MEMORIA 2 DE ABRIL
La valentía como un atributo de la masculinidad bien puesta, la sodomización asociada a la cobardía de algunos y a la soberanía de otros son algunas de las metáforas que recorren los relatos sobre Malvinas. Maricones y mariconeadas a la hora de pensar la patria
› Por Alejandro Modarelli
Para pensar tu tiempo, hay que saber escuchar los comentarios del taxista que te conduce en su islote amarillo y negro, separado por un rato de todo continente. Boca sucia de donde parte una voz singular, que es a la vez opinión pública. Déspota y aventurero de la palabra, de él nacerá la frase que dispara tu indignación o tal vez la idea del próximo artículo. Así, te hará bajar de golpe, suciamente, de posibles bellas ensoñaciones –conducta contranatura, egocéntrica, en la hora pico urbana– de las cosas concretas que tan a menudo se te pasan por alto. El mundo material toma su verdadera forma desde ese país lejano en torno del volante, donde las opiniones hacen a la antropología y a la historia nacional. Del mismo modo que a Néstor Perlongher, de visita en Buenos Aires, se le ocurrió escribir en los ochenta El sexo de las locas, asombrado por la guasada de un chofer de taxi que aseguraba que “los oficiales de las Malvinas se los pasaron a todos los gurkas” (¿no era al revés?), hace unos días me esforcé en memorizar para esta nota la máxima de un colega suyo que, al pasar junto a Plaza de Mayo frente al Campamento TOAS de los veteranos de guerra, se quejó: “Al final, con esto de Malvinas, por una cosa o por la otra, los argentinos la tenemos siempre adentro”. Me mira por el espejo retrovisor, haciendo un gesto malhumorado con la cabeza hacia la histórica plaza, vuelta en esos metros un espacio abyecto. En esa toldería de urgencia los veteranos, eternizados en la protesta, hacen circular el mate y el periódico El Malvinense, renuevan consignas y reclamos de reconocimiento sobre telas que el viento vive agujereando. Algún funcionario debió tomar nota de la violencia de la fisiología contra el olfato humano y prestó entonces un baño químico donde descargar la bronca de los intestinos, y quién dice no una buena paja.
Campamento TOAS: alegoría diminuta de las frustraciones nacionales, representada para el taxista en la figura de una sodomización. Aquellas nuestras hermanitas insulares perdidas son desde junio de 1982 nuestro recto definitivamente colonizado por un afuera largo, grueso, perenne, monstruoso, imperial. Ese recto bajo ocupación –recto TOAS– ha terminado por constituir en los argentinos, desde la época de las maestras, un espíritu de cuerpo (usurpado). Recuperar las Malvinas es levantar campamento, y así levantarse por fin los pantalones, para no ser declarado ADF. ¿Se acuerdan de ese mito chistoso de la época de la colimba, que pregonaba que en la revisión médica se identificaba a los homosexuales escribiendo en su documento con rojo la sigla ADF? Especie de identikit de maricones, ADF: Ano Dilatado por Fricción. “Los argentinos la tenemos adentro.” Oprobio, y para siempre, en una nación masculinista.
Nos rompieron
la soberanía
Después de la recuperación trimestral de Malvinas, el almirante Anaya sostenía que los ingleses no buscarían la guerra, sino sólo un llamamiento en Naciones Unidas, porque “eran maricones” y preferían seguir vendiendo armas antes que usarlas. Para los soldados argentinos los ingleses son putos, ya se sabe. Pasivos a veces, activos otras, según transcurre la historia. Pero putos, siempre. Un día producen un Elton John, flor de manflor, otro día traen hasta el Atlántico Sur a ese regimiento mítico oriental, los gurkas, los “penetrators”. A poco de terminar la guerra de 1982, Gabriel García Márquez denunciaba en el diario colombiano El Tiempo que esos disciplinados salvajes, aficionados a los filos, habían violado a innumerables soldados argentinos casi adolescentes, que por eso devinieron ADF, antes de pasarlos a degüello. En una entrevista en la revista El Porteño, de 1983, Pablo Macharowsky, ex combatiente y luego corresponsal de guerra, recuerda que “un compañero mío me habló de los gurkas, llevaban una perla en la oreja izquierda o la derecha, y la ubicación representaba al homosexual pasivo o activo”. Algo de eso también es materia de conversación entre unos conscriptos atrincherados, en Los pichiciegos, de Fogwill.
Claro que los gurkas –sobre todo los activos– no son ingleses sino nepalíes, razonaban nuestros oficiales, que decían haber encontrado entre las pertenencias de prisioneros “realmente ingleses” ciertos artefactos que seguro estaban destinados a prácticas sexuales, y ya uno se imagina dónde se los metían. En el periódico El Malvinense, cuyo faro ideológico es el fallecido coronel Seineldín, denunciaron hace unas semanas que las virginales islas son ahora custodiadas por militares británicos drogadictos que hacen fiestas en la base vestidos de mujer –hay fotos– y, a tono con aquella bravuconada de guerra (“¡Que venga el principito!”) reproducen una imagen del príncipe Harry con las uñas pintadas de rosa, en un boliche londinense: “Miren al príncipe rosa”. Y Jorge Lanata, el imposible Michael Moore de las pampas, refiere en 2007 que un joven kelper le aseguró que en la base militar británica de Puerto Argentino muchos se consuelan entre varones.
Las prácticas sexuales de los soldados argentinos en 1982 son materia de versiones y vindicaciones. “En Malvinas había soldados que intercambiaban favores sexuales con suboficiales a cambio de comida”, cuenta Macharowsky a unos alumnos de TEA, y el capitán de navío Juan Carlos Ianuzzo le responde a la semana siguiente y en la misma aula que, al “hablar de estas cosas, lo único que hace es degradar al combatiente”. La guerra, si debe ser celebrada como un artefacto mitológico, no necesita de cronistas de lo abyecto.
Lo cierto –está acreditado en su libro Iluminados por el fuego– es que el más conocido de los ex combatientes, el periodista Edgardo Esteban, compartió el batallón con el cabo Dumas, una loca insaciable encargada del rancho que, mientras esperaban a los ingleses, intercambiaba provisiones por noches de sexo. Lo que a Esteban lo indigna es que sus compañeros considerasen normal ese comercio. Las acrobacias homosexuales en las clases bajas, habrá pensado, son antes que nada efectos de la falta de educación. Pero, al modo de la mujer araña, cuenta en seguida el cronista, Dumas se jugó la vida cuando estallaron las bombas, trasladando municiones por áreas peligrosas, mientras que a muchos de sus machitos “no se les vio la cara”. “Daba la impresión de que (Dumas) se hubiera transformado.”
Islas Malvinas, territorio fantasmático donde una loca sale transformada en un verdadero argentino, y donde a los machitos originarios no se les ve la cara. Hermanitas secuestradas, traducción en registro geográfico de la subjetividad argentina: la escena originaria del robo se pierde en un tiempo antes del tiempo. Goce robado por un Otro inconmensurable en su capacidad de daño, porque en este asunto la tenemos adentro y a los pasivos –ya nos decían de chicos– no se les para. Campo de batalla de ficciones fundantes, habrá que preguntarse en qué momento de nuestra historia las Malvinas reales comenzaron a ser las Malvinas ideales. Se supone que esa herida compartida, ese tatoo lastimoso sobre el cuerpo argentino con la sigla ADF, es uno de los pocos si no el único motivo de cohesión nacional. Sin embargo, a veces me parece que sería preferible que se dinamitaran esas islas crepusculares, fatigado testimonio de una humillación.
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