Viernes, 25 de septiembre de 2015 | Hoy
TEATRO
La maldecida de Fedra le hace justicia a un personaje menor del texto clásico: la nodriza y confidente de Fedra se transforma en carne y furia bajo la piel de Maiamar Abrodos.
Por Alejandro Dramis
Un círculo de arena que, como toda circunferencia, carece de principio, fin, o determinaciones y límites ubicables. La confesión descarnada de una mujer en su más trágica soledad. Un espacio que evoca a esos otros que se montan para la lucha libre o las peleas clandestinas de gallos, en donde todo lo que se juega es a matar o morir. Porque en La maldecida de Fedra nada se da por casualidad: porque esa lucha comenzó hace tiempo y los rounds se suceden cada vez más sangrientos, en un forcejeo constante que parece no avistar un final victorioso porque acá, en este desolado escenario, la contrincante es ella misma: la Peregrina, solitaria que se enfrenta por primera vez cara a cara con su propio ser. Nodriza y confidente de Fedra, con una vida entera dedicada a su señora, ahora sufre el castigo del destierro.
Peregrina no para nunca y grita, aúlla, ladra, da vueltas y más vueltas en la búsqueda del sentido existencial. Y ahora, la batalla concluye frente a la pérdida del único amor que hasta hace poco la acompañó de cerca como ningún humano o dios olímpico jamás se había atrevido a hacerlo: el amor de su perro. El perro, así, solo, sin nombre ni seudónimos. El Perro, acorde a su naturaleza animal, más humana que la humana y mucho más divina que la de un grupo de deidades que no hacen más que dedicar su tiempo a joderle la vida a esos dispersos humanos. Y mientras tanto, marcando el tiempo como un reloj sobre la cancha, la sangre gotea de la mano de Peregrina, no tanto de la herida visible de sus nudillos sino del corazón destrozado que aflora como dardos entre los exorcismos de los demonios que se hacen cuerpo en un monólogo permanente.
La historia de Peregrina es la encarnación genuina del sufrimiento. Es la historia de la propia historia justo en el momento en el cual el personaje menor de una epopeya se vuelve, a fuerza de la desgracia, el protagonista de la escena y, sobre todo, de la propia vida. Inspirada en uno de los personajes de la Fedra escrita por el francés Jean Baptiste Racine, La maldecida de Fedra se apropia de Enone, uno de los intérpretes menores de la obra original y, a través de la pluma de Patricia Suárez y la dirección de Marcelo Moncarz, reescribe en cuerpo, alma y letra el destino de una mujer sometida al desnudo de la condición más humana de la inhumanidad del entorno que la rodea: el amor, con todo su embrujo y su crueldad.
La obra, un unipersonal que consta de tres temporadas consecutivas con la participación de tres actrices, estrenó la semana pasada en su segunda versión, con la actuación de Maiamar Abrodos. Peregrina profunda, viajera interior, intensa hasta la médula, Maiamar introduce, sostiene, transforma y eleva minuto a minuto un texto que se hace carne, gestos, gritos y que, con una performance brillante e impecable de por medio, apunta directo al corazón de un público deseoso de que esa batalla a muerte contra sí misma se conduzca a un –ya imposible– final redentor de su propia historia.
Martes a las 21, en Hasta Trilce, Maza 177
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