Viernes, 11 de marzo de 2016 | Hoy
SERIES
La adolescencia, una de las etapas de la vida más maltratadas por la televisión aparece deformada en la inmortal serie Degrassi con una pequeña ayuda de la corrección política y de el factor Netflix.
Por Franco Torchia
Degrassi, la serie de temario adolescente-millenial que Netflix colgó hace poco más de un mes, no puede no ser recepcionada en estas pampas como aquello que Cris Morena podría haber producido y no hizo. Cualquier atisbo comparativo es angustiante, pero mientras transcurren los diez episodios de la temporada 2016 de esta producción –que tuvo catorce versiones previas, desde 1979 en adelante y desde Canadá para el planeta–la repetición en la pantalla de Telefé de “Chiquititas” 20 años después y en el mismo horario original, avala la hipótesis. Hubo un tiempo de escuela primaria para la primera Degrassi, centrada en un grupúsculo de blancas palomitas de Toronto a fines de los 70 y comienzos de los 80, todxs no actores y no actrices reclutadxs ad hoc por CBC Television. Y hubo, claro, otro “Socorro 5to. año” de la famosa escuela De Grassi desde fines de los 80 en adelante, al ritmo de un éxito de venta y mímesis como nunca antes la industria canadiense pudo lograr. El pretendido universalismo de la problemática adolescente-joven convirtió al producto en el más retransmitido por la televisión estadounidense, porque como sostiene el slogan de los nuevos capítulos, “Si sos un adolescente, ésta es tu vida”. Tomá. Así de simple. A saber: adicción a drogas -tantas como para lanzar una multinacional farmacológica-; volantazos sistemáticos con la orientación sexual y tristeza constitutiva. Degrassi: next class ostenta un acierto de casting tras otro: el gay e indio de nombre Hay, colosal en su drama queer de loca metejoneada hasta el tuétano con Tristán, a la sazón, el colmo del desenclosetado orgulloso; Esme, la asiática con problemas de píldora y familia en el infierno; Eric, bisexual y millonario; Yael, coloradísimo gammer nerd, campeón on line de casi todo y Goldi, sí, Goldi, como la hermana de Mirtha Legrand pero no: activista feminista y musulmana, con pañuelo hiyab en rosa floreado, gestión presidencial propia en el Centro de Estudiantes y panfletos en demasía. Todxs, sobreconectadxs: no hay inclusión más justa que la estelaridad del teléfono celular y las redes sociales.
El secreto de la serie es la horizontalidad de los conflictos, dotados del mismo grado de presencia uno del otro, como si adolecer fuese igualar embarazo a primer amor no correspondido; desesperación ante un examen de álgebra con abuso sexual; enfermar de sida con tener que comprar el primer corpiño, enamorarse del docente con usar el primer forro. Linda Schuyler –sí, ella, “la Cris Morena” del caso– atribuye la continuidad de la marca a la trampa coral: reparto amplísimo y garantía de abordaje. Degrassi es topográfica: ella concibió un espacio y según los aires de época, fue llenándolo de conflictosa a lo largo de casi 40 años. Con la adquisición de la franquicia por dos temporadas de 10 entregas cada una (la segunda está siendo filmada por estas horas) el amenazante Netflix intenta enamorar a quienes nacidxs a mediados de los años 90, no tienen interés apriorístico por series. Ni por cine. Ni por… ¿nada? La “Generación Y”, digamos. Para ella están los temas, después se ve cómo. Pero los temas están, porque en consonancia con otras inquietudes de la empresa -como en Orange is the new black o House of cards, sus dos productos estrella–acá hay masturbación femenina, sordidez, inestabilidad familiar y conflictos de poder. “Si de algo están hablando en los pasillos de las escuelas, tenemos que estar hablando de eso mismo en el aire” asegura el productor ejecutivo Stephen Stöhn. En lugar de ficción, es talk-show con vestuario y nombres falsos. Tras no acordar continuidad con Nickelodeon, hoy la serie potencia su ideal de representación y transparencia. De a ratos, lo alcanza; narra el problema y llega al problema en código realista amplificado. Esa piolada de Netflix es menos comprometida que estratégica: la firma aloja cada vez más aquello que la televisión tradicional (aire o cable) expulsa o elude por presión comercial, exclusión ideológica o mera incapacidad. Contenidos refugiados y no necesariamente aprobados: a diferencia de la TV –que vive aún a merced del rating y “la pauta de las marcas”– Netflix no sumistra números oficiales de suscriptores ni de audiencia. Vive a base de misterio y crece en base a la comodidad bajo demanda, con estimados 75 millones de usuarixs en todo el mundo, a 8 dólares per capita y 17 idiomas de subtítulos inmediatos. Tan osado como abandonar la escuela, repetir, fugarse, correr para superarse y seducir a todxs. Rebelde way.
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