Miércoles, 1 de agosto de 2007 | Hoy
Por Miriam Cairo *
Olores impurísimos
A veces, en el trayecto que va desde el ahora hasta el recuerdo, se me aparecen ciertos poemas, de pie, sobre un círculo que se agranda suavemente. La órbita desbordante exuda olores impurísimos. Al despegarse, radiosos, del pollerón negro de la historia, se produce un advenimiento de escamas fabulosas. La poesía despliega su enorme enagua rosada y sexual. Al pensamiento le sobreviene un hambre púdico de flores moradas y el cielo descorre su prepucio celeste.
La herencia
Entonces, las palabras se sacan el sombrero negro, retozan sobre las hojas de hierba, practican la retórica del ron y se produce el alumbramiento. Algunos poemas me nacen en silencio, otros con terrible alarido, otros, con un breve trueno, pero cada uno trae un pedacito de carne inmortal. Algo que lo anuda al viejo ombligo de la primera poesía. Extraña continuidad que promueve un tiempo disminuido. Su carne, como un pequeño sudario de palabras, se abraza nueve veces a la bendita Babel que producirá más amenazas, más resplandor de máculas, más corrosión.
El moribundo
A veces, en el trayecto que va desde el silencio hasta la escritura, los versos siempre leídos me siguen, me buscan, rozándome. Son la clase de poemas que abren la garganta del lenguaje moribundo y, por su artificio, el moribundo puede ser lo contrario de sí mismo. Cuando la noche derrama sobre el escritorio sus chorros de tinta, un poema viene a caer como estrella en lo oscuro y la luz que muere no tiene necesidad de sepultura.
La punta del pie
Por un instante escucho la voz de mis mitades transparentes y otros poemas se alzan con sus sílabas irisadas, con sus velas y sus mástiles zozobrando sobre una ola que se rompe para siempre. A veces, se me acercan poemas mínimos y traslúcidos cómo ángeles de cebolla que empujan con la punta del pie, un montoncito de palabras.
Lirio
A veces, al mediodía, el sol embriaga y rompe el orden de las cosas. Entonces un poema me lanza su mirada como flecha de claveles que prolongan el fuego. Un poema me coloca al borde de su abismo y no puedo ser nada más que yo misma ante el ángel de la devoración. Angel que con cara de lirio, engulle mis sabores, me los extirpa del cuerpo en cada succión sin importarle si esas son mis mañas de la noche, los rituales de mi oscuridad.
La renuncia
En el trayecto que va de la palabra a la palabra, la escritura es un parto eterno. Un desgarramiento fulgurante. Es una mordedura en el labio superior de la fecundidad que no fecunda. Cuando el aire es insuficiente en el agónico proceso de pujar, otra vez un poema me respira. Me hace vivir fuera de mi muerte. Fuera de la muerte de una escritura que, con gritos unánimes, renuncia a la prosa. La criatura se niega a caer dentro del corral y del mandato. La escritura huye del oficio de la escritura, huye del instrumento que se estrecha por extrema sumisión a la ortodoxia.
Formidable nervio
A veces, cuando al jardín baja algún pájaro con pies de calandria, ciertos poemas abren su bolsa de azúcar sobre las azucenas. Las cosas encuentran su nombre y las calas ofrecen a las abejas su formidable nervio de mujer. Las babosas fruncen el ceño, fruncen el ano y se arrastran por un surco de palabras no transparentes. Sus glándulas negras descargan fluidos sobre cada letra. Me ato y me desato a los sucesos de una irrefrenable naturaleza. Espasmo. Sudo. Yerro.
En el trayecto que va desde la noche hasta el desvelo, una mariposa de alas pequeñas y oscurísimas, no se impresiona de mi tamaño ni de mi disolución y bajo sus alas, me cobija.
Procedencia
Una mano escribe la palabra y la palabra busca su primera manera de decir. En el trayecto que va de la escritura hacia la reescritura, un poema me precede. A veces me confundo. Creo que conjugo el presente pero la palabra es una cosa empezada en otro tiempo. Es algo que me preexiste, algo que no sueña con fundar un comienzo.
Llaga venerea
A veces vuelve una y otra vez la sombra de ese poema que se estremece, temeroso y deslumbrado por sí mismo, por su obstinada novedad y su vigencia. Aunque pasaran por mi cabeza un millar de escritores siempre lo reconocería. Aunque me volviera ciega podría sentir sus brazos difíciles, podría distinguir el perfume de sus flores malolientes sobre mi cuerpo mitad diluvio, mitad salida. Cada eslabón, cada estrofa entrecortada como respiración de ninfa, cada llaga venérea, que supura desde el año 1850 hasta esta herida, se abre como una oreja cortada sobre un libro, como el corazón de un pájaro desterrado del cielo.
Latifundio
Aunque me ejercitara escribiendo todas las páginas del porvenir, nunca podría salvarme de mi mañosa manera de versificar. Por mucho que lo intente, la palabra nunca podrá ser una fortuna narrativa.
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