Viernes, 6 de abril de 2012 | Hoy
Por Juan Pablo Sutherland
El contexto reciente del asesinato del joven gay Daniel Zamudio (27 años) por cuatro jóvenes neonazis en Santiago da cuenta de violencias sistemáticas y permanentes en la sociedad chilena, violencia no sólo de los agresores y provocadores de su muerte sino de la responsabilidad política de muchos actores. El impacto público de su muerte lo ha convertido en un símbolo de las luchas por la discriminación sexual, pero también da cuenta de la desidia de las instituciones públicas y la clase política por temas de derechos humanos y sexuales en Chile. Hace más de 8 años se tramita una ley de antidiscriminación en el Congreso chileno, pero no ha tenido avances ni en los gobiernos de la Concertación ni en el actual gobierno de derecha. Quizás ahora, por el revuelo público del caso y pensando en los votos de las próximas elecciones municipales, se tenga una voluntad política circunstancial, que incluso, aunque la ley llegue a promulgarse, ya muchos la critican, cuestionando su real eficacia para lograr detener la discriminación sexual y los crímenes de odio (en Chile no existe particularmente esa figura para los asesinatos a homosexuales). Dentro de este contexto, el Estado chileno fue condenado hace dos semanas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por el caso de la jueza Karen Atala, a quien le quitaron la tuición de sus hijas por el solo hecho de ser lesbiana y “el posible peligro que significaba para la vida de sus propias hijas que su madre tuviera una orientación sexual diferente a la norma”. Condena que, luego de 11 años del caso, vuelve a señalar al Estado chileno con serias dificultades respecto de temas de discriminación sexual por parte de sus instituciones (tribunales, ministerios, etcétera). En este caso, el Estado chileno está obligado a realizar un acto reparatorio por la violación de derechos humanos a la jueza Karen Atala.
La muerte de Daniel Zamudio es expresión de una violencia institucionalizada que no sólo afecta a las minorías sexuales sino a quienes resultan diferentes para el poder (mapuches, mujeres, anarquistas, homosexuales, trans, lesbianas... y una larga lista). Chile, en temas valóricos, se ha destacado por su retraso y conservadurismo. Fue uno de los últimos países en tener ley de divorcio en el mundo y recién hoy se debate por la posibilidad despenalizar el aborto terapéutico, “que en Chile es ilegal”. La penalización fue realizada por la dictadura de Pinochet al final de su mandato: medidas agonizantes para dejar amarrados diferentes temas clave. La muerte de Daniel Zamudio ha impactado por su brutalidad pero, de acuerdo con el contexto reciente, da cuenta de la indiferencia y apatía de la clase política por avanzar en temas espinosos. Su revuelo responde a una maduración política de la sociedad civil, que cada vez con más fuerza enfrenta los poderes institucionalizados; el movimiento estudiantil es un ejemplo de ello y también las revueltas en Aysen, en el sur del país.
En Chile, todos los años conocemos muertes por femicidio. Pero, al parecer, las políticas públicas siempre resultan tardías, los recursos fallan, y en muchos casos mujeres que se acogen a la legislación de violencia intrafamiliar mueren por la ineficacia de la ley que burocráticamente resulta inoperante en decenas de ocasiones. La muerte de Daniel Zamudio, joven de 27 años, expresa sin duda una violencia que se fue institucionalizando. En Santiago se puede caminar dos o tres cuadras en José Miguel de la Barra, espacio “protegido” por el buen gusto y un mercado gay emergente. Burbuja social del mercado que no coincide en las libertades y derechos que se suponen bases del sistema democrático (en ese caso, el modelo neoliberal impuesto en Chile no es correlato de ejercicio de derechos). Cruzando Alameda, a unas cuadras del barrio gay, Daniel Zamudio fue brutalmente golpeado. Al parecer, como dice Néstor García Canclini, somos consumidores del siglo XXI, pero seguimos siendo ciudadanos del siglo XIX.
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