Viernes, 27 de junio de 2014 | Hoy
Luego de la versión hétero de 2011, se acaba de reestrenar una versión gay de En la huerta. Un descubrimiento del erotismo con ambientación campestre de plantaciones, verduras y frutas salvajes. Todo al natural, sin agroquímicos.
La horticultura puede tener su veta intrincada. No es cuestión de meter mano en tierra y sacar cualquier cosa, por ejemplo, una zanahoria pequeña, sin sabor y llena de pesticidas. Imaginemos esa verdura grande, carnosa y colorida que un peón de campo semidesnudo arranca del suelo como un dios de los pastizales. El patroncito (Ezequiel Díaz) llega a la estancia, apremiado por un suceso desconocido. Cancherea con saber todo acerca del cultivo de verduras y hortalizas sólo por haber leído con ahínco un manual sobre huertas orgánicas de los años ’70. Su objetivo: librar a la naturaleza de la intervención industrial sobre los alimentos –menudo emprendimiento–, haciendo una huerta orgánica. Para esto se impone como el supuesto sabedor del cómo hacer del campo. Salvedad: la pretendida liberación del mercado de consumo “haciendo la propia huertita” se vuelve una tarea titánica, avatares climáticos (outsider del capitalismo) pueden arruinar la cosecha de un plumazo. Pero además este citadino educado porta ese discurso políticamente correctísimo y sorpresas le da la vida cuando natura hace de lo suyo abriéndole (entre otras cuestiones) el abanico de lo deseable. William Prociuk interpreta a Pablo, el peón rubio, rústico, de lenguaje llano e ideológicamente obtuso. Despliega este personaje un conocimiento sobre todas las cuestiones prácticas de la estancia y es dueño de unos abdominales marcados que exhibe como un animal satisfecho mientras poda, corta madera y hace plantines.
Si en la premiada obra teatral argentina Lote 77 los varones se reconocían unos a otros en esa ardua tarea que implicaba la selección del ganado bovino como celebración del ritual de hacerse un macho cis, observamos cómo el veganismo-vegetarianismo-homoerotismo se van entrelazando para marcar otra tendencia: los machos se cultivan (entre sí). Y aunque pueda resultar obscena la acumulación de sustantivos que señalan lo alargado y contundente del reino vegetal (pepinos, zucchini al por mayor), la obra no resuelve en el humor burdo sino en otro tipo de salidas más elaboradas, aunque no menos promiscuas, como los choques disparatados entre lenguaje de campo y lenguaje culto. En lo que no es original –y acá le vamos a atribuir ese mérito a Ang Lee, director de Secreto en la montaña– es en plantear la lucha erótica en el páramo natural. Estos personajes se trenzan como gallitos de pelea para “matarse”. El encuentro sexual-brutal de dominación pone en jaque todo discurso progre, porque negarse al pesticida está de moda, pero que un peón se agarre al dueño de la estancia no responde (aún) a ningún canon de política racial o de lucha de clases. Los diálogos se arman en el contexto de una escenografía despojada que hace de los cambios de luz una optimización de recursos en escena. La música de comedia romántica contrasta con esa dureza del movimiento violento que busca (y a veces logra) sorprender.
Mariana Chaud lanzó expectativas sobre el estreno al que asistieron muchos famosos de la escena local. Fue esperada la reedición de esta obra que ya estuvo en cartel en el C.C. Rojas (2011) y El Callejón (2012) en su versión hétero. Ante la imposibilidad de Moro Anghileri (otrora protagonista) de continuar, la directora decidió “extremar la propuesta” y “quitar un poco esa emulación de las comedias románticas para trabajar con cierta hostilidad y distancia entre los personajes” que además, de yapa, espanta un poco más a la familia argentina consumidora de teatro under.
Viernes a las 23, El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034.
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