rosario

Miércoles, 7 de marzo de 2007

CONTRATAPA

LOS PIES DEL CIELO

 Por Hugo Alberto Ojeda

A mi hermano Gabriel

Había despertado en la media tarde después de dormir un día entero. Tenía hambre. Verano del 89, brisa de libertad, playa de Porto Seguro. Parecía que nunca iba a llegar a Salvador, Bahía. Me dejaba ser y era maravilloso andar por las rutas íntimas. Esa vez, la caravana había sido de cinco días, seis noches, me sentía tan pleno, ningún lastre del futuro podía entorpecer mi presente. Goce, diversión y yerba. Sin interrogarme si el desenfreno era felicidad, tenía ganas, me mandaba y lo hacía. Siempre había una morena deseándome, la botella no se vaciaba.

La realidad no tiene principios.

Las turbulencias de la resaca no terminaban de irse, por más que meditara despatarrado en medio de la cabaña, siguiendo el camino de una lagartija anaranjado fluo por uno de los tirantes de palmera que sostenían el techo. Así que me duché, tomé el libro y salí hacia la playa, buscando el puesto de aquella mulata gorda, tratando de hacer la pausa.

El pasado es el presente.

El mar me recibió como si yo le fuera indispensable para llegar a su integridad. La playa, las olas azules reventando espuma blanca, el agua mansa llegando casi hasta casi la silla donde me senté. La mulata me saludó con sus ojos enrojecidos, me señaló una cervecita, le pedí un exprimido. Me preguntó si molestaba la música, si me preparaba algo para comer. La música estaba oquei y sí, ella preparaba tan sabroso "el pez".

Eran los pies más lindos del mundo.

Abrí el libro, era uno de Calvino, "El barón rampante". No pude leer mucho, alguien se acercó al puesto y preguntó por comida. Era una mujer y hablaba con el acento de un idioma desconocido. La mulata respondió que sólo le podía ofrecer frutas, cerveza y jugos; el último "pez" me lo estaba preparando a mí. El diálogo enrevesado alteró mi lectura, pero traté de seguir leyendo. ¿Un renglón, una letra, una palabra? Sentí sus pasos en la arena llegando al brulote de mi soledad y entonces los ví. Sí, eran los pies más tiernos del mundo.

Deseo y realidad, sueño y futuro, todo tan pronunciado y en la misma chica. Una gringuita conmovedora, milagro hembra, poros aconteciendo, sonriendo al lado de mi mesa y señalándome el libro. Ella llevaba otro y también era de Calvino. Coincidencia, encuentro, la excusa sana para que la invitara a sentarse. No quedaba otra. Nos.

La arena blanca haciendo brillar más oscuro su bronceado. Una tobillera de plata con elefantitos engarzados afirmando aire de deidad. Los dos libros quedaron juntos en un rincón de la mesa. Compartimos la comida y una cerveza casi sin hablar, sólo gestos; ella sólo sabía hablar en holandés.

Una luna llena grande y plateada como una vieja moneda de un peso sesentista empezó a quebrar el horizonte del anochecer. Ella puso los libros en su bolsa de hilo, me tomó de la mano y me dejé ir. Tenía culo, tetas, linda boquita y verdes sus ojos pero yo estaba enamorado de sus pies. Podían llevarme a donde quisieran, en sus huellas se acurrucaba mi satisfacción.

De repente, todo el cielo pareció espejarse en la playa. La luna, el cielo y el infinito de nuestros pasos simples reflejándose en el agua de la noche. Caimos juntos, se quitó el bikini. Ningún adjetivo podía calzar en su cuerpo, lavé los granitos de arena de sus pies y los fui besando. Podría haberme quedado toda la noche allí, pero ella me hizo rastrear los espacios de su piel. Todo fue tan natural, fundidos en la misma alegría, estuvimos lo más cerca que pueden estar un hombre y una mujer. Sin decirnos una misma palabra.

La libertad nunca se escribe.

Ya no recuerdo su nombre, la sonrisa que tenía su rostro al despedirnos tres días después se empieza a diluir; pero cada vez que camino por una playa y veo una huella de pies pequeños, el amor que siento por aquella holandesa recobra presencia. Siento nostalgias por ese espacio y ese tiempo donde nos entregamos y fuimos tan nosotros. Apenas con los sentidos espontáneos.

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