Viernes, 27 de junio de 2014 | Hoy
La cita es en una oficina del último piso del Palacio Errázuriz, la espléndida sede del Museo de Arte Decorativo. Allí me cita Horace Lannes. Tiene algo más de ochenta años y el porte, la elegancia, la belleza y unos hipnóticos ojos azules que provocarían la envidia de aquellos galanes del cine nacional a quienes él mismo vistió. “Buenas tardes. ¿Me vas a hacer las mismas preguntas que me hacen todos los periodistas? ¿Viste por lo menos la muestra?”, me espeta apenas cruzo la puerta. Le respondo que vi la exhibición y que lo felicito. Horace Lannes. Elegancia y glamour en el cine argentino está auspiciada por el Ministerio de Cultura de la Nación y por el Incaa, y está compuesta por 85 vestidos originales, la mayoría de los cuales fueron usados por nuestras divas (Horace me dice que detesta esa palabra que para él está relacionado con las cantantes líricas y de ópera, por ejemplo, María Callas, pero que reserva también para Greta Garbo en la película Gran Hotel), 75 figurines y una selección de fotografías que reconstruyen la relación entre el diseñador y sus modelos en un arco que va desde 1953 con el vestido negro que diseñó para Zully Moreno en La mujer de las camelias hasta los que lució la Coca Sarli para La dama regresa (1996) de Jorge Polaco o el vestuario completo de Ay Juancito (2004).
Las galas negro brillante de Zully como Marguerite Gauthier, los vestidos lucidos de Susana Campos como la Rubia Mireya en Los muchachos de antes no usaban gomina, el espléndido vestido celeste de Mirtha Legrand en Sábado a la noche, cine, el rosa festivo de Libertad Lamarque en La sonrisa de mamá, el severo atuendo de Tita Merello como la Madre María, los brillos de nueva rica de Molly Brown interpretada por Susana Giménez, parecen haber encontrado la atmósfera ideal en estos ocho salones aristocráticos y fantasmales del Museo de Arte. Horace Lannes parece haberlos vestido a todos y a todas. “Bueno. Por lo menos estás informado. ¿Miraste en Internet todos mis datos, lo que había que saber sobre mí? Porque ahora los jóvenes lo miran todo en la computadora.”
Cuando empiezo a temer por la viabilidad de esta nota aparece Hugo Pontoriero, responsable, junto con Lannes, del equipo que realizó el trabajo de curaduría y del que se nota el laborioso trabajo de preproducción, y sin dudas viene a mi rescate: “Adrián Melo es mi amigo.Tratalo bien. El sabe de cine argentino”, le dice a Horace. Y a mí: “Mirá que es muy malo”.
A lo largo de una charla que va a durar más de hora y media voy a descubrir que Horace no es malo, ni siquiera irónico o cínico, sino quizás algo tímido, con un escudo que va a ir bajando la guardia. Es sin duda un hombre profundamente nostálgico respecto de otros momentos del cine argentino y testimonio vivo de otras épocas del siglo XX, de épocas más pudorosas y también en otro sentido más respetuosas, de otras formas de concebir el cine y a las estrellas y de otras formas de amar y de vivir y de sentir las sexualidades.
“Yo evoqué a la Tita Merello de la película Tango –comienza a hablar sin que yo aún lo haya interrogado–, entonces hay gente que cree que hice el vestuario de Tango –¡que es del año ’33!– cuando yo tenía dos años. En realidad empecé con La mujer de las camelias (Eduardo Arancibia), versión argentina de la novela de Alexandre Dumas. Se estrenó en el cine Gran Rex el 5 de febrero de 1953 y estuvo muchas semanas en cartelera. Ahora en esos cines como el Opera o el Gran Rex van números musicales o internacionales. O debutan, no sé, Chiquititas. Ahora es otra cosa, imagínese Ud. que Tita Merello estrenó creo que Mercado de Abasto y a la vez Arrabalera, una en el Gran Rex y la otra enfrente, en el Opera, a la vez. En el cine Normandie al que fui el otro día, y me dio una enorme tristeza, estrenó Lolita Torres La edad del amor, quince semanas con platea, pulman súper pullman, todo lleno. La gente iba mucho al cine, se vestía de gala para la ocasión, era otro ritual. Hoy, donde era el Normandie venden sungas, calzones, corpiños.”
–Mi amor por el cine me viene por familia. Mi madre, muy bonita y muy elegante, amaba el cine. Mi padre también. Y a mí me hablaban de figuras; desde chico yo oía hablar de Gloria Swanson, de Norma Scherer, de Greta Garbo. Mi familia iba al cine todos los domingos. Vivíamos en Flores y había muchos cines, entre ellos El Fénix. Y después comencé a ir solo, desde los siete años. Hacía los deberes rápido y me iba a ver las películas. Sobre todo esas de época, con esa fantasía que habrá visto en la muestra: Cleopatra con Claude Colbert me fascinó, las películas de Ginger Rogers y Fred Astaire. Mi madre tenía un álbum de fotos de las estrellas de cine. ¡Rodolfo Valentino! “Pero vos sos de otra edad, de otra época, no podés conocer a las figuras del cine mudo”, suelen decirme. Pero antes existían los cineclubs, había muchos. Hoy quedan pocos. Creo que sólo Núcleo.
–Está muy bien que digas “diseñador de vestuario de películas”. Porque la gente se equivoca. Una cosa es ser modisto o diseñador de moda. Y otra cosa es ser diseñador especializado en cine y teatro. Porque son otras técnicas. Tenés que leer el argumento, leer el personaje, quién va a ser su antagonista para también representar en el vestuario ese antagonismo. Y además tenés que diseñar de acuerdo a quién interpreta el papel. Quién es la actriz y el actor. También hay que tener en cuenta, por supuesto, si las escenas transcurren de día o de noche, la locación donde se filma, de qué color es el sillón, la pintura del lugar, si no se empasta.
–Me conmueve particularmente Lolita Torres porque hay un número de la película Más pobre que una laucha que se filmó en 1954 en el salón de baile de este museo. Es el fragmento que pasamos en el documental del subsuelo. Allí ella canta inusualmente en francés, cuando la gente siempre la relaciona con la cosa española y usa un vestido azul marino con cuello blanco, que a la gente le gusta mucho. Me conmueve también porque asocio: la vi a Lolita en sus últimos días con esa enfermedad espantosa, artritis rematoidea.
–Nunca se cuenta que Lolita Torres era adorada en Rusia. Me cuenta Inda Ledesma, gran actriz, comunista declarada, que fue invitada a Rusia y cuando llegó al aeropuerto de Moscú sonaba “Sierra andaluz...”. Fue tan famosa Lolita que los taxistas llevaban la foto de ella, así como en Puerto Rico llevaban las de Libertad.
Entre tanto preludio había olvidado recordarle a mi entrevistado que vengo específicamente del suplemento Soy y explicarle de qué se trata y que por ello hay preguntas obligadas. Parece tensarse, cómo preguntándose qué le voy a preguntar. “¿Un suplemento para gays, lesbianas y travestis?”, me dice. Tendría que haber traído un ejemplar para mostrarle. Vuelve el escudo, pienso, a la defensiva. El universo de la muestra es homosexual o pertenece a una subcultura gay, lo quiera Horacio o no. Ya Manuel Puig ha capitalizado esas estrellas femeninas en un gesto en el que muchos nos reconocemos. No es cuestión de venir aquí y forzar las cosas para hablar de lo que hasta hace poco en el espectáculo se llamaba “vida privada”, me digo mientras continúo con otra pregunta.
–¿Intima en qué sentido? ¿De sexo? (risas). Por ahí alguna vez alguna cosa pasó. Y nos hemos divertido. También sucedió el caso de que se tirara el lance algún actor. Eso ponelo, que a la publicación tuya le va a gustar.
–Por supuesto que a quien yo siempre voy a tener en mi pedestal es a Zully Moreno, porque me dio la gran oportunidad y además porque era la que más sabía, porque se vestía particularmente en París con Dior, con Balmare, con los grandes diseñadores. Entonces si uno le presentaba un proyecto y para ella ya estaba muy visto contestaba: “Eso no porque no hace nuevo”. Tenía que “hacer nuevo”, era la consigna.
–Mi elegida es Tita Merello. Que la gente no lo sabe, pero que además era una mujer muy culta. En los últimos días yo era uno de los pocos que la visitaba en la Favaloro. Ella estaba casi ciega. Podía leer sólo con una lupa, pero apenas. Y sólo escuchaba una radio chiquita. Entonces había que leerle. Recuerdo que una de esas veces le pregunté: “¿Le leo Confucio o los pensamientos de Gandhi?”. Le gustaban mucho la filosofía oriental y los filósofos griegos.
La gente la imagina arrabalera. Eso era algo que ella usaba, le servía de escudo, porque la gente suele ser pesada con ese tipo de figuras. Por ejemplo, ella en el sanatorio no podía tener la puerta abierta los días de visita porque se metía gente para espiarla. Y como de noche si no podía dormir –ya que nunca tomó pastillas– escuchaba la radio, rezaba mucho, rezaba el Rosario o meditaba sobre lo que le habían leído, dormía de día. Una vez se encontró con tres señoras que la estaban mirando. “¿Y ustedes quiénes son?”, les preguntó algo asustada. “Bueno, somos admiradoras, la queríamos ver y saludar, la queremos tanto”, le contestaron. “Fueeeeraaa de aquí”, gritó y empezó con los timbres, las alarmas; vinieron como diez enfermeras para sacar a las señoras.
–Pero tenía algo maravilloso y era que, cuando se iban todas esas visitas, si había alguien muy enfermo o alguien a quien iban a operar al día siguiente de un trasplante o alguna cosa muy grave, ella se ponía una bata, le golpeaba la puerta y aparecía Tita Merello en la habitación. Entonces imagínate: al día siguiente te vas a morir o no sabés si vas a vivir y aparece Tita Merello y todo lo que ella implica. La Carancha, la Morocha, la Madre María. “¿A vos qué te pasa?, ¿te van a operar?”, le preguntaba al enfermo visitador ocasional. “Tengo tal cosa.” “Entonces ¿querés que recemos?” Tenía un gran sentido de la caridad. Era muy creyente.
–Sí, pero se lo ponía sólo para saludar, sólo un segundo, y se lo sacaba. Porque pesaba muchísimo y no se lo bancaba. Era de un lamé al que en esa época se llamaba Pelo de Mono. Lo que tenía Tita es que no era fácil, no le gustaba probarse. Nos probábamos los miércoles y los sábados iba el programa. Recuerdo un miércoles de invierno, un día de mucho frío. Y entonces ahí dice: “¿Pero me tengo que sacar la ropa, ponerme desnuda?”. “Y lógico –le contesto–, hay que probarse.” “Bueno, entonces ponete en pelotas vos también”, me contesta. Y entonces mi contestación fue: “¿Tita quiere probar o quiere joda?”.
Ella me divertía mucho. Incluso en sus últimos días. Me preguntaba: “¿Me vas a venir a ver cuando me velen?”. “Claro, ¿cómo no voy a ir al velorio?” Pero teníamos tanta confianza que le pregunté: “¿Va a querer cajón abierto o cerrado?”. Ahí se puso a pensar, si no siempre contestaba inmediatamente. “Abierto.” “Entonces la voy a peinar y la maquillo un poco como hice con mi madre.” “Bueno, pero no me ponga pestañas postizas.” Esa fue la contestación para cortar la charla sobre la muerte.
–Pobre, Tira Merello no tuvo velorio. Pasó esa noche en la morgue de la Favaloro. Eso sí, al día siguiente tuvo misa de cuerpo presente, llevada por el Regimiento de Patricios a la iglesia de San Telmo, porque ahí la habían bautizado. Ella me dijo que tenía que escribir un libro sobre los últimos días de la Merello. En la dedicatoria me puso: “Para Horace, un poco mi hijo”.... Era muy especial. Otra vez la fue a visitar un pastor porque la tenían que operar o algo así. Y me contó: “¿Sabés que estuve con un pastor acá, me leyó la Biblia, me hizo muy bien. Nene, vos sabés que los pastores se casan. Este era casado, así que le pregunté: ‘Pastor, ¿cuántos hijos tiene?’. Y el pastor me dijo: ‘Tuve cinco hijos’. Entonces le dije: ‘Pastor, cómo le diste’ (e hizo el gesto de sexo)”. (Risas.)
–Lo incluí porque he sido muy amigo y compinche con Libertad Leblanc. Ella es muy divertida. Recuerdo una anécdota, en la época de los militares salíamos de un estreno, ella con un vestido rojo similar a este que le diseñé para Lady Hamilton, con una capa también colorada. Entonces una multitud por Lavalle comenzó a gritar ¡Libertad! ¡Libertad! En plena dictadura la gente gritaba “libertad” en los dos sentidos. Y ella espléndida, escotada y de rojo, al son de su nombre, todo lo que no había que hacer en la época.
–Así es. Por ejemplo, para el de Madre María tuve la ayuda de Lucas Demare. Gran director. Me prestaron fotos de la Madre María y yo la aliviané. Porque la Madre María era una mujer muy rica, iba a las llamadas villas miseria con tapados de zorro, un poco a lo Evita, pero si yo le pongo a Tita el zorro blanco iban a decir “este hombre está loco”. La vestimos elegantemente pero más sencilla.
–A Mirtha no la conozco tanto porque sólo le diseñé el vestido para una película, Sábado a la noche, cine. Con Coca somos grandes amigos, hablamos por teléfono a diario. Con Coca, Isabel, gran amiga, hablamos todos los días. Ahora hizo una propaganda sobre “qué pretende usted de mí”, para el Banco de la Provincia.
Jorge Polaco era muy loco. Creo que ni él sabía lo que quería hacer para la película La dama regresa. Al vestido de la exhibición, harta de la filmación, harta del director, Isabel se lo arrancó, no se lo quitó, se lo arrancó. Quiero aclarar que no llegué a correr a Polaco para pegarle, como contó la Coca en televisión. Hay una escena en que el personaje de Isabel queda viuda y yo había diseñado un vestido negro. Polaco me dice: “Es muy escotado”. Le contesto: “Es Isabel Sarli, siempre va escotada”. Como siempre tengo accesorios conmigo le traje entonces un pañuelo a lunares para tapar el escote. En la otra mano llevaba una de esas mangueras de bronce de los bomberos, porque Isabel hacía de viuda de un bombero. Le mostré ambas manos y le dije a Polaco: “O es esto o es esto”.
–A tantos actores vestí de mujer. A Tato Bores, cuando hacía revista, a Dringue Farías que imitaba a una cantante de boleros que se llamaba Elvira Ríos, que se supone que era gay. Decían que era un hombre. “Ven, mi corazón te llama...” (canta). Porcel era tan exigente y entendía mucho de género, casi tanto como Zully Moreno. A Jorge Luz, con quien éramos muy amigos. El vivía en Pueyrredón y Las Heras en un piso espectacular y me decía: “Yo quiero vivir en barrio”. Y se mudó a Palermo Viejo, que después se metamorfoseó en Palermo Hollywood y ya no era el barrio que a él le gustaba. Le gustaba viajar en colectivo, en el 39, mezclarse con la gente.
- A Retiro iría para otras cosas (risas)... y al Parque Japonés también. “Dicen que te vieron en el Parque Japonés” (canta).
Yo los obligaba a los hombres a probarse las pelucas. Otro que vestí de mujer y que dijo que fui al único al que le hizo poner tacos fue Cacho Castaña, en Ritmo, amor y primavera.
Uno de los mejores momentos es cuando para la sesión de fotos recorro las salas con Horace. Parece distenderse totalmente, camina cómodo entre el glamour y la elegancia de sus propias genialidades y parece tener una anécdota para cada vestido. Se detiene en cada uno y va desgranando recuerdos.
Ante la rubia Mireya: “Susana Campos, maravillosa. Con una figura excepcional y una porte de estrella. Desgraciadamente después de esta película fue a hacer una que se llamaba El bulín y después se hundió. A Susana le puse un corset tan apretado que en la foto dedicada que me mandó me puso: ‘A mi compañero de torturas’”.
“Susana Giménez es otra a la que tampoco le gusta probarse. Yo trabajé con ella en Yo también tengo fiaca en la época en que recién se estaba separando de Monzón. Este portaligas lo usó en una escena con Santiago Bal. Es también para que lo usen las travestis. Duilio Marzio, gran amigo mío. Mecha Ortiz, una mujer de una personalidad increíble. Otra amiga, Tita Thamar, la primera rubia platinada y la primera que no usaba ni calzones ni corpiños. Muy desinhibida.”
Y mientras, coqueto, genio y figura, le da instrucciones al fotógrafo (“Yo estoy de oscuro, tendría que ponerme al lado de tonos claros”), me muestra diversos vestidos que me señala serían ideales para una travesti y me dice confidencialmente, y para que guarde el secreto, qué actrices y qué actores –algunos impensables– eran del “Club” o “les gustaba todo”. Se detiene largos instantes en el vestido de galas negras brillantes que usó Zully Moreno en La mujer de las camelias y lo toca con la melancolía y la dulzura de saber que con eso comenzó todo y con la conciencia quizá de que la suya fue una gran obra y una vida bien vivida.
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