Martes, 8 de enero de 2008 | Hoy
Por José Casco Y Lorena Soler *
Rebatir, intranquilizar y desorientar fue una marca de época que signó el mundo cultural de los años ’60, donde se avenía un campo intelectual radicalizado y profundamente moderno, que admitía cruces productivos en una búsqueda que cuestionaba las fronteras de lo tradicional. “Lo viejo” y “lo nuevo” podían enfrentarse en cualquier zona de lo social, pero el arte y la política eran lugares privilegiados.
De aquellas disputas se recordará la emblemática respuesta de Oscar Massota a Gregorio Klimovsky, cuando éste sostuvo en el diario La Razón que el happening era una frivolidad elitista y que quienes “confeccionaban happenings” debieran usar la imaginación para tratar de solucionar el flagelo del hambre.
Cuando el arte puede expresar e interrogar incisivamente a la comunidad, estamos en presencia de un acto trascendente.
Cuando el auditorio comienza a incomodarse y circulan miradas cómplices es porque nos encontramos frente a una realidad que nos ha desbordado y no sabemos cómo nominarla.
Casi treinta años después, cometimos un happening en la carrera de Sociología de la UBA, ideado por Gustavo Moscona.
Primera escena: una asamblea estudiantil donde gran parte del debate se concentra en el disenso sobre la cantidad de agujeritos que debe llevar la bandera que marcha hacia un lugar desconocido. Nunca se explicita, se desconoce, no importa, no hay. Tal vez no interesa. Segunda escena: conflicto sobre la consigna: o por los derechos de los trabajadores de Tierra del Fuego o por la liberalización de la marihuana o por el campo popular. El público asambleísta es heterogéneo, Roberto Jacoby camina entre los grupos, Oscar Steimberg se sienta en el suelo, entonces un colectivero de la 39 protesta porque le cortaban la calle de la facultad, una artesana húngara pide solidaridad ante los ataques de la policía, alguien pregunta si puede prender un porro y una madre cuenta su drama de un hijo adicto al paco. Un auxiliar docente reclama por su renta, pero exactamente a su lado hay otro que quiere trabajar sin salario y no sabe cómo ni con quién hacerlo.
¿Qué es esta abrumadora puesta en escena de una asamblea de agujeritos en la que al final un comando secuestra, juzga y ejecuta al director de la carrera de Sociología? Es el ritual desfasado, que no contiene colectivos, que no posee sujetos. Una sociedad del pasaje abierto, sin destino, pero intentando utilizar los mismos marcos políticos. Una asamblea que desnuda, también, la crisis de la universidad pública, en la búsqueda de respuestas cuando todos los paradigmas parecen haber caído en “desuso”. Interrogan a una universidad, que aún preocupada por la supervivencia de los sin salario, no puede alumbrar sobre los profundos problemas de la estructura social, ni esbozar respuestas ante el paco, como metáfora de los realmente agujereados.
Como ayer, cuando los jóvenes rechazaban el lugar que los viejos militantes le asignaban a su rol en la izquierda, hoy la expresión artística parece ocupar el lugar dejado por formas políticas que ya no interpelan y caminan como un zombie a tientas en esa cornisa de alambres que son las instituciones tradicionales. Y es ahí donde podría parangonarse esa escena de Klimovsky y Massota y la noche que historiamos en “Sociales”.
Epoca de crisis la nuestra, distinta a aquella de los años ’60, pero también con un potencial poder de contestación. Y quizás en esos cruces entre arte y política puedan estar las claves de un combate, no sólo generacional, que entiende que los viejos convencionalismos ya no resisten las nuevas preguntas de un mundo que ha cambiado demasiado, pero que sí se plantea hoy a las ciencias sociales y a la universidad.
* Sociólogos (UBA).
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