Domingo, 12 de junio de 2005 | Hoy
PORTUGAL > DE NORTE A SUR
Sin prisa, y con la suave cadencia del fado, un viaje por Portugal. La belleza de las costas, el verdor de sus paisajes rurales y la dulzura de su gente, orgullosa de un país que se supo dueño de los mares y hoy rescata con maestría las joyas arquitectónicas de su pasado.
Por Graciela Cutuli
Para visitar Portugal, no hay que estar apurado. Sería una contradicción con el estilo de vida de los portugueses, que mucho antes de que se pusieran de moda los movimientos “slow” habían hecho propia la virtud de saborear la vida en otro ritmo, con la pasión y la paz que merecen sus bellísimos paisajes y la nostalgia de una historia gloriosa. Ni siquiera la apertura hacia Europa décadas atrás, después de muchos años de aislamiento, hizo olvidar a los portugueses que en lo pequeño, en lo esencial, están los valores verdaderos: por eso hoy reciben a un turismo deseoso no sólo de disfrutar de sus hermosas playas o cálidas ciudades, sino también de estrechar vínculos con una gente capaz de contagiar toda la luminosidad de su tierra.
Lisboa es una de las capitales más lindas de Europa, con una belleza no estridente ni monumental, sino cálida y accesible, de dimensión humana y acogedora. Alguna vez fue la capital de un imperio que se extendió gracias al dominio portugués sobre los mares: en Lisboa recuerda aquellos años dorados, tal vez con un toque de saudade pero sin tristeza, la Torre de Belém, levantada sobre la desembocadura del Tajo, el lugar desde donde las carabelas portuguesas salían a descubrir el mundo. De construcción renacentista, con influencias moriscas y almenas, la Torre de Belém era una fortificación defensiva situada en medio del río, y hoy se la considera como una de las joyas de la arquitectura manuelina. Sobre los mismos muelles, a poca distancia, se encuentra el Monumento a los Descubrimientos, que se construyó en 1960 para conmemorar los 500 años de la muerte de Enrique el Navegante. El monumento tiene forma de carabela, y reúne –con Enrique el Navegante a la cabeza– a los principales reyes y exploradores portugueses, incluyendo a Vasco da Gama y Fernando de Magallanes. Siempre en el distrito de Belém, hay que visitar el Convento de los Jerónimos, levantado con el “dinero de la pimienta” por orden de Manuel I, tras el regreso de Vasco da Gama de su viaje a las Indias.
Con el tiempo, pasada la edad de oro de los descubrimientos, Lisboa fue situando sus barrios centrales río arriba. El centro de la capital moderna es la Plaza del Comercio, de donde salen las calles del barrio de la Baixa, reconstruido tras el terremoto de 1755 que destruyó una parte importante de la ciudad antigua. Fue afortunada entonces la intervención del marqués de Pombal –muchos comparan su obra con la del barón de Hausmann en París–, quien abrió avenidas rectas y anchas, y logró dar a los nuevos edificios unidad de estilo. Esta es, entonces, la llamada “Lisboa pombalina”, donde están los comercios y restaurantes más elegantes de Portugal.
Sin embargo hay otra Lisboa, tal vez la más auténtica y antigua, aquella donde resuenan con emoción los dulces acordes del fado, y donde las calles laberínticas invitan a perderse. Es el Bairro Alto, al que se puede subir a través del Elevador de Santa Justa, o Elevador do Carmo, una refinada torre de hierro filigranado construida por Raoul Nesnier du Ponsard, alumno de Gustave Eiffel. Desde el Bairro Alto se divisa la Lisboa pombalina pero también el Tajo y el castillo de San Jorge, sobre la colina de Alfama, en el otro lado de la Baixa. En el barrio alto lisboeta hay mucho para visitar, desde los elegantes locales del distrito de Chiado (con su famoso Café Brasileira) hasta la Igreja do Carmo, que fue la más grande de Lisboa hasta el terremoto de 1755, y cuyo esqueleto alberga hoy un museo arqueológico. Sin embargo, es el espíritu del Bairro Alto lo más atractivo, sobre todo cuando por las noches empiezan a iluminarse las salas de fado. Calles de empedrado desparejo, luces tenues, y una música melancólica que se filtra por los ventanales: no hace falta más para rendir homenaje a Amalia Rodrigues, quien llevó el fado al mundo entero y hoy ve continuada su tradición en nuevas generaciones de cantantes que revitalizaron este género, expresión musical inconfundible de la dulzura y la melancolía portuguesas.
Hacia el noroeste de Lisboa, basta apenas una hora de recorrido para llegar a la costa marítima, donde florecen los pueblos de pescadores y algunas zonas rurales se mantienen tan intactas como hace siglos. El mar aquí es ideal para el surf, y una de las localidades cercanas a la costa –Estoril– es famosa por el circuito de Fórmula 1, además de haber sido durante el siglo XX refugio de reyes exiliados, desde Juan de Borbón a Carlos de Habsburgo y Umberto II. Hay pueblos dignos de una postal, como Colares, palacios imponentes e inesperados como el de Mafra, y localidades encantadas como Cascais, un puerto protegido naturalmente, sobre una bahía de arenas blancas. Cascais empezó a crecer en el siglo XIX, cuando se hicieron populares los baños de mar, y junto con esta moda se instalaron las familias ricas y sus palacios. Vale la pena visitar el Museo Biblioteca, ubicado en un palacio de 1892 que perteneció al conde de Castro Guimaraes. El conde y su esposa legaron al Estado portugués la casa, su colección de muebles, cuadros, azulejos y la espléndida biblioteca. Además de Cascais, sobre la costa lisboeta no hay que perderse Sintra, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO hace diez años. La ciudad es realmente espectacular por su emplazamiento y arquitectura, en particular gracias al Palacio Nacional de Sintra –un gran edificio construido a lo largo de varios siglos, con sus consecuentes estilos– y el Palacio da Pena, levantado por Dom Fernando de Sajonia, Coburgo y Gotha, rey consorte de María II, en 1885. El Palacio da Pena está situado sobre las cimas más altas de la Serra de Sintra, sobre las ruinas de un antiguo monasterio. La intención de Dom Fernando era construir un palacio extravagante, y sin duda el resultado merece esa calificación: conservado tal como estaba en 1910, cuando se proclamó la república, visitar el Palacio da Pena es como ingresar en un cuento de hadas, donde hay un salón de baile adornado con porcelanas chinas, un salón árabe inspirado en el arte oriental, los dormitorios reales y una capilla que conserva auténticos tesoros en el interior. Por fuera o por dentro, el palacio revela el temperamento artístico del rey consorte, y su lograda voluntad de dotar a su país de adopción de un monumento único en su género.
El Duero, que llega desde España y en Portugal se llama Douro, delimita la zona norte del país, sobre todo de carácter rural, pero con una sorprendente riqueza cultural. Esta región es famosa gracias al vino que se destila en el valle de la parte alta del Duero: el dulcísimo oporto, uno de los embajadores de Portugal en las mesas de todo el mundo. La bebida toma el nombre de la ciudad de Oporto, situada en una posición costera privilegiada que le permitió enriquecerse gracias al comercio y a los descubrimientos marítimos portugueses del Renacimiento. Según la leyenda, en Oporto y junto al Duero nació Enrique el Navegante, quien promovió la expansión portuguesa sobre las costas africanas. Hoy Oporto, la segunda ciudad de Portugal, cautiva a los visitantes con el barrio de la Catedral, donde no hay que dejar de visitar la opulenta iglesia de Santa Clara ni la estación central de Sao Bento, y los pintorescos barrios de Barredo –un laberinto de calles medievales sobre la colina– y Ribeira, un sector popular de animada vida nocturna. Vale la pena visitar Oporto desde el río, tomando alguno de los barcos que salen bajo el Ponte de Dom Luis I, diseñado por un ayudante de Gustave Eiffel. Hacia el este se encuentra un puente de ferrocarril sobre el Duero, el Dona Maria Pia, realizado por el propio Eiffel a fines del siglo XIX. En las afueras de la ciudad, Vila Nova da Gaia es el centro de la producción de oporto, y por lo tanto el lugar ideal para emprender visitas a las bodegas, con su correspondiente cata. Por las dudas, después de la experiencia hay que asegurarse cómo volver al punto de partida. También merecen visitarse los viñedos de las quintas del Alto Duero, donde en las numerosas localidades productoras se celebra la vendimia a principios del otoño: aquí, en una casita del poblado de Sabrosa, nació Magallanes entorno a 1480. Si se puede elegir la época del año para visitar Oporto, junio es ideal: el 23 y 24 se celebra la fiesta de Sao Joao, cuyas hogueras y fuegos artificiales sobre el Duero la convierten en una de las fiestas más llamativas de un país donde las fiestas son tradicionalmente coloridas y alegres.
Hacia el norte de Oporto, Braga es una de las principales ciudades de la región de Minho, que se considera como fundadora de la nación portuguesa. Allí se encuentra también Guimaraes, su primera capital. Braga es un importante centro religioso, dueña de un hermoso casco histórico, y famosa por sus celebraciones de Semana Santa. Hacia el este de la ciudad, construida sobre una ladera, se encuentra uno de los monumentos más célebres y espectaculares de Portugal: el santuario Bom Jesus do Monte. Para llegar a la iglesia, el recorrido empieza en una empinada Vía Sacra jalonada de capillas que ilustran las estaciones del Vía Crucis. Se llega así a la imponente Escalinata de los Cinco Sentidos, donde otras tantas fuentes representan la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato, para acceder luego a la Escalinata de las Tres Virtudes. Es difícil decidir, una vez llegados a la explanada que permite ingresar en la iglesia (también se asciende en funicular), si la vista es más espectacular desde arriba o desde abajo: lo cierto, sin duda, es que este imponente conjunto vale por sí solo la visita a Braga. A poca distancia de la ciudad está Barcelos, una localidad conocida por sus artesanías y sobre todo porque es el origen de la leyenda del famoso Gallo de Barcelos, omnipresente en las tiendas de recuerdos de todo Portugal (ver recuadro).
En el extremo sur del país, sobre el Atlántico en la costa oeste y frente al norte de Africa por el sur, el Algarve es una de las regiones más turísticas de Portugal, gracias a las playas, los deportes acuáticos y un clima privilegiado que permite disfrutar de los encantos de este lugar durante todo el año. La atracción del Algarve, sin embargo, no es nueva: la fertilidad y los estratégicos ríos de la región ya habían atraído a los fenicios y a los árabes, que dejaron una herencia importante en toponimia, arquitectura y artes. En el siglo XV, Enrique el Navegante estableció en Sagres –situado justo en la punta sudoeste de Portugal– su escuela de navegación, punta de lanza de los descubrimientos portugueses por los mares del globo. Hoy en día, queda muy poco de la fortaleza que hizo construir el príncipe, excepto una gigantesca Rosa de los Vientos de 43 metros de diámetro. Hacia el este, sobre el litoral sur del Algarve, otro importante centro de navegación en el siglo XV fue Lagos, tristemente célebre por haber sido en los siglos posteriores uno de los principales centros del comercio de esclavos. Una placa en la Rua da Senhora da Graça recuerda el lugar donde se situó el primer mercado de esclavos de Europa. Más despreocupada, y más hacia el este, la capital turística del Algarve se encuentra en Albufeira, un antiguo pueblo pesquero de casas blancas con las que contrastan las barcas coloridas amarradas en la arena. Albufeira dejó atrás una historia agitada para reconvertirse con gusto al turismo: es un pueblo en gran parte peatonal, con centro en torno a la iglesia de Sao Sebastiao. Pequeñas playas rodeadas de rocas matizan la costa, como en tantos otros de los poblados costeros de esta región consagrada a la recreación marítima (Vilamoura es otro excelente ejemplo).
El Algarve tiene su capital en Faro, una antigua aldea de pescadores que sufrió conquistas, reconquistas e incendios, y fue destruida también en el terremoto de 1755. Lo que quedó en pie se visita en el centro histórico, donde subsisten parte de las antiguas murallas, además de iglesias y museos. El centro comercial se extiende en torno a la Rua de Santo Antonio, una zona peatonal ideal para tentarse y visitar el mercado matinal del Largo de Sá Carneiro: desde aquí se puede subir a la Ermida de Santo Antonio de Alto, que permite divisar una magnífica vista panorámica de Faro, donde la mirada se pierde hacia el norte de Africa. De sur a norte, desde las cálidas playas da los verdes paisajes del Minho, Portugal habrá ofrecido entonces lo mejor de sí. Hermosos paisajes, hospitalidad, historia, y una amistad con el visitante que suele ser recíproca, y para siempre.
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