Jueves, 1 de septiembre de 2016 | Hoy
14:05 › OPINIóN
Por Washington Uranga
Unos y otros, los que estaban a favor y los que estaban en contra, saben que lo sucedido ayer en Brasil con la destitución de la presidenta Dilma Rousseff representa un golpe para todas las fuerzas progresistas y también para la democracia en América Latina. Es una etapa más del regreso de la derecha política y económica en la región. Situación que el presidente de Ecuador, Rafael Correa, califica claramente de “restauración conservadora” y a la que el vicepresidente de Bolivia, Alvaro García Linera, prefiere designar como “oleada conservadora” argumentando que son momentos históricos de altas y bajas pero no un paso atrás de lo ya andado y construido. En todo caso se trata de matices de un análisis que deja al descubierto que los sectores populares y los gobiernos progresistas de la región que los representaron están sufriendo una derrota más. En Argentina fue por el camino electoral; en Paraguay y en Brasil usando resortes institucionales legales pero cuestionables desde su legitimidad ética y política (¡cuándo le importó la ética y la legitimidad a la derecha!). Y se podría analizar las características particulares de la situación de cada país.
La conclusión es clara: la derecha política y económica vernácula con el apoyo de sus aliados globales decidió “volver a la normalidad” y restablecer el orden, dejando en claro quienes mandan y quienes obedecen. Hay ejemplos anteriores, pero Brasil, por todo lo que conocemos es la “presa” mayor y lo que allí acaba de suceder nos afecta directamente. En lo económico, en lo político y en lo cultural. El cambio de rumbo impone también para la región una modificación sustancial de su geopolítica. Profundiza el aislamiento de Venezuela y acorrala aún más a Bolivia y a Ecuador. También porque Brasil –como nunca lo dejó de hacer– pretende extender e imponer su perspectiva, sin importar los costos, a los otros países de la región. Bien lo sabe Uruguay cuyo canciller, Rodolfo Nin Novoa, denunció que su colega de Brasil, José Serra, intentó “comprar el voto de Uruguay” para impedir que Venezuela asumiera la presidencia pro tempore del Mercosur.
Nada de lo que sucedió y ocurrirá en Brasil puede ser ajeno a lo acontece y acontecerá en los países de América del Sur. Lo fue para bien en los últimos años y lo será ahora con la nueva realidad política y económica del gigante regional. Desde esta perspectiva el análisis de la situación de Brasil en su integralidad debe ser atendido también por las fuerzas políticas argentinas, porque el desarrollo de los acontecimientos en el país vecino incidirá significativamente también en nuestra realidad local.
En ese esfuerzo y en la misma tarea, parece importante construir también una agenda común que reflexione desde el campo popular acerca de los procesos de integración desde la democracia. Para hacer un balance acerca de cómo se aprovecharon las oportunidades durante el tiempo en que coincidieron los gobiernos progresistas, pero también para revisar las asignaturas pendientes y, en particular, las debilidades que dejan en evidencia sistemas democráticos construidos sobre pilares y al servicio de la sociedad liberal capitalista. Sistemas que entienden que la “normalidad” es el ejercicio del gobierno por parte de los grupos capitalistas de poder y que cualquier otra alternativa es apenas una “distracción” o un “descuido” que, por favorecer a los sectores populares, debe ser corregido. Así lo conciben y suelen argumentar también los funcionarios del macrismo refiriéndose a la realidad argentina.
Para esa mirada Brasil ha vuelto ahora a la “normalidad”. Y en ese sentido se puede decir que desde el punto de vista de los afectados, de las víctimas del golpe institucional, “todos somos Brasil”, si en ese “todos” se incluyen las fuerzas que luchan por la consolidación de un cambio basado en la justicia y con perspectiva integral de derechos.
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