Viernes, 28 de marzo de 2014 | Hoy
Butch, bombero, chongo, tortón patrio son algunas de las palabras para nombrar a lo largo de la historia y del planeta a esa lesbiana que salta a la vista. Acusadas de machonas y machistas, veneradas por haberle puesto el cuerpo (muchas veces peludo) a las luchas lgbtt, aquí una breve historia de la bestia peluda, sin pelos en la lengua.
Por Magdalena De Santo
¿Qué es ser butch hoy? Una especie de lesbianismo con patas peludas que pone en evidencia el estereotipo de una configuración anacrónica: hombruna. Convertida en foránea del género, conserva su carnet que registra mujer pero que no agrega en ningún otro cuadradito “masculina”. Champú dos en uno, la chonga es muy codiciada. Gorda linda dadora de amor. O atleta veloz con unos tubos que te desarma. Bombero que prende fuego. A su vez, acusada de poco feminista o queer colonizada: “reproductora de la lógica hétero”, “perpetradora de roles estancos”, “un tipo que no se asume”. Y, así, rápidamente catalogada como proto-trans, ex mujer que se convierte en una gendarme de las fronteras sexuales. Y las fronteras de la edad: Las bomberos tienen tantos años que ya nadie se acuerda y “hoy por hoy, las lesbianas butch somos mayoritariamente mayores de 35 años”, comenta la activista Fabi Tron. Ser butch es ser la Pepa Gaitán, asesinada de un escopetazo como a un perro, dijo su mamá. Deshumanizada. Una nada, un silencio. O sí, una marca indeleble de la lesbofobia nacional. Si es butch es por pobre y no informada: ¿Y si no sabés que podrías transicionar? ¿Si la aplicación de una ley de avanzada no llegó a tu barrio y apenas tenés una amiga barra brava de la xeneize? Pobre. Pobre, Raulito. Pobre, bombero. Tan seco, tan serio, tan de lengua dura. Parte del debate actual que se enfrentan las tortas más masculinas es la lucha de fronteras que existe con la comunidad de varones trans. Así como algunas lesbofeministas les achacan a las lesbianas butch su afinidad con la masculinidad patriarcal, algunas lesbianas masculinas le endilgan al colectivo trans la traición a la causa lesbiana. Esto confirma que las categorías de género transcurren, pero transcurren en un campo de batalla.
Corren los años ’50. Sandy, en un bar de Búfalo, Nueva York, prende el cigarro a su compañera. Luce traje, corbata, zapatos y gomina. Corteja con una caballerosidad elvispreslésbica a la fémina pin-up. Introduce dos monedas en la rockola y envuelta en el sopor del whisky y el humo explica: “No hago esto porque estoy fingiendo. Es mi forma de ser. Y me imagino que si una chica se siente atraída por mí, lo está por lo que soy”, escriben Kennedy y Davis en su libro Boots of Leather.
Los elaborados códigos de la subcultura butch-femme significaron en la Norteamérica profunda de los años ’50 la visibilidad emergente de un deseo complejo y activo entre mujeres –que distaba de la amistad romántica decimonónica con tintes asexuales–. La torta hipermasculina, de hecho, otorgó una fuerte visibilidad al lesbianismo sexuado y también a su estereotipo: la mítica lesbiana varonil. Butch es un término propio de una subcultura popular norteamericana no ilustrada. Viene de butcher, carnicero. Cucarda de masculinidad obtenida en la repartición de carne suburbana.
Desde personas heterosexuales como Eulalia Ares –que utilizó ropas de varón para tomar el gobierno de Catamarca en 1862– hasta Alexis Tobarda –el que apareció en tantas notas como “primer varón embarazado de la Argentina”– comprometen distintos tipos de masculinidades inesperadas.
Pero cuando hablamos de butch estamos hablando de uno de los géneros lesbiano. Merrill Mushoroom define a la butch como aquella que desempeña el rol activo dentro de la pareja lésbica. Y las divide en dos subgrupos. La drag butch, que tiene el aspecto de un hombre heterosexual en su ropa y estilo, y la stone butch, que no permite que su compañera sexual la toque: la impenetrable diamante que goza con el placer infinito que le proporciona a su femme.
Lo cierto es que hay todo un abanico de modalidades butch. Tal como retoma Fabiana Tron, activista butch de nuestro país, de la propuesta de Gayle Rubin:
“Diferimos en cómo nos relacionamos con nuestros cuerpos de ‘mujer’. Algunas nos sentimos cómodas estando embarazadas y teniendo hijos; para otras el solo pensar en el componente femenino subyacente de la reproducción mamífera es totalmente repugnante. Algunas disfrutamos con nuestros pechos, mientras que otras los desprecian. Algunas butches ocultan sus genitales y otras rechazan la penetración. Algunas butches están perfectamente contentas en sus cuerpos femeninos, mientras que otras pueden estar en el límite de convertirse en transexuales”.
El surgimiento del feminismo lesbiano en la década del ’70 permitió, entre otras cosas, que algunas mujeres plantearan preguntas sobre la coherencia entre sexo y política. Las derivaciones de esas discusiones llegaron a establecer un ideal de sexualidad menos fija que la tipificada en los roles activo/pasivo, masculino/femenino. Lógicamente, el par butch-femme cayó en la volteada y se lo analizó en términos de perpetración de desigualdades. La acusación más habitual, que hoy tiene sus ecos, es la de repetir la fijeza que el escenario heterosexual impone. Así, algunos lesbofeminismos vieron en la butch una mala copia del varón opresor. (Aunque perdió de vista que a, diferencia del hétero-macho, la stone butch se desvive por darle placer a su femme.)
La película Mujer contra mujer retrata, en su segundo microepisodio, ese momento histórico donde lesbianas universitarias se burlan de las chicas-chico. Fervientes detractoras de la masculinidad en general, humillan a una stone butch obligándola a vestirse con una camisola hippie, soltarse el pelo y dar explicaciones de su conducta masculina. La novela Stone Butch Blue, de Leslie Feinberg, también muestra esa coyuntura en la que feministas lesbianas son fervientes censoras del par butch-femme.
Fue entonces que, ante la visibilidad de violencias que sufrían las lesbianas, comenzó una lectura muy poco afirmativa de la butch: una reacción, una defensa e incluso una autoimposición. En ese sentido, la teórica lesbofeminista negra Audre Lorde reconoce: “Para aguantarnos el mal tiempo, tuvimos que hacernos de piedra”. Y posteriormente, en la década del ’90, las ramas separatistas del lesbofeminismo radical (estoy hablando de la hereje Sheila Jeffreys) remata que la butch stone no es otra cosa que “lesbofobia internalizada y odio a una misma”.
Pero no hay que perder de vista que las identificaciones con la masculinidad son mucho más traviesas que el correlato con el nacido varón heterosexual. En esa línea, la corriente prosexo del feminismo, las BDSM, el feminismo poscolonial y luego el actual movimiento queer denuncia que la sexualidad está atravesada por ciertos patrones culturales específicos de formación de deseos: que masculinidad no es sinónimo del pito malevo y que el sexo vainilla entre mujeres “iguales” es otro de los clichés prescriptivos de una cultura blancuzca. La audaz poeta lesbiana Cherríe Moraga dispara: “Lo que necesito explorar no lo encontré en el dormitorio de la lesbiana feminista”.
En el Río de la Plata, también por los años ’50, teníamos otro laburante lesbiano, el bombero, campito semántico en el que algunas feministas universitarias no recuerdan haber estacionado. Tenía una muy alta carga peyorativa. “Las más jóvenes no conocieron el viejo estilo de roles en el ambiente lésbico. Era completamente opresivo, rígido, validaba situaciones de abuso e incluso violaciones. El feminismo de alguna manera logró ir filtrando aquel ambiente y modificándolo”, recuerda Adriana Carrasco, co-editora de los míticos Cuadernos de Existencia Lesbiana.
No contamos con publicaciones que recojan la genealogía del término, a duras penas esbozos militantes que se reconocen en ese lote. Entre ellas, algunas lesbianas de clase popular o “cucarachas” que sólo se las veía después de las dos de la matina– llegaban a asumir “bombero” como una broma autorreferencial. En efecto, la periodista Martha Ferro –aquella que se homenajearía en la película Tinta Roja y María Moreno describiría como la que andaba vestida de Trotsky, a veces de Colón– se llamaba a sí misma “bombero de agua tibia”.
Pero entonces, ¿cómo llegamos a abrazar el término butch? “Es un término importado por la militancia LGBT que se impuso recién a comienzos de los ’90 en nuestro país. El término butch empezó a pegar más fuerte –me parece– en la época de Lesbianas a la Vista y desde allí pasó al movimiento LGBT y a Las Lunas, que lo trabajaron teóricamente. Cuando empecé a frecuentar boliches (1985, boliche Confusión, en la entonces avenida Canning y Costa Rica) sólo se usaba el término bombero. Como Las Lunas, aparte del grupo cerrado, ofrecía actividades abiertas a todas las lesbianas (en rigor, a todas las mujeres) y había mucho movimiento, mucha concurrencia, tengo la impresión de que fue la gran ventana de salida del término a los boliches y a otros espacios de lesbianas. Recién entonces el término bombero cayó en desuso. Un camino parecido al del término closet (que me niego rotundamente a usar por colonial; para eso tenemos nuestros armarios y roperos)”, continúa Adriana.
Actualmente, al menos hay tres boliches porteños de ambiente –con respectivas distancias de clase y franja etaria– que se desentienden del término butch, pero que encarnan distintos cuerpos deseables. En Boedo, al histórico Marlene van las más viejardas de camisa abierta y mentón en alto. Al de tesitura fronteriza –musical o españolizado– Bach hay ensalada de chongo (te pueden empujar feo por mirar una novia, podés llevarte algunos besos cómplices o ser expulsada por las fuerzas de seguridad). Pero en Cerrito Mix, en el microcentro, la cumbia cabeza y el amor explotan. Ahí está el pueblo y alguna desquiciada con gorrita te puede hacer vibrar.
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