Viernes, 11 de marzo de 2016 | Hoy
ENTREVISTA
En su nuevo libro, Vivir entre lenguas (Eterna Cadencia) la escritora y crítica Sylvia Molloy recorre en un monólogo autobiográfico el sentimiento del bilinguismo y los extraños hábitos que éste impone. ¿Es posible traducir las exclamaciones y esas cosas que se dicen sin pensar? La lengua queer, la lengua del amor, la de la senilidad, la de la infancia aparecen capturadas en conmovedoras escenas mientras dan cuenta de su historia y su movimiento constante.
Por Gabriela Cabezón Cámara
La casa familiar, las tías que hablaban castellano con acento inglés, la madre que había sido privada hasta del acento francés de sus padres salvo en lo que concernía al mundo de la costura, el padre que le hablaba en inglés. Nabokov que extrañaba el ruso. Una gallina neoyorquina que responde al nombre Curuzú Cuatiá. Una amada que sonríe pero no contesta pese a que le habla y le habla porque, recién se despierta y tarda un rato en darse cuenta, le está hablando en una lengua que la otra no conoce. William Henry Hudson, ese hijo de estadounidenses nacido en Quilmes que consideramos autor argentino y que trabajó hasta devenir escritor inglés, tanto como para describir estas pampas bajo el título “Las tierras púrpuras que perdió Inglaterra”. Las lenguas de la infancia divididas entre madre y padre en casa y entre mañana y tarde en el colegio. La pregunta por la última lengua, la de la senilidad. Y la sensación de alivio porque “por una vez, ya no tendré que elegir”.
Sylvia Molloy presenta libro nuevo, Vivir entre lenguas, un libro hecho de retazos, de pequeños relatos, de escenas íntimas, de lecturas personales, un libro que es una autobiografía pero a la manera que Molloy inventó en Varia imaginación (Beatriz Viterbo): una autobiografía hecha de fragmentos. Un texto que pone de manifiesto la intimidad del paso entre lenguas, para decirlo en términos de Sylvia, que es trilingüe y que es una mujer brillante, una escritora, crítica y profesora referente en nuestro país, que es también el suyo, y en Estados Unidos, su otro país, donde formó a varias generaciones en universidades tan prestigiosas como Princeton y NYU. Es brillante, decía, y se le nota. En todo: en su humor, en su capacidad de mezclar erudición con escenas cotidianas, en su escritura contenida y precisa y hermosa, en su conversación. Y también en su cabeza: tiene una cabellera plateada la autora de En breve cárcel –una gran novela escrita en 1981 que relata un triángulo lésbico–, El común olvido, Desarticulaciones, Las letras de Borges y Poses de fin de siglo, entre otros. Leer Vivir entre lenguas es parecido a escucharla hablar.
“Creo que es algo que me cuento a mí misma, en el sentido de que me estoy hablando a mí misma. La oralidad es importante en este libro: estoy hablando de hablar lenguas; el tema del libro se presta a hacer una perfomance oral”.
–Ha sido determinada por quién era mi pareja, sin duda. Creo que entre el inglés y el español son lenguas de escritura pero también de entre casa, de lo cotidiano. El francés es una lengua más literaria para mí, aprendida, la que adquirí más tarde. Si bien fue una lengua cotidiana durante todo el tiempo que viví en París, no fue nunca una lengua casera desde mi niñez y mi juventud. Tengo una pequeña distancia con respecto al francés, que se reflejó en mis relaciones en francés también: eran siempre como más distantes. Digo, sintiéndome perfectamente cómoda, pero con la formalidad que tiene el francés.
–Sí. En cuanto a la lengua hablada, son lenguas paralelas; desde chica, mis días estaban divididos en inglés a la mañana y español a la tarde en el colegio. Y en casa, inglés con mi padre y español con mi madre. Con mi hermana, las dos cosas: mezclábamos cuando no nos oían, porque la idea era que aprendiéramos bien cada lengua.
–No! Y ahora me encanta hablar cocoliche.
–No. No tuve pareja que anduviera tanto entre lenguas como yo, creo que eso fue lo determinante. He tenido parejas básicamente monolingües. Es raro, pero así fue; estuve con mujeres que podían hablar más de un idioma, pero no les sucedía eso de pasar entre lenguas. Hay que hacer un trabajo de traducción con la pareja monolingüe o que sabe muy poco de la otra lengua, pero hay todo un juego entre lenguas que queda fuera de la relación. Digo, hay sentido del humor, hay chiste, hay risa, pero falta cierto juego. Te doy un ejemplo: a mí me divierte hablarle a las gallinas en castellano. Les digo: “chicas, a comer” y vienen todas corriendo. Hasta el gallo viene corriendo. Y les canto “A la cama con Porcel”. Y yo no era fan de Porcel, pero me quedó como una especie de inconsciente colectivo. Eso es es intraducible para el que no lo vivió. Y es ese ejercicio de traducción y de explicación que no vale la pena, que destruye la espontaneidad del ir y venir entre lenguas.
–Es verdad, hay que hacer una traducción no solamente lingüística si no cultural. Le expliqué a mi pareja, entonces ella, a la hora de comer de las gallinas, me dice “Are you going to sing Porcel?”.
–Ahí yo creo que funcionó puramente la sonoridad. Hay una cosa que me encanta escuchar, los ruidos animales, me fascinan. Y los de las gallinas son muy particulares, porque vos pensás “son pájaros, son bobas estas gallinas” pero no, son muy expresivas. Andan dando vueltas –Sylvia las imita a la perfección– yo pensé “cococucu… !Curuzú Cuatiá!” –risas.
Y ya que nos reímos, seguimos un rato con las gallinas: son expresivas, dijo, ¿qué expresan? “Están contentas. Lo suyo es el comentario constante, están todo el día dando vueltas y haciendo sus ruidos”. Pasadas las risas, volvemos a las diferencias entre lenguas. Sylvia fue una de las primeras teóricas en encarar la literatura latinoamericana desde los estudios queer.
–Sí. Hay diferencias. El castellano está más marcado por el género, sin duda. En inglés podés decir mucho sin marcarlo. No sé si tendrá que ver con esto, pero cuando yo empecé a hacer crítica queer, lo hice en inglés.
–Etimológicamente tiene que ver con desvío, me parece, con salirse de la línea recta.
–Sí, sin ninguna duda. Las palabras no son necesariamente distintas, pero se cargan de otras significaciones. Empezando por la palabra “queer”, que quiere decir raro y se sigue usando no necesariamente en el sentido del género, sino en el de “extraño”. Pero era una palabra que denotaba algo monstruoso y así era la percepción del sujeto queer. Se opera por hurto y desvío, eso es la queerización del idioma, tomás palabras y las hacés decir otra cosa. No en mi generación, pero en generaciones anteriores, por ejemplo, existía la palabra “entendidos”: el entendido era el queer y era una alusión a una especie de hermandad de gente que entendía de “eso” que no se mencionaba, pero era todo un código que aprendías. Yo recuerdo haberme enterado en un momento de que llevar un anillo en el meñique significaba que eras lesbiana.
–No sé, pero por las dudas yo empecé a usar el anillo.
–Sí, pero no sé si era por el meñique. Es interesante pensar que nosotros, la gente queer, hemos pasado de un vocabulario de tapujos a un vocabulario de exhibición, de mostrar lo que uno es. Porque decir “entendidos” era un tapujo, un velo lingüístico. Hay otra lengua, que antes era una lengua de tapujos, una lengua de disimulos, una lengua donde se desviaba el sentido de las palabras, y ahora es una lengua mucho más libre donde se adaptan y se importan palabras como “queer”.
La autora y Edgardo Cozarinsky presentan Vivir entre lenguas hoy las 19 en la Librería Eterna Cadencia, Honduras 5582.
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