Domingo, 16 de enero de 2011 | Hoy
Por Marcelo Britos
En lo más profundo, después de darse impulso con las piernas para volver al punto de partida, caía hacia abajo para luego emerger, tan sólo para ver durante pocos segundos el reflejo azul claro de la luz del exterior en la superficie, la luz del sol que rezumaba de las rendijas de la carpa y al estallar contra la pintura de la piscina proyectaba la ilusión de un zafiro. Debajo del agua había otro color, su cuerpo perdía la pesadez y el desgaste del cemento, el tiempo atorado, los minutos atropellando la tarde.
Cuando le sugirieron hacer ese ejercicio su mujer, el médico que ya no sonreía cuando le hablaba de su peso, de las contracturas que se ganaba frente al monitor , lo asumió con cierta desgana y fastidio.
La primera alarma fue un dolor insoportable en la rodilla que podía ser, seguramente, una rotura de ligamento, una lesión que jamás pudo confirmar. Quizá la resonancia magnética lo hubiera hecho, pero cuando lo encerraron en el resonador, todo su volumen dentro de un tubo estrecho, descubrió que también era claustrofóbico, y hubo que sacarle la mano del cuello del enfermero que no podía, por los nervios y por el apuro, retirar la camilla hacia fuera.
Mientras tanto, natación. Fue postergándolo hasta el límite y luego construyendo con vergüenza el camino, las calles desde su casa al club, espiar en las pequeñas ventanas de la carpa para asegurarse de que hubiera poca gente, o al menos un andarivel vacío. Llegaba al vestuario y no se quitaba la remera hasta el último momento en el que se dejaba caer por el borde hasta el agua tibia; siempre había mujeres jóvenes que dejaban sus oficinas del centro para contornear los cuerpos, muchachos que practicaban para rendir sus exámenes de educación física o de guardavidas. Muchas veces llegó hasta la puerta y al comprobar la pileta plagada, desistió. Volvía cruzando de regreso el pasillo helado del hall del club con el mentón sobre el pecho, como si desertara de una obligación inapelable, la mirada sombría y curiosa de los recepcionistas.
Disfrutó del natatorio cuando empezó a divisar ese nuevo color, el desliz suave por la superficie plateada. Lo llamaba ?el viaje?, porque imaginaba, como en el cuento de Cheever, que cada una de las piscinas de todos los clubes y los breves espejos de las terrazas de los edificios, seguían su sendero unos con otros, sin límites, un río urbano que comenzaba en el Parque Alem, en la promiscua tarde del mate y del sol sobre los árboles, continuaba en la sombra de un atardecer en el Club Atalaya, o en el calor sofocante del subsuelo del Círculo Obrero.
Ella iba los martes y los jueves. Ella, con los dientes un poco asomados desde su labio superior, el pelo que en la calle sería irreconocible sin el gorro de silicona, los pies frágiles, las piernas pálidas. Ella se llamaba María y algo más, acaso por escuchar el magreo del bañero, o de leer de lejos el carné recostado en la mesa de entrada. María a secas. Cabalgaba el borde de la piscina con una sonrisa extensa, un desfile sencillo para su observancia tímida y encubierta desde abajo de las conejeras, mientras fingía respirar hondo o descansar de las primeras brazadas. Los martes. Existía la posibilidad que fuera Martes y Jueves, el primero seguro porque había coincidido con él y había forzado otros encuentros. En uno de ellos había logrado bajar a un andarivel junto al de ella y allí pudo oír por primera vez un gemido dulce y breve que se le escapaba cuando levantaba la cabeza para tomar la bocanada de aire. No era agitación ni queja, sino un gemido deliberado. Se oía más firme y claro cuando nadaba pecho, y era suave y regocijante, como si recibiera en ese instante el pequeño impacto en la pelvis, o el calor de la boca en el cuello. Intentaba llegar antes que ella para no desfilar por el borde ante su mirada, si era el momento en el que estaba parada, con el nivel azul llegando a su cintura, acomodándose el bretel o respirando profundo antes de largarse.
El no elegía días fijos. Alternaba las tardes con las horas extras, coincidir su día de nado con la colonia del nene, que a veces también iba con los profesores a la pileta. También aprovechaba el horario del almuerzo con la ilusión de encontrarla, todos los andariveles desocupados, la conversación ineludible, el eco de sus voces resonando en la carpa.
Los martes, antes de que llegaran los niños de la colonia, una mujer de unos cincuenta años, con cicatrices aún rojizas que le cruzaban las rodillas hasta los tobillos, caminaba por uno de los andariveles hasta perder pie. Iba y venía mirando hacia el fondo cómo los dedos se apoyaban en el plano, las piernas resistiendo lentamente la presión del agua, en un esfuerzo imperceptible. Luego pasaba a la pileta más chica, en donde el agua solía estar siempre más caliente, como en un sauna. Allí estiraba hacia atrás las piernas para aflojar los músculos, siempre a una velocidad que de ser superada todo se rompería, se deshilacharían sus tendones, se derrumbarían su tronco y su mirada como las torres gemelas. Después llegaba el bullicio, el de su propio hijo que le gritaba mientras él intentaba completar dos piletas enteras sin detenerse agitado. Todos corrían y saltaban alrededor de la mujer que decidió llamarla Divina, por su parecido remoto a Divina Gloria , que insistía en estirarse lentamente, observando de reojo el atropello a sus flancos, las olas y la pobre espuma, la indiferencia de los encargados que sólo daban algún grito para que todos supieran que hacían su trabajo, mientras tomaban mates, escuchaban música, o simplemente dormitaban en los sillones de lona que se guardaban hasta el verano.
De los chicos de la colonia podía identificar sólo dos o tres que eran los que jugaban siempre con su hijo. Una nena de malla verde agua con los bucles retorcidos por la humedad, la hilera de dientes despareja y con huecos, con el andar nervioso y tenso de los niños cuando pasan por superficies resbalosas. Un nene morocho con pequeñas estrías debajo de los brazos, trepando el borde como si subiera el tramo final del Aconcagua. Lo llamaban todos por el apellido. Sabino. Nunca lo olvidaría. Sabino. Acaso su familia era vitalicia del club o lo conocían del Normal iba al grado de su hijo y repetían esa nominación rígida, desapegada, que suelen tener los vínculos de la escuela.
Los miércoles era el día más concurrido; él lo evitaba. Un hombre grande al que no necesitó inventar un nombre, porque con mucho respeto se le acercó una tarde en el vestuario, desnudo de la cintura para abajo, y se presentó como Angel, soy Angel y vengo los miércoles y los sábados. Después de esa presentación no podía evitar cierta incomodidad cuando lo encontraba en las duchas. Tendría unos sesenta años. Después de los estudiantes de educación física, era el mejor nadador. Estaba casi dos horas recorriendo el largo de la pileta, sin frenar siquiera una vez. Él llegaba y se iba y Angel continuaba nadando. También eso lo avergonzaba y quizá prefería no coincidir nunca con Ángel y con María, para que ella no lo admirara en contraste con su pobreza física, con ese esfuerzo inhumano y estúpido por llegar a completar doscientos cincuenta metros como si hubiera cruzado a nado el Atlántico hasta Africa.
Otro martes, también junto al andarivel de María, mientras emergía desde el fondo luego del impulso y disfrutaba otra vez de ese sendero azulado hacia la luz del final, pensó que si alteraba el orden de salida, si esperaba salir un segundo después que ella, siempre y cuando estuvieran del mismo lado, iba a ver por debajo del agua contra la pantalla clara, el cuerpo moviéndose suspendido, las plantas de los pies le gustaban los pies de María, eran adolescentes, cuidados, proporcionales y sus manos alejando hacia atrás ese segundo de pasado. Lo hizo. El resultado fue mejor de lo que esperaba y por eso desistió de repetirlo. Tuvo terror a que ella lo notara, a que en el medio del ejercicio se cambiara de andarivel y fuera notorio su estratagema. El hombre grande, libidinoso, el hombre degenerado que saltó de una novela de Nabokov para refrescarse en el natatorio del barrio, el abusador que dejaron solo en la piscina de la película de Todd Field. Había visto, detrás de los pies, el pequeño bulto de carne que rodeaba el elástico de la malla al final de las piernas, había visto el perineo y había comprendido que un color, sólo un color le impedía verlo todo. Mientras llegaba a uno de los extremos, sin poder quitarse de encima la imagen de la piel, imaginó la planta blanca y lisa de los pies de María entre sus dedos, todo lo que subía hasta su cintura al alcance de su caricia, y todo ese cuerpo dispuesto para él, ya sin la lycra, sin la mirada pública, sin el recinto frío e inabarcable. A la hora de salida se obligó a recorrer una vez más la pileta, hasta que pudo subir por la escalera sin nada que se notara por debajo de su short de baño.
Miércoles, final de la primavera. Aún caía una llovizna leve entre los árboles, agonía del diluvio que minutos antes había inundado calle Salta, regado de ramas las veredas. Un resabio del viento continuaba sacudiendo la carpa, las sogas que las sostenían restallaban contra el piso y el aire. Estaba desierto. Uno de los recepcionistas creía que habían cerrado la pileta por ese día, cuando la carpa temblaba y amenazaba con caerse, los focos que pendían de su estructura sumergiéndose y la electricidad haciendo temblar también a los nadadores. Entró igual. Era un piso brillante, quieto. Una puerta a otra dimensión, al centro de la tierra. Podía cruzar de andarivel, nadar en diagonal pasando por debajo de las sogas. Nadar sin el deber de llegar a ninguna parte, nadar sin el peso de la mirada de los demás, surcar el reflejo de ese pedazo del planeta sin tiempo y sin escalas, sin contar cuántas veces lo hiciera. Flotar con la mirada en el techo, quieto, sentir el ruido de la fuerza del viento, sentir la frescura agradable del agua. Minutos después, cuando ya no podía administrar esa paz nadaba como si estuviera la pileta llena, ocupando sólo un andarivel y cumpliendo la rutina que se había propuesto después de la última vez: veinte piletas, descansando sólo dos veces , llegó Divina y comenzó, como siempre, a caminar por el costado oeste de la piscina, arrastrando con la cintura una ola humilde y serena. Tenía ese día el cabello muy corto. No recordaba cómo era el pelo de Divina antes de esa decisión radical. Apenas un centímetro amarillento cubriendo la cabeza, mojado parecía el lomo de un perro revolcándose en los charcos.
Se encontraron en la pileta pequeña. Ella lo saludó mientras bajaba por la escalera, pie por pie, mano por mano. Hablaron del tiempo, no lo dijeron pero ambos creían compartir el placer de esa soledad que los escondía de la perfección de otros cuerpos, de la juventud.
Ibamos a Esquel, era de mañana. Habíamos dormido en un hotel para no viajar de noche. Manejaba mi marido. Yo iba adelante, cebándole mates, y la mayor atrás. Fue un segundo que él desvió la vista hacia abajo porque se le había caído yerba en la falda, mordió la banquina y el auto empezó a viborear. Quiso pegar un volantazo y fue peor. Volcamos a velocidad y nos estrellamos contra un poste de cemento, un poste que estaba allí porque sí. Mi marido falleció. La nena y yo quedamos allí inmóviles, al lado de él que estaba muerto.
No supo que decirle. Una mano en la de ella, que la sostenía de la escalera. Sonrió y siguió caminando por el agua caliente, como si él se hubiera ido.
Jueves. No solía ir ese día. Se revelaba como un misterio, podría encontrar personas que jamás hubiera imaginado, parientes muertos, actores de televisión. Hacía casi dos semanas que no iba. El verano se abalanzaba sobre la carpa, los exámenes de los institutos, el preludio de las vacaciones; entonces era mucho más difícil encontrar la pileta vacía. Los sábados bien temprano eran una opción, pero no lograba levantarse, vencer el cansancio apilado de toda la semana.
Tenía que ser ese jueves, porque el viernes, el último día que podía aprovechar, era el acto de la escuela y no podía dejar de ir. En cada uno de los actos de su hijo buscaba el lugar indicado para que lo viera. Arrastraba, desde pequeño, el pánico por levantar la vista en el escenario y sólo ver caras extrañas, saludos a los flancos, saludos que lo esquivaban para acabar en otra sonrisa.
Fue al club una hora antes de que saliera su hijo de la colonia, para luego regresar juntos. Entró a la carpa estremecida por el bullicio y los chapoteos de la colonia, y lo saludó con un guiño de ojos, mientras ajustaba sus antiparras y se disponía a saltar al agua. En ese instante cambió la luminosidad, fue un cambio de color y de olores que anunciaban un buen presagio. Sin esperarlo ya no importó el griterío, la música grotesca aturdiendo el suave sonido de las brazadas y de las zambullidas. Bajó y la vio a su lado. Él hubiera sospechado de que alguien cayera siempre en el andarivel contiguo al suyo, él habría adivinado esa intención de espiar por debajo de la superficie, pero esa vez fue todo casual, las piezas entrando donde encajaban. María esta vez tenía una malla entera y contrariando su primera impresión, le moldeaba mejor el cuerpo, la hacía más esbelta, la espalda simétrica y fotográfica. Le sonrió. Intentó responder con lo mismo, pero las comisuras de sus labios estaban fijas, pegadas al pómulo por una cinta de vergüenza. Ella le habló de lo fría que estaba el agua, de su desacuerdo con que apagaran la caldera a esa altura del año, que ese era el motivo por el cual había cambiado de traje de baño; recordaría siempre el gesto de sus manos recorriendo el bretel, mostrando la línea blanca de piel que había escapado del sol. Cuánto quedaba de tiempo hasta que quitaran la carpa y se llenara, todas las tardes, de madres sedentarias y adolescentes, cuánto le daba el juego después de avanzar hasta ese lugar, hasta esa estación en la que ya no podía retroceder, donde ya había palabras, nombres, saludos y conversaciones inevitables. La miró por el rabillo del ojo mientras acomodaba su gorro, extendía su brazo izquierdo y lo presionaba con el derecho sobre el codo para estirar los músculos de la espalda. Avanzó. Primero suave y recta por debajo, luego emergió con el revuelo sobre el espejo. Otra vez cambió algo en el ambiente, en la luz, en los sonidos. Algunos corrieron por los bordes hacia el vestuario de damas, que estaba más cerca de la puerta de salida. Dos de los profesores de la colonia corriendo, de espaldas a su visión, y a la altura de las cinturas podían verse dos pies horizontales, los dedos de dos pies pequeños alejándose con ellos. Los llantos. Subió la escalera desesperado y se encontró con el abrazo de su hijo. Aferrados y aturdidos ya no había nada alrededor: María, la piscina, la carpa, la música que continuaba sonando sin acompañar la escena , caminaron hasta la calle siguiendo las gotas de sangre, como Hansel y Gretel.
Había leído en una revista, en la sala de espera del dentista, un artículo sobre la obsesión de la gente por las fotografías. Lo recordaba mientras veía entrar al salón de actos la hilera amuchada de adultos, su suegra y sus cuñados, lo demás parientes de los niños que esperaban, ordenados en el patio, que les abrieran paso. Todos con cámaras fotográficas, aparatos de video con pantallas diminutas que mostraban lo mismo que él observaba, pero más colorido y más brillante, esas imágenes que se guardaban luego en cajas polvorientas para después hilar una pequeña vida feliz, para recurrir a ese archivo en el filo de una separación o de una muerte. En las fotos eso decía el artículo no podían verse los pensamientos, las angustias pasadas, la discusión que tuvieron horas antes en la casa, en el trabajo, en todos los días antes de ese acto de fin de año.
Los niños entraron en filas prolijas, riéndose, ajenos a las ceremonias, al peso variable que tenía esa alegría en la vida de los demás. Disparaban los flashes sobre los guardapolvos, pedían con gritos desaforados que los mirasen, que sonrieran, que hicieran una pose aunque ello significara romper la fila o atrasar el acto en esa tarde de calor insoportable, una tarde bochornosa apenas contrariada por el respiro de los ventiladores y las ventanas.
Subieron al escenario dos maestras, los delantales celestes y las piernas flacas y pálidas por debajo de ellos. No podían disimular, o no querían hacerlo, una alegría idiota e ingenua. Sus voces se multiplicaron por los parlantes. Abalos. Llegaron entonces los Abalos a la escalera diminuta del escenario para recibir junto a su hijo el diploma. Un hombre fornido, la camisa remangada hasta los codos, trabajo de fuerza, bolsas de porlan y regreso a casa en bicicleta; una mujer lenta, con un vestido caluroso y las piernas vencidas. Basino. Más ejecutivos. Ambos con trajes y maletines que quedaron junto al piano. El abrazo encima del escenario, todos el mismo abrazo, salvo un hombre que no recordaba el apellido, que quedó inmóvil junto a su mujer y la nena que se prendió del cuello de ella, alguien que quizá disfrutaba ver de lado las escenas inmaculadas y tiernas de su familia, o acaso un padre separado que no veía a su hija desde hacía tiempo y por recomendación del abogado tuvo que ir a la fiesta del grado. Parisi. Una pareja joven, ella rubia, con jeans no tan ajustados, tratando de revelar su juventud y su sobriedad al mismo tiempo, él con la bendita cámara en la mano, los dos emparedando al hijo que apenas podía sostener el diploma en el apretón. Sabino. Desde las sillas dispuestas en el salón las cabezas buscaban a las personas que debían subir por la escalera minúscula que ladeaba el escenario. Nadie de pie. La maestra con la lista y el micrófono insistía estentórea. Sabino. Otra maestra se acercó al oído de la primera, y todos podrían haber entendido y levantado el volumen del bullicio. Que en esa confusión la maestra -que después de la confidencia evidente decía con una sonrisa estrecha que Sabino había faltado porque estaba enfermo dijera otro apellido y subieran otro hombre y otra mujer, y otro niño recibiera el diploma y flashes y aplausos. Si todos fueran a ese club, si todos enviaran a sus hijos a esa colonia -miraba a su esposa y ella lo miraba a él, compungida y cómplice , Sabino hubiera tenido cara, color, una voz, y no ese silencio siniestro; hubiera tenido pies morenos, rellenos, volando entre los brazos de los profesores de la colonia, los profesores que no tuvieron tiempo de ver, entre mates y anécdotas, el golpe en el borde de la pileta y la caída pesada y seca en la superficie. Todos entonces estarían buscando una nueva colonia de vacaciones de verano para dejar el depósito vivo cada tarde hasta salir de sus trabajos, porque el club había cerrado hasta nuevo aviso, hasta sobrevivir al escándalo. Los profesores estaban buscando otro trabajo, Divina otra pileta para aprender a caminar y María para permanecer en la tierra el milagro de su movimiento, gemir antes de sumergirse, mostrar su carne blanca y aterida por debajo del agua.
Volvieron en el coche en silencio. Su hijo miraba por la ventanilla y contaba las personas que desfilaban por la vereda. Las clasificaba por sexo, por edad, por estado de ánimo. Hombre, niña, triste. Su mujer oía sin pensar una canción de otros años:
Sin darme cuenta voy cayendo en cruz, hacia el cenit, mis ojos ya no tienen mis pies, y el espiral que me habrá de llevar no es mejor, que todas esas vueltas que di.
Sintió una angustia que sólo traen las cosas viejas. No una nostalgia, no había en el nudo que le cerraba la garganta nada que lo pudiera conmover. Era una tristeza sólida e ineludible, un paso por una calle de casas abandonadas, devenidas en basurales, la habitación rancia de un hotel de Constitución, el atardecer del último día de Pascuas. Era la sentencia exacta de lo que ya no volvería a ver ni a tener.
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