de sauces llorones.
Las bolitas de madera en la tierra. Nos habían regalado una caja de bolitas de madera, menos lisas en su superficie que las de vidrio o aquellas que creo eran de loza o acaso de terracota. No se deslizaban las bolitas de madera en forma rectilínea. Cada una parecía tener su propia forma en el andar. Habíamos inventado un juego que nada tenía que ver con el ajedrez pero que era como si fuera el ajedrez. Más aún, las bolitas, cada bolita, sabía perfectamente cuál era su papel: el Rey, la Reina, los Caballos, las Torres, los Alfiles y los Peones. Para jugar habíamos marcado un tablero grande en la tierra y lo habíamos hecho con prolijidad. Pusimos las bolitas (o mejor dicho cada bolita se puso en su lugar) y cuando quisimos moverlas ellas comenzaron solas la batalla. La única batalla que vimos. Las bolitas morían, es decir se transformaban en astillas y se iban hundiendo en la tierra. Cuando el Rey de uno de los bandos murió, las otras bolitas dispararon hacia un maizal cercano y nunca más las volvimos a ver.
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