Lunes, 5 de marzo de 2007 | Hoy
Por Sonia Catela
Anuncian demora indeterminada en la partida del AR 1384, mi vuelo; caen las laminillas que masacran los horarios del resto de decolajes, neblina, atentado, huelga: expiden la explicación que se les ocurra y convenga. Pero ¿salir del aeropuerto donde me hallo como pasajera en tránsito? ¿animármele a una ciudad peligrosa, que desconozco, y para peor, de noche? Un taxi, un hotel, de nuevo taxi para el retorno, volver a pagar la tasa de embarque, cien dólares, doscientos; se impone velar en estos sillones incómodos hasta que aparezca el sol, molestia a la que se agrega la adhesiva compañía de ese militar rígido que acaba de aposentarse en el asiento de enfrente, de uniforme reglamentario, y con maletín esposado a la muñeca mediante una cadenita; me inyecta el "Buenas noches" de rigor, yo instalada como en campamento, bártulos desparramados, la valija que destripé en busca del paquete de bombones que llevaba de regalo a Marisa: algo para comer; algo para beber: Matías se quedará sin su ron, mis pies en medias impresentables, las zapatillas revolcándose debajo de la butaca. Pero el uniforme me impele a responderle algo, cualquier cosa, a un militar no se lo deja con la palabra en la boca, "no tan buenas, me parece", gruño, pero el de traje recién cortado, planchado, afeitado y aprobado con sello de la Escuela de las Américas, no dice "teniente tal" con esa diestra que extiende, sino "Lichwitz", que viene a ser mi apellido, el que no llevo escrito en la cara; mejor recojo mis cosas y me mudo a otro sector de embarque, "profesora" agrega con su uniforme que se pasea por una torre sobre un campo alambrado y ametrallado, su uniforme que se sube a un avión que abre una escotilla y arroja cuerpos al Río de la Plata, su uniforme operando sobre alguien maniatado en una camilla, "vea, esto me lo dio su madre" y me tiende una pequeña pieza arqueológica, del Perú, un petroglifo ritual, "usted es su viva estampa; por ella la reconocí de inmediato", petroglifo que se articula con un apéndice que mi madre me entregó en custodia, avisándome dónde había ido a parar el fragmento restante: "se lo di a ese cadete del que no me puedo desembarazar, brillante, pero hijo del general que administra los cementerios del país", uniformes que deciden quién ocupará el féretro y cuándo, que llenan fosas y mientras desenvuelvo un atado de cigarrillos sabiendo que en los aeropuertos no se fuma, pregunto por su identidad y de dónde la conoce a mamá, asuntos de los que ya estoy al tanto, "asistí a sus clases, en la facultad de Filosofía, me fascinaba su enfoque", lo fascinaba, vaya, hasta puede confundirse con un ser humano un civil, y, sin verter comentario alguno sobre el humo que nos rodea y que pronto atraerá a algún empleado a llamarnos la atención, "¿fuma?" convido, "está bien, le acepto uno", Freddy continúa: "sé, porque su madre me lo confió, que a usted le dio otra porción de este petroglifo, y que entre ambos podría armarse el diseño que constituiría una verdadera palabra, una palabra venida de 900 años atrás. No sabe cómo quería tropezarme con usted", todo un poeta, y mi madre poniéndolo sobre mi huella, para protegerse, enlazándome a ella mediante la pasión de una búsqueda, largándolo a perseguirme como antídoto para su miedo, porque la aterrorizaba este cadete Freddy, brillante, hijo del administrador nacional de cementerios y con algo había que sobornarlo, atajarlo, (busque a mi hija, y con el pedazo complementario armará un vocablo único), pero quiebro la ilusión del teniente, "por razones lamentables, ya no tengo el petroglifo que querés ver", "¿Y cómo?", "Lo perdí"; te lo niego, Freddy, lo llevo sobre mi pecho, debajo del buzo, como un colgante étnico, peor para vos, no. Seguís: "Qué mala fortuna. Pero voy a confesarle algo de lo que acabo de darme cuenta, viéndola: yo me había como enamorado de su madre", se arrebola, "salvando las distancias, y respetándolas", mi vieja seduciendo al cadete para protegerse del administrador de cementerios, mi vieja poniéndolo a mi espalda para que le cuidara la de ella, astucias de la sobrevivencia, "les ocurría a muchos de sus alumnos, ese enamoriscarse, moneda corriente, no te preocupés", digo. "¿Viene de o va a verla?", el victimario devenido en víctima, a cuidarse de esa madre mía, "nos sorprendió a todos cuando ella nos aban... " rectifica el "abandonó" por un "cuando se mudó al extranjero, Lima ¿verdad?", asiento, y no vuelvo, sino que me dirijo a visitarla, "nosotros... podríamos quizá..." ¿Tomar un café? ¿encontrarnos en Lima? ¿compartir la dirección de mamá? te la voy a dar, Freddy, y cuando pases por Perú, visitala, quitate el peso de encima, hacé cuentas, Freddy, de los años que ella ya carga encima, pero antes "¿y tu padre , el general? ¿cómo manejás lo de tu viejo el general, Freddy? ¿héroe o genocida?", contesta con algunos frasquitos de medicamentos que saca de sus bolsillos y desparrama sobre la mesita, ansiolíticos, antidepresivos, planta sus botines, también, "entonces, ¿por qué ese sayo, Freddy?", "ahí está la cosa; quitármelo no es tan fácil", y aunque no te tengo ni así de lástima, porque el que se pone el uniforme por algo será, como nos enseñaron vos o tu viejo a juzgar a los otros, si te lo ponés por algo será, pese a todo te digo: "anotá, ésta es la dirección de mamá; cuando pases por Lima, visitala, estará encantada, hablaba muy bien de vos, te tildaba de brillante" y Freddy anota incapaz de hacer números y sumar años y yo embolso la botella de ron, acomodo mis cosas, me pongo las zapatillas, busco el baño, tiro al cesto lleno de papeles sucios el colgante con el petroglifo y cuando vuelva a mi sitio aunque Freddy ocupe la misma butaca sé que ya no estará más. Definitivamente.
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