Viernes, 27 de septiembre de 2013 | Hoy
ADELANTO DEL LIBRO FULANA. UNA HISTORIA LESBIANA Y BISEXUAL POR MARíA LAURA FLORES (BUENOS AIRES CIUDAD)
Nombrarse lesbiana en la Argentina de la década del ’90 era un boleto casi seguro a la exclusión. Es en esa década que empiezan a aparecer refugios donde la palabra “encuentro” es contraseña para aglutinarse, besarse, salvarse, articularse con otras militancias. El 18 de septiembre de 1998, La Fulana, centro comunitario feminista para mujeres que aman a mujeres, se inauguró formalmente en el barrio de Balvanera. Ahora festeja sus 15 años con un libro que hace memoria y saca las bombachas al sol.
En 1991, un grupo llamado Las Lunas y las Otras comienza a funcionar en el barrio de Boedo, convirtiéndose en uno de los primeros espacios exclusivamente para lesbianas en la Argentina; allí se daban charlas y se organizaban talleres y actividades artísticas. Las Lunas y las Otras se definían como “lesbianas feministas separatistas” y, por ende, no articulaban con varones.
Para la misma época surge Convocatoria Lesbiana, un grupo que se forma a instancias de Ilse Fuskova y su aparición en el programa Almorzando con Mirtha Legrand, donde se sentó a la mesa junto a Rafael Freda (en ese entonces perteneciente a la CHA) y dos sexólogos. El programa tuvo 36 puntos de rating, y las cartas y llamados le empezaron a llover a Fuskova; es a partir de aquí que se conforma Convocatoria Lesbiana, reuniéndose cada quince días y organizando diversos talleres.
Cuatro años más tarde, en 1995 aparece en escena el grupo Lesbianas a la Vista, cuyo eje central, como su nombre lo indicaba, era la visibilidad. Para ese entonces, los grupos de varones gay habían conquistado algunos espacios y tenían algunos referentes bien declarados, como Néstor Perlongher, Carlos Jáuregui, César Cigliutti o Rafael Freda, pero las lesbianas continuábamos encerradas en un closet que de a poco empezaba a romperse. Lesbianas a la Vista era un grupo de militancia que se manifestaba públicamente: acciones callejeras como graffitear y volantear, además de los talleres de reflexión, eran las actividades principales del grupo para lograr esa visibilidad por la que aún hoy seguimos luchando.
Ya asumida como lesbiana y estando en Estados Unidos, María Rachid decide buscar organizaciones en la Argentina que trabajen la diversidad sexual. Se pone en contacto entonces con Lesbianas a la Vista y con Madres Lesbianas Feministas Autónomas, que por ese entonces articulaba con Las Lunas (con este nombre se las empezó a conocer). Aunque hoy en día muchas de aquellas mujeres que participaban en Lesbianas a la Vista se consideran feministas, en aquel entonces la realidad era otra; por un lado se hacía muy difícil que articularan con espacios autodenominados feministas, como por ejemplo Las Lunas y las Otras, y por el otro, este último grupo carecía de la visibilidad que muchas lesbianas comenzaban a demandar para sí mismas.
En vista de estas necesidades, muchas mujeres jóvenes, sobre todo de Lesbianas a la Vista, decidieron abrirse para crear su propio espacio.
Este grupo de mujeres, integrado por María Rachid, Verónica García, Pilar Arrese, Verónica Fulco y muchas otras, cuyas edades no superaban los 25 años, lo que buscaban era reivindicar la posibilidad subversiva en el sentido de cambio, de modificar y dar vuelta la sociedad y la cultura. El nombre elegido para la nueva organización fue Amenaza Lésbica, porque de alguna manera sospechaban, lúcidamente, que el lesbianismo era una amenaza para el orden y la cultura establecidos.
En uno de sus primeros panfletos proclamaban: “Más allá de la teoría y los debates, la ACCION”. Si se producía una manifestación de docentes o jubilad@s, allí estaban ellas con carteles que señalaban “docentes lesbianas” o “jubiladas lesbianas”, demostrando a la sociedad que las lesbianas estábamos presentes en la vida cotidiana y que éramos parte de esos movimientos. La visibilidad era el objetivo más claro del grupo, pero también lo era el poder articular con otros movimientos y organizaciones, independientemente de las diferencias políticas que existían o que pudieran surgir.
La diferencia generacional, en muchos casos, era notable. Las mujeres de Amenaza Lésbica habían crecido en un país que veía nacer la democracia, y muchas lesbianas de Las Lunas y las Otras lo habían hecho en plena dictadura militar, y además muchas de ellas tenían familia que aún no sabía de su identidad sexual y que no eran visibles como lesbianas. El miedo a dar teléfonos y direcciones era entendible, y en aquella asamblea decidieron que no querían exponerse. Las chicas de Amenaza Lésbica se sintieron dolidas y enojadas, y no tuvieron otra opción que la de comenzar a buscar otro lugar para poder seguir funcionando. Hoy, María Rachid reflexiona que, “viéndolo en perspectiva y a través del tiempo, no había nadie que tuviera razón en esa discusión, solamente había una generación que tenía miedo porque habían vivido en una época donde dar una dirección podía significar la muerte, entonces el temor era entendible”.
Comenzaron a reunirse con algunas mujeres que también se habían ido de Lesbianas a la Vista en el imborrable bar Tasmania, ubicado en el Pasaje Dellepiane, y juntas comenzaron a creer que la visibilidad de las lesbianas también pasaba por la injerencia que tuvieran en los medios y en la cultura. Así decidieron crear un fondo editorial que se llamaría Musas de Papel, que abarcaba dos proyectos: por un lado, la creación de una revista destinada a lesbianas y mujeres bisexuales, y por otro, la edición de un libro que fuera una compilación de cuentos, poesías y ensayos de mujeres lesbianas de América latina, que fuera accesible y que estuviera en todos los quioscos de revistas del país.
Una noche, a fines del ’97, se juntaron las chicas de Amenaza Lésbica, Musas de Papel y otras mujeres feministas que querían participar, y decidieron pensar un nombre para aquel centro comunitario que comenzaba a gestarse a fuerza de ganas y esperanzas. La Fulana era un nombre que sentaba bien, tan general como indeterminadamente susceptible.
Los famosos “grupos de encuentro” de La Fulana, a pesar de parecer exentos de compromisos, tienen en su matriz una concepción militante, aunque muchas de sus participantes no den cuenta de ello.
“Trabajamos con mujeres que vienen sin nada a nivel activismo, sin ningún tipo de esquemas, entonces podés ir de a poco desarmando estructuras que traen que son aprendidas de un sistema que nos oprime todo el tiempo, y empiezan a comprender un montón de cosas.” Funcionaban como un bálsamo en medio de una sociedad que veía la homosexualidad y el lesbianismo como una desviación o enfermedad. En 1994, el entonces arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, monseñor Antonio Quarracino, expuso en un segmento de su programa de televisión por ATC: “Yo pensé si no se puede hacer acá una zona grande para que todos los gays y lesbianas vivan allí; que tengan sus leyes, su periodismo, su televisión y hasta su Constitución; que vivan como una especie de país aparte, con mucha libertad. Podrán hacer manifestaciones día por medio, podrán escribir y publicar. Yo sé que me van a acusar de propiciar la segregación. Bueno, pero sería una discriminación a favor de la libertad, con toda caridad, con mucha delicadeza y misericordia. También tengo que añadir que así se limpiaría una mancha innoble del resto de la sociedad” (citado por el diputado Agustín Rossi en su discurso durante el debate sobre el matrimonio de personas del mismo sexo, el 4 de mayo de 2010. Página web de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación).
Cuatro años más tarde, el ministro de Justicia, Raúl Granillo Ocampo, dijo que “votaría en contra de la designación de un gay como magistrado de la Nación porque no representan los valores medios de la comunidad” (“Un ministro fuera de la ley”, Mariana Carbajal. Páginal12, 5 de mayo de 1998). Ante el repudio de organizaciones lgbt y el Inadi, Granillo Ocampo pidió disculpas y quiso aclarar lo dicho, señalando que “no hay incompatibilidad para ejercer cualquier responsabilidad”, siempre y cuando la orientación sexual de quien aspire a ser juez “sea absolutamente de la vida privada”. No aclares que oscurece, se diría en cualquier pueblo, pero valgan estas referencias para mostrar el contexto que la década del ’90 ofrecía al colectivo de lesbianas, gays, bisexuales y trans.
Pero en aquel espacio íntimo, que son los grupos de encuentro, germinaron cientos de historias de amor, de desamor, de encuentros furtivos, ocasionales, eternos; de desencuentros marcados por la distancia o el desgano; de amistades que duraron una vida y otras que duraron una noche. Mujeres que se convirtieron en hermanas, en amantes, en novias, en compañeras de emociones y en compañeras de vida. Lesbianas que dijeron ser bisexuales y bisexuales que se identificaron como lesbianas. Durante estos quince años fueron miles las mujeres que pasaron por los grupos, muchas se quedaron para siempre, tantas otras se fueron y luego de años regresaron, y otras, después de participar mucho tiempo, ya no volvieron.
“En LaFu escuché historias de vida, algunas lindas, la mayoría no, pero que me abrieron la cabeza y me dieron la fuerza para mantenerme erguida y con la cabeza bien alta ante tanta persona ignorante que anda dando vueltas. En LaFu fue mi primer beso con una mujer, mi primera vez, mi primer enamoramiento, mi primer dolor. En LaFu conocí a Adriana, la mujer que hizo mis días felices, que me enseñó a confiar en mí y a quererme más, que modificó mi vida para bien, de quien estoy enamorada hace 5 años y medio, y a quien amo cada día más” (Cynthia).
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