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Hace poco menos de un año, mi gran amigo Jesús Della Mirándola me paró por la calle y me dijo con los cachetes radiantes:

–¡Tato, no sabés! Me caso.

Apenas repuesto de la sorpresa –no porque se pueda casar gracias al matrimonio igualitario sancionado en medio de un frío polar y de un infierno de calentura de la Iglesia Católica, sino por que nunca le conocí una pareja que le durara más de una semana–, lo felicité. Me enjugué un lagrimón y luego, discretamente, le pregunté, bueno, en fin, con quién se iba a casar.

Pero, Tato, me extraña, ¿cómo con quién me voy a casar? Con el encargado de mi edificio. Sí, el portero. Escúcheme bien: vivimos juntos desde hace toda una vida, él, tres pisos más abajo. Así que ya tenemos una convivencia acreditada que nos había servido para la Unión Civil. Desde ahora me voy a levantar bien tempranito, pero puedo dormir la siesta hasta las cinco de la tarde.

Nos abrazamos, le mandé saludos para el portero, y la cosa es que un mes después me llegó la invitación del casorio.

Fuimos al registro, la jueza hizo uno de esos discursos medio new age que dicen ahora y produjo un momento tenso cuando preguntó si alguien tenía algo para decir o si no que se calle al menos por media hora. Después vino la fiesta. Estaba el senador Miguel Pichetto bien engominado, el senador Rubén Giustiniani, la Rachid bailando con el Morgado y aunque ahora lo niegue estaba la Liliana Negre de Alonso tomándose unas copitas bien alegre. Así que terminamos manguereando la vereda a eso de las siete de la mañana, no porque el portero estuviera trabajando sino para barrer los restos de la fiesta.

Hace una semana me lo volví a encontrar por la calle y lo encontré medio cabizbajo.

–¿Qué tal, Jesús, cómo anda con el encargado?

–Ay, Tato, no me hable. Nos acabamos de separar.

–¡Pero si se habían casado recién! –le digo.

–Es que tardó tanto el casamiento que ahora estamos quemando etapas.

(Fragmento de un monólogo de Tato Bores sobre el matrimonio igualitario, un año después de su sanción.)