Jueves, 28 de septiembre de 2006 | Hoy
CIUDAD › 30/8/2006
Por Edgardo Pérez Castillo
Como los grandes comediantes, Roberto Fontanarrosa es capaz de brindar una charla orientada hacia la nada misma. Aunque, al mismo tiempo, esa gran elipsis a la que se lanza se transforma en un relato soberbio en el que se ven contemplados aspectos tan diversos como aquellos que hacen a los acontecimientos cotidianos o bien a cuestiones de un profundo carácter cultural. Todo ello unificado, claro, por el humor certero, hilarante, de un cuentista fantástico, capaz de asumir el rol de orador de café sin verse intimidado por la multitud. Porque es ésa la definición que mejor describe la concurrencia lograda por el Negro en la charla abierta al público que el pasado lunes compartiera en el marco de la Feria del Libro.
Con el público ya cautivo, el Negro se permitió algunas referencias a los amigos ("es placentero y descansado encontrarse a las ocho de la tarde con los amigos en El Cairo o en algún boliche, porque a los amigos, a los verdaderos amigos, no hay por qué darles pelota. Si un amigo te dice: 'fui a ver una película iraní', yo le digo: 'dejáme de romper las pelotas'"), a su madre Rosita, a su mujer, su hijo y a Daniel Divinsky, su editor. Y hasta plantó bandera por aquéllos que se ven sometidos a la tiranía de los estudios matutinos. "Yo desde mi ignorancia me hago una pregunta: ¿por qué los chicos se tienen que levantar tan temprano para ir a la escuela? Gardel se levantaba a las ocho de la noche. Y fue Gardel"). Incluso tuvo conceptos para quienes sufren el flagelo de las ciencias exactas. "Les voy a contar que estuve en Córdoba, donde me dieron el Doctor Honoris Causa, lo que indica lo mal que está la educación argentina. Imagino la desolación de los estudiantes que estudian ocho horas diarias y ven que a un tipo como yo le dan el Doctor Honoris Causa. Yo no terminé el tercer año de la escuela secundaria. Y no levanto como bandera el ser un 'salvaje ilustrado'; digo que no terminé la escuela porque desde el comienzo sostuve una batalla desigual contra las matemáticas. Desigual por la simple condición de superioridad numérica de ellas. Los números son millones, y yo era uno solo. Yo fui a lo que era el Politécnico y me acuerdo de aquellas épocas de estudiantes, con todas las expectativas..., ¡qué horrible que era eso! Para mí era un espanto, similar a lo que me ocurrió no hace mucho, que tuve que hacer una dieta ayurveda de vegetales", disparó.
Pero más allá del humor, inherente a la presencia del Negro, también hubo espacio para hablar de literatura, en una charla que, ante la feliz complicidad del público, de repente se había transformado en un desopilante monólogo: "Siempre he ligado la lectura con el placer. Siempre he sido un lector vago. Y repito otra consideración que pasará al mármol: creo que casi todos los grandes logros y avances de la civilización se debieron a la vagancia. O sea, el tipo que inventó la rueda es porque no quería caminar más. Y después de la rueda, el otro invento maravilloso, que ha hecho dar un salto cualitativo y cuantitativo a la humanidad es el cambiador del televisor. Volviendo a la literatura, no entiendo el esfuerzo por leer, cuando uno se encuentra con tantos libros que los empieza y no los puede dejar, se siente atrapado por los libros, quiere terminarlos y está feliz mientras los lee".
Si bien nunca llegó a hacerse explícita, la enfermedad que obliga a Fontanarrosa a trasladarse en un sillón de ruedas, tuvo alusiones indirectas a lo largo de su encuentro con un auditorio que, como es habitual, esperó demasiado tiempo para rendir tributos multitudinarios a una de las plumas más brillantes de la ciudad. Más explícita en el fervor de corte paparazzi de los medios, que se abalanzaron sobre el escritor en el momento de su aparición en el salón central del Patio de la Madera, esa suerte de compasión nunca encontró un correlato en las palabras del Negro que, en cambio, volvió a apelar al humor para sobrevolar el asunto: "Me sentía en algún momento como el Gauchito Gil, porque hay señoras que se me acercan y me piden la bendición, otras me dan su bendición, otras me dan estampitas, rosarios, ramitas de laurel, otras me dan tomillo, pimiento, clavo de olor".
Y dice de la relación autorpersonaje: "Sé que algo mío hay dentro de Boggie e Inodoro Pereyra; es más parecido a mí y a cualquiera, porque es un antihéroe que a veces reacciona bien, a veces reacciona mal, es temeroso. Más temeroso es Mendieta. Pero hay algunas cosas mías en esos personajes. Incluso en Eulogia, pero eso lo vamos a hablar en otro momento".
Las reflexiones fueron desgranándose a partir de las inquisiciones de un público en el que se mezclaban fanáticos confesos llegados desde distintos puntos del país --e incluso del exterior--, pero también de aquellos que, en su propia ciudad, eran capaces de detallar una devoción histórica por su obra o de confesar un reciente encantamiento. O bien de aquellos que optaron por disparar más directamente, apuntándole a cuestiones que fueron desde la sexualidad de Mendieta hasta la problemática de los nuevos mecanismos de comunicación. Aunque, por supuesto, nada de eso pareciera resultar dramático para Fontanarrosa. "Con los mensajes de texto estamos muy susceptibles. Yo me acuerdo de los telegramas. A nadie se le ocurrió decir que ese invento estaba arruinando el lenguaje. Está la gente que dice enfadada que no le gustan los shoppings. Y, no vayas querido, cuál es el problema. Si no, es muy fácil pegarle a la televisión, que a mi juicio es un invento maravilloso. Y repito, si solamente hubiera sido creado para transmitir fútbol ya estaría largamente justificado. Ahora, como todas estas cosas, como la historieta, es un instrumento. Si alguien me escucha a mí tocar el piano, dirá que el piano es un instrumento nefasto. Ahora, si lo escucha a Richard Clayderman, por ejemplo, dirán que es un instrumento sublime. Con la televisión pasa lo mismo. Ahora, estoy de acuerdo con que se usa un vocabulario bastante pequeño, y en ese aspecto la lectura te da más posibilidades de expresarte. Para mí la lectura siempre ha sido un placer. Hay muchísima información, e imperceptiblemente uno va ganando una vastedad de lenguaje, y aparte es una compañía formidable. Se puede vivir perfectamente sin leer un libro. Creo que más de las tres cuartas partes de la población mundial jamás ha leído un libro. Pero, entre una cosa y otra, prefiero leerlos".
Y así, como de la nada, el Negro volvió a los libros, cerrando esa enorme elipsis en la que el humor fue la autopista por la que transitaron juntos la Biblia y el calefón, en una noche que descubrió su último aplauso, quizás el más sentido, luego de que Fontanarrosa se disculpara, gentilmente, por no poder prestarse a la ceremonia de la firma de ejemplares.
Aunque nadie lo advirtió explícitamente, la charla abierta que Roberto Fontanarrosa ofreció en la reciente edición de la Feria del Libro de Rosario quizás haya sido una de sus últimas apariciones públicas. Sin embargo, buena parte de los que se situaron de cara al escenario central instalado en el Patio de la Madera probablemente hayan intuido algo de ello. Es que, afectado por una compleja enfermedad que altera su sistema nervioso y, por transición, su motricidad, el Negro ya no está para ciertos trotes, y eso salta a la vista. Así seguramente lo interpretaron los cronistas que se abalanzaron cuando el escritor ingresó al recinto en su sillón de ruedas. Y, según la mitología, el revolotear de los cuervos no suele ser síntoma de buenos augurios. Sin embargo, el Negro subiría a escena para brindarse lúcido, desprejuiciado, ácido y lo suficientemente hilarante como para desterrar toda posible aparición de morbo. Esta crónica es un resumen de lo ocurrido aquel lunes por la noche, en la que probablemente haya sido, sí, su última genialidad con público presente. Las otras genialidades, las que genera en soledad con su pluma, ojalá lo acompañen durante mucho tiempo más, permitiendo, además, que la vida de los que las contemplan sea un camino menos ríspido por el cual transitar. (E.P.C.)
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