La editorial autocalificada “más puto de la Argentina” presenta una colección de textos eróticos en formato e-book. En Como se saludan los surfers y El hombre de acero, Facundo Soto les canta las glories a todos los holes que ha visto o ha querido ver.
› Por Eduardo Muslip
Leer a Facundo R. Soto es andar por el más material y cotidiano de los paisajes, y a la vez por un territorio encantado. Como se saludan los surfers –y el más breve y de acceso gratuito, El hombre de acero– son e–books de De Parado, “la editorial más puto de la Argentina”, como se afirma en la página de créditos. La editorial presenta textos bien articulados por su género; la unidad está reforzada por las ilustraciones de Martín Villagarcía. Los textos de Soto habitan el territorio encantado de la escena porno gay: los personajes tienen disfraces diversos de los que se desprenden para el disfrute de los cuerpos y de los fetiches que intervienen en el encuentro sexual: pijas –en un variado, pero siempre primerísimo lugar– músculos, camisetas de Boca, pieles oscuras, zapatillas “onda tractor” y una colección amplia de indicios de afirmación de masculinidad que se presentan siempre con cierto humor.
Hay distintos modos de atravesar los umbrales que dan paso a esos territorios encantados: la llave, o contraseña, la dan los sitios de encuentros gay, las puertas de la zona de las duchas de un gimnasio, el sonido de un celular. El pasaje puede darse en cualquier momento, y sin aviso previo: el narrador entra a su casa y encuentra al pibe chorro sentado en un sillón del living, una aparición mágica que no se materializa envuelta en olores de azufre sino de mandarina, y que no pide el alma sino plata y ropa; el miedo se entremezcla con la excitación que, como uno espera y desea, termina por envolver a los dos. El encantamiento es naturalmente breve, pero también naturalmente crea una escena “eterna mientras dura”: el paso del tiempo se suspende en la intensidad del encuentro. Los finales suelen, sin embargo, aportar sorpresas que crean un segundo relato, que se impone sobre el básico que abarcaría los rituales de cortejo y de consumación sexual.
Las experiencias de los personajes con los que el narrador se identifica lo empujan, a menudo, a un recorrido por espacios y cuerpos que van más allá de las fronteras de clase, medio laboral, educación, raza. Pero no es el adulto movido por la exotización-erotización del “otro” (el pobre, el marginal, el negro, etc.) sino más bien el chico que se aventura por el propio barrio y disfruta de lo que no permite el espacio familiar: el descubrimiento del cuerpo propio y de los otros, los juegos de siempre o los que aporta la tecnología, los objetos diversos en los que se puede distraer o concentrar. Una serie que no responde a jerarquías predefinidas: brillan o huelen tanto las pijas como las hojas de marihuana, o los limones de un árbol, o las Nike con tiritas plateadas, o las medialunas con queso.
Como corresponde a la narrativa porno, la iniciación sexual no lleva a la pérdida de la inocencia: el encuentro con el otro tiene siempre algo de primera vez, lo que se manifiesta en los textos que se leen y escriben en las redes sociales. Cada nuevo candidato parece surgir sin historia y dispuesto a entregarlo todo, cada perfil con el que se hace contacto abre la promesa de un relato siempre nuevo. Los textos retoman tópicos y procedimientos tan antiguos como los de Las mil y una noches o el Decamerón: a los otros personajes se los deja entrar generosamente, dándoles la misma jerarquía que a la voz propia y desplegando relatos nunca interrumpidos por el narrador en los que lo erótico, por supuesto, siempre ocupará el lugar central. Siempre está asegurado el acceso a una galería de pijas, literalizada en la pared del glory hole que visita ansiosamente uno de sus personajes.
El lenguaje de estos cuentos brilla como si cada palabra estrenara su significado; la prosa de Soto tiene, para jugar con el título de su primer libro, “olor a pasto recién cortado”. Las palabras brillan como los objetos, los azulejos del vestuario, el trago verde que pasea el chico de la disco. Soto consigue también que sus metáforas permanezcan en el mismo registro y con las mismas referencias del lenguaje cotidiano: la música llega al dark-room como si se tratara de sonidos industriales envueltos en una bolsa de nylon, una de las pijas se mueve como el tiki-taka, el limonero está lleno de frutos amarillos que se lucen como bolas de Navidad. La percepción se agudiza como estimulada por la marihuana que crece en el fondo de la casa del narrador, a la que éste le habla con la misma seriedad que al gato Kitty o a sus amigos. Tiene tanta importancia el jadeo detrás de la cortina de la ducha como el sonido de la música que ambienta las distintas escenas (elegida más por la sensibilidad del narrador que por cumplir con los iconos musicales del mundo gay), o como la señal de que entró un mensaje al celular o el chiflido del agua de una pava. Esa percepción “abierta” tiene su correspondencia con un lenguaje que nunca se cierra sobre sí, sino que crea una ilusión de transparencia con el mundo. Y cuando el lenguaje de los personajes se cristaliza en lugares comunes, las tramas de Soto se encargan de señalar el momento en que los acontecimientos imponen su lógica sobre la de ese lenguaje: las frases convencionalmente románticas o las maneras repetidas de autodescribirse en los perfiles de sitios gay se disuelven en finales frustrantes para el que se las cree.
Los relatos de Facundo incorporan con naturalidad las imágenes y sonidos que aportan los distintos dispositivos técnicos que utiliza su mundo de personajes. Están las pantallitas a las que llegan o de las que parten mensajes de texto. Están esos espacios en los que puede también aparecer el texto de estos e-books, desde cualquiera de los dispositivos con los que estos personajes están familiarizados, el lector puede ingresar al sitio de la editorial (www.deparado.tumblr.com) y empezar así el recorrido que llevan a éste y los otros libros de la colección.
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