Viernes, 23 de marzo de 2012 | Hoy
Por Diego Trerotola
Era una discusión entre activistas, se trataba de llegar a un consenso sobre la consigna de la Marcha del Orgullo 2011. Todas las fichas estaban puestas en la ley de identidad de género, pero se debatían detalles sobre la mejor estrategia de comunicación. Así, como pasa casi siempre, la pasión de la argumentación colectiva comenzó a encender motores, el fuego circulaba en la sangre de cada activista. Pero en Claudia Pía, que en su estado natural era calor humano en su máxima pureza, embalada por el fervor grupal, podía ser un incendio para el que no se inventó extintor. Cuando por fin tomó la palabra, Claudia Pía comenzó a argumentar con su vehemencia hechicera, con ese ardor con el que hacía todo y que nos arrastraba, y sus palabras fueron echando leña al fogón, poniendo todo el sentimiento en primera persona y alta velocidad, hasta que llegaron las lágrimas a sus ojos y se levantó la remera para mostrar cómo vivir le había marcado su cuerpo. Ya no había más palabras, estaba toda la elocuencia carnal que nos decía cómo la discriminación, la violencia, la travestofobia no eran una mera ideología, una simple presión simbólica, sino una forma de intervenir los cuerpos, mutilarlos, estigmatizarlos a causa de excluirlos de la salud, del trabajo, la cultura, los derechos identitarios. Alrededor de su corazón trava, Claudia Pía tenía un mapa que nos obligaba a recordar, a todas y todos, que las posturas teóricas que podíamos discutir tenían consecuencias reales y terribles para quienes sostenían el coraje suficiente para poner el cuerpo, para enfrentar cualquier forma de injusticia.
En cada reunión activista donde pergeñamos una historia como comunidad, en cada escenario que compartimos para defender nuestros derechos todavía postergados, en cada pasillo donde reímos de nuestras ridiculeces, Claudia Pía fue una compañera fraternal, alguien que tenía unos ojos intensos prologados por pestañas que te hacían cosquillas cuando te miraban, como una manera de mimarte. Esos ojos, esos mimos, van a sobrevivir en quienes la conocimos para que nos ayuden a mirar a un futuro donde nadie tenga que llorar por haber sido marcadx al intentar vivir en libertad.
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