Vie 02.08.2013
soy

El vengador del futuro

La homosexualidad no como práctica, no como reivindicación identitaria sino como poética. Muchas de las películas del gran provocador independiente Werner Schroeter (1945-2010), tanto como la autobiografía que acaba de editar Mar Dulce, pueden leerse buscando esa clave. Su proyecto que incluyó films, performances, romances y duelos, una pasión estética por la Callas, entre otras divas, documentales y algunas escenas difíciles de clasificar apuntaban más al futuro que a la historia del cine. La retrospectiva que comienza este 17 de agosto en Buenos Aires parece ser una señal de que ese futuro está llegando.

› Por Diego Trerotola

Sombrero negro ala ancha, traje de cuero al tono lúgubre (el mismo o parecido al que usó el día en que murió María Callas, su “madre espiritual”), ojos azules no haciendo juego, melena larga, lacia y suelta, bigote y barbilla, Werner Schroeter fue un D’Artagnan dark de pies a cabeza, que no empuñó espada pero abrazaba una rosa con las espinas bien afiladas, como para provocar que la sangre brotara en la primera de cambio, como en aquella escena de El rey de las rosas (1986), donde al atravesar un campo de flores un amante trágico sangra pétalos con la libertad que da no tenerle ningún miedo a la cursilería. Esa misma libertad que convirtió a Schroeter en el mosquetero menos célebre del cine moderno alemán, aunque fue tan protagonista como cualquiera de sus colegas. Tal vez la condena que tenía era la misma que él mismo usaba para definir a la Callas: ser un personaje “de la edad romántica trasladado por error al siglo equivocado”. Pero su caso tal vez haya sido más complejo, porque si el look de las últimas décadas de Schroeter, cuando dejó de tener impronta rockera, parecía el de un aventurero afrancesado de una saga literaria dieciochesca, sus películas no tenían anclaje en el pasado sino que, en cambio, apuntaban a un futuro incierto, de una teatralidad sin mutis por el foro que lograba remixar las posibilidades expresivas del cine hasta el desgarro, hasta convertir cada plano visual y sonoro en algo donde estética, exceso y nervio eran microcomponentes que estallaban en una revolución lubricada de la lágrima de ADN ambiguo que amalgama indescifrable el éxtasis, la risa y la tristeza, en ese o en cualquier desorden pasional. Pasión, la palabra que mejor define el cine de Schroeter, según señaló Foucault en un diálogo publicado en este mismo suplemento hace algunos años, cuando despedíamos al cineasta: “La pasión llega así como así. Es un estado siempre móvil, pero que no tiene dirección. Hay momentos fuertes y momentos débiles, momentos que alcanzan la incandescencia. Flota. Balancea. Es una suerte de instante inestable que se prolonga por motivos oscuros, tal vez por inercia. Busca mantenerse y desaparecer. La pasión se atribuye todas las condiciones para continuar, y a la vez se destruye ella misma. En la pasión, uno no está ciego. Son situaciones en las que uno simplemente no es uno mismo. Ya no tiene sentido ser uno mismo. Las cosas se ven distintas”. Movilidad, dejar de ser lo mismo, mirar diferente: todo eso es la obra espinosa de Schroeter, nada más excesivo y nunca menos.

Lux de juventud

“Una fuerza expresiva no puede surgir sino de las heridas, las ofensas, la pasión más profunda, y del necesario compromiso con uno mismo y con el mundo que éstas conllevan. María Callas se encargó de aclarar su voz de mezzosoprano como quien saca polvo de estrellas de un montón de cenizas, logró refinarla hasta alcanzar esas notas que excedían el pentagrama y que a los diecisiete años me conmovían hasta hacerme moquear sangre”, así comienza la biografía de Schroeter, nacido en la Alemania de la posguerra, herida a mitad del siglo XX. Y sus hemorragias sentimentales por Callas también eran un poco la consecuencia de que, el primer metejón de su vida, un joven de 16 años llamado Siegfried que conoció cuando él tenía 14, se ahorcara durante los primeros ‘60. Y esa tragedia fue todavía más desoladora porque Siegfried era una isla romántica en esa época, porque el Schroeter adolescente tuvo el drama de todo gay de pueblo, donde “la comunicación con la gente no existía. No era aceptado y no podía volverme aceptable”, como declaró en la entrevista en su biografía documental póstuma Mondo Lux (2011). Aquella temprana muerte pasional fue reescrita en Deux (2002), una de las últimas películas de Schroeter, con Isabelle Huppert con look aniñado como su alter ego. La fórmula de Schroeter para enfrentar al mundo no fue “hacerse aceptable” sino dejar latir su excentricismo rebelde. Por eso dejó de estudiar medicina en la Universidad de Mannheim cuando se fue de una clase diciéndole a un profesor “Chupame el culo” y cuando sus padres lo anotaron contra su voluntad en la Escuela de Cine de Munich: “Yo no quería ir, hice todo lo posible para no ser aceptado, pero me admitieron. En el examen de ingreso debía escribir una crítica de Rocco y sus hermanos de Luchino Visconti. El texto de varias páginas que escribí se dedicaba a repetir que Visconti estaba caliente con Alain Delon, pero igual me tomaron”. El cine adoptó a Schroeter y fue uno de los protagonistas, a fines de los ’60, de la renovación del cine alemán y uno de los mosqueteros queer junto a R. W. Fassbinder, quien lo admiraba, y a Rosa von Praunheim, su amante-maestro. Porque si hay un momento iniciático para el futuro cineasta, no fue tanto la Escuela de Munich sino el festival de cine experimental de Knokke-le-Zoute, donde enamoró a Holger Mischwitzky, cineasta berlinés que ya firmaba sus películas como Rosa von Praunheim. “Antes de él yo había tenido experiencias similares al amor, pero sentí amor de manera cabal recién con Holger.” No fue una relación de muchos años, pero la pasión cruzó la vida para volcarse en el arte y después seguir como una amistad hasta los últimos días. El nacimiento del cine de Schroeter en su relación con Von Praunheim se puede definir parafraseando una cita de Shakespeare sobre la música: “El alma del cine debe ser el lenguaje de los amantes”.

“Mis fotografías y mis películas revelan algo extremo: la increíble dependencia que tengo con otras personas... El arte es creado accidentalmente mientras buscás el amor, el entendimiento y la comunicación plena con las otras personas”, dice un Schroeter en Mondo Lux y confirma que lo suyo, como también sucedió con Fassbinder, fue un arte posible gracias a las familias creativas. Rosa von Praunheim fue el primero de una larga lista de sus pasiones que se mezclaron con su obra. De las cuatro únicas películas que filmó María Callas, tres fueron cortos que dirigió Schroeter a fines de los ’60 y la cuarta Medea de Pasolini, lo que se dice una carrera cinematográfica absolutamente queer. A esa primera familia creativa a partir de la magnética voz y presencia de la mezzosoprano, que también fascinó a la troupe de Andy Warhol, el cineasta alemán la reemplazó por una pareja con su “musa, compañera, amiga” Magdalena Montezuma, actriz fetiche de fotogenia instantáneamente camp, de belleza severa y hiperexpresiva (“¡Esa melancolía y esos ojos demenciales!”), que va a atravesar la edad de oro de la obra de Schroeter de Eika Katappa (1969) hasta El rey de las rosas (1986). Entre esos años se redimensiona el estilo operístico, de barroquismo mutante que iba del realismo y los escenarios naturales hasta los espacios abstractos y artificiosos, cubriendo un rango que hacía de sus viñetas de amores lastimosos un calidoscopio que giraba sin centro, sin órbita fija. Wim Wenders, compañero de estudios en Munich y amigo de Schroeter, explica que cuando vio Eika Katappa le parecía que estaba entre “Nosferatu y El jorobado de Notre Dame, pero también Rebelde sin causa y Hit Parade y Pasolini o Sin aliento de Godard”. No era fácil encontrar un referente para definir el estilo de Schroeter, que siempre fue un cine de identidad proteica, además de que él siempre insistió en que lo suyo no era la cinefilia, que no se inspiraba en otras películas. “Cada vez que me calificaban de melodramático yo respondía que para mí el melodrama era, ante todo, la representación de una opereta y que la ópera de mis emociones provenía de la vida misma, incluso de ese revoltijo de basura que son las noticias de los periódicos. Nunca me inspiré en Imitación de la vida de Douglas Sirk, sino más bien en El Cristo prohibido, única película del escritor Curzio Malaparte, arte supremo y kitsch grandioso, surrealista”, aclara en su autobiografía recién editada, escrita a dos voces junto a Claudia Lenssen, donde la filosofía de vida se mezcla con el relato, donde la crónica de rodaje se cruza con el diario de viajes, género este último al que podrían casi pertenecer algunas de sus películas, porque fue un cineasta trashumante, en este sentido muy cercano a Werner Herzog, que lo llevó a filmar en distintos países, continentes, devorando en su cine experiencias lejanas. Fue queer no sólo por el homoerotismo y por la estética Diva que exacerbó en muchas de sus películas, sino porque buscó siempre ser otro, esa pulsión pasional que lo llevó a la aventura de filmar en otras culturas, en otras lenguas. Cineasta poliglota con ojo de ruta para transitar ese accidente llamado belleza, sin dejar de vivir cada experiencia como única, sin buscar la comodidad de lo convencional ni la manera de estabilizar sus ideas radicales. Su pensamiento libertario de los últimos años, en estas épocas de asimilacionismo del movimiento lgtbiq, resulta casi retro: “Cuando el artista es consecuente con su marginalidad, provoca dolorosamente a la sociedad sosteniéndole el espejo de su negatividad delante de la cara. Esa era nuestra posición. La homosexualidad me interesaba y me interesa como proyecto de vida artística en tanto se rebele contra la normalidad social, contra el consumismo y el materialismo. Ser homosexual, ser artista, estar contra el sistema y, en consecuencia, estar en contra de la heterosexualidad impuesta, es algo que tiene sustancia poética y no se somete a las exigencias represivas de la sociedad”. Es posible que para la obra de Schroeter se deba aplicar lo que él mismo dice de la persona que fue su germinal fuente de inspiración: “Las cualidades del instrumento vocal de María Callas sólo se pueden juzgar según un concepto de estética anárquico, es decir, que suponga que la belleza surge de la verdad y no al revés”.

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