Viernes, 27 de febrero de 2015 | Hoy
Hacia dónde va el cine queer
Por Diego Trerotola
Cuando, a principios de los ’90, El silencio de los inocentes y Bajos instintos retrataban una persona trans y una bisexual, respectivamente, como asesinos seriales, la comunidad gltb en Estados Unidos puso el grito en el cielo, hizo protestas contra la homofobia en Hollywood y maldijo una y otra vez esas películas que estuvieron nominadas y/o ganaron el Oscar. La incipiente cultura queer, en cambio, celebraba que los personajes sean tan incorrectos y extremos y, al mismo tiempo, tan seductores: igual se trataba de ficciones, y la libertad para invitar al deseo es mejor que sea monstruosa, nunca normalizada. La lucha entre la representación de la diversidad sexual siguió su curso a lo largo de las décadas a partir de esta tensión entre los modelos de una forma de cultura más asimilacionista y otra más revolucionaria. La mayoría de las películas del Teddy prefirieron ubicarse más entre las piernas de Sharon Stone, sintiendo el miedo por los instintos básicos de la mantis a punto de clavarles su colmillo picahielo, o de arroparse con las pieles humanas de la carnicería de corderos de Buffalo Bill. Definidamente incómodas, oscuras hasta la irritación, la mayoría de las películas que formaron parte de este panorama del cine queer mundial fue por el lado de los deseos siniestros que las pesadillas pudieran dictar. Liberar el demonio de las imágenes, dejarse seducir por el ángel caído. Basta de la vida en rosa (a no ser que sea rosa chancho), que nos engorde el asco, a revolcarse en el chiquero. A ensuciarse las manos, que no se nos van a caer los anillos: sólo van a resbalar mejor. Cansadxs de que la representación de la diversidad sexual y de género esté dentro de una legalidad didáctica, idealista, de pretender hacer películas como si se dictase cátedra de cómo debe ser un ciudadano diverso, el cine queer actual se rebeló una vez más: eligió otra vez liberar sus más ilegales, mortales fantasías de ficción.
Sin ir más lejos, el premio Teddy a la mejor película de ficción del 65º Festival Internacional de Cine de Berlín fue para Nasty Baby, una coproducción entre Chile y Estados Unidos dirigida por Sebastián Silva. Lo que comienza siendo casi una sitcom sobre una pareja gay de Nueva York, que busca tener un hijo con una amiga, termina siendo la crítica más salvaje a los anhelos de construir una familia de clase media formada por la pareja de un inmigrante y un afroamericano, artista y obrero, respectivamente. Una crítica feroz con las manos manchadas de sangre, que puede llegar incluso a provocar el grito de disconformidad (eso provocó en la sala de cine en Berlín) frente a alguna de las escenas. La utopía de la convivencia quebrada por la ficción otra vez lleva la firma en la coproducción de Christine Vachon, la responsable de Swoon, Poison, Los muchachos no lloran y algunas otras de las más rupturistas películas sobre diversidad sexual y género de los últimos veinte años. El riesgo narrativo es considerable: una comedia comienza a dar un giro hacia la oscuridad más violenta, y no se trata de una comedia negra sino de una pesadilla al borde de la fábula criminal. Por esos mismos rumbos fueron la taiwanesa Thanatos, Drunk de Tso-Chi Chang, la alemana The Last Summer of the Rich de Peter Kern, la francoamericana Bizarre de Etienne Faure, la tailandesa Onthakan de Anucha Boonyawatana y el documental alemán Haftanlage 4614 de Jan Soldat que, de una manera u otra, eran inmersiones en una forma de criminalidad queer, el deseo de doble filo que reúne a Eros y Thanatos, la pulsión sexual y mortal en relatos sobre los márgenes. Incluso Peter Greenaway con su Eisenstein in Guanajuato se dio el gusto de investigar con esa perspectiva el recorrido del cineasta ruso a Latinoamérica para filmar Que viva México. Así la relación fluida con la muerte de la cultura mexicana se funde con la homosexualidad. Con sexo explícito, mientras un mexicano sodomiza a Einsenstein, le dice: “Europa le dio muchas cosas a México y yo les voy a devolver algo: la sífilis”. El culo del cineasta ruso sangra durante el coito y termina con un banderín comunista clavado. Un homoerotismo doloroso, mortal y al rojo vivo.
Este Teddy fue para el uruguayo Aldo Garay que, con El hombre nuevo, vuelve a una de las travestis que había formado parte de su documental de 1995: Yo, la más tremendo. Veinte años después, y varios documentales surgidos de su relación fluida con la comunidad trans uruguaya, Garay sigue el derrotero de Stephania, nacida en Nicaragua, educada en la revolución sandinista y adoptada por una pareja uruguaya. La película sigue sus días en la calle en Montevideo, la búsqueda de un lugar con su mundo a cuestas como un caracol y su vuelta al país natal, donde reencuentra a toda su familia inmersa en las creencias religiosas que la separan de sus raíces. Retrato seco de honestidad brutal, que incluye escenas documentales de exorcismo religioso que reinscriben el conflicto y las contradicciones de las tensiones ideológicas que fundan la pertenencia a una cultura y a un país. Sin miserabilismo, sin visión romántica de la pobreza, Garay y Stephania son cómplices perfectos en la búsqueda de la supervivencia de la propia personalidad más allá de cualquier tradición e institucionalización. Si El casamiento se podía ver como la contracara de las luchas por los derechos matrimoniales del colectivo lgtbiq, El hombre nuevo puede ser vista como el reverso de las leyes de Identidad de Género, o al menos como una muestra sutil de sus límites. Una forma de volver a la ilegalidad.
A partir de recolectar historias de jóvenes gays y lesbianas en Kenia, la película Stories of Our Lives, de Jim Chuchu, ganadora del Teddy Especial del Jurado, construye tres secuencias que retratan distintos conflictos que pueden dar cuenta de la violencia homofóbica en territorio africano amparada por las leyes. En alto contraste, en un blanco y negro que abre el ojo a la gama de grises en cada uno de los personajes, el modelo de docuficción que plantea la película está enfocado a darles voz a historias que no podrían ser contadas públicamente por sus protagonistas sin poner en riesgo sus vidas. Sus voces, sus experiencias amorosas, son criminales frente a la persecución de la diversidad sexual y de género en algunos países de Africa. Pero esta vez ellas y ellos no eligen ser criminales, es una imposición.
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