Lunes, 3 de enero de 2011 | Hoy
Por Fabián Casas
Para Baltazar Vega,
cuando pueda leerlo
“You only have to read the
lines as scribbly black, and
everthings shines!”, Matilda
Mother. Syd Barrett.
Primero hago el piso. Línea recta larga, larga. Hasta acá. Así. Así es. Esto es suelo. Donde piso yo, mamá, Sergio. Línea recta hacia allá. Listo. Ahora cielo. Grande, grande. Cielo azul, sin nubes. Cielo con sol. Hago casa. Mamá está en la casa. Sergio no. Mamá está sentada a la mesa dentro de la casa. Sergio no. Mamá camina por la casa. La casa es alta, muy alta. Como Sergio. No como yo. Mamá cocina en la cocina de la casa. Mamá lava los platos azules en la casa alta, muy alta. Mamá me quiere adentro de la casa alta. Sergio nos quiere adentro de la casa. Yo los quiero. Las ventanas de la casa están bien arriba, casi en el cielo. Arriba, muy alto. Lejos de la calle sucia. En la casa hay un recuadro. Lo hago. Así. Así. En ese recuadro vivo yo. Mamá viene todas las noches y me da un beso. Me tapa con la sábana. Todas las noches. Me duermo y mamá está ahí. Los dos estamos en el recuadro. Mamá tiene un recuadro igual donde vive con Sergio. Lo hago. Así. El recuadro está lleno de agua. Yo vivo en el agua también. Tenemos, cada uno, recuadros llenos de agua. Es para cuando la casa se caiga, es para cuando la casa se caiga.
Atravesamos los largos pasillos con olor a pis. Ayer vinimos en colectivo pero yo me sofoqué y empecé a vomitar. El colectivo estaba lleno. Una mujer le decía a mamá pobrecito, pobrecito. Mamá no decía nada. Mamá parece enojada para los demás pero para mí no se enoja. Yo quise sacar el boleto. Después me arrepentí y me quedé callado con la plata en la mano. El colectivero me miraba y me preguntaba qué quería. Mamá me sacó la plata de la mano y se la dio al colectivero. Mamá pagó, después me agarró de la mano y dijo acá, Tuti, y me hizo un lugar a la ventanilla. Hacía frío y estaba el colectivo cerrado y empezó a subir gente y a moverse cada vez más y yo empecé a sentir la panza revuelta. Qué pasa, Tuti, qué pasa, decía mamá. Mamá tiene una voz gruesa. La tía Susana tiene una voz linda. El doctor Lavena tiene una voz increíble. A veces me da miedo, pero no le digo nada a mamá. Por eso hoy mamá le pidió a Sergio que nos trajera con el auto. El auto es grande, verde. Así. Tiene un piso con agujeros por donde Sergio saca sus pies para poder hacerlo avanzar. Así. Mamá vino a la pieza y me despertó. Me puso la ropa y me lavó la cara. Después yo solo fui a la cocina. Estaba Sergio en la luz. La taza humeaba. A veces, por las noches, Sergio me lee Bufalito. Bufalito es un vaquero muy lindo. Vive en el Lejano Oeste. Hola Hombrecito, dice Sergio. Me levanta y me da un beso. Raspa. Huele a café. Mamá huele a jabón. Tomamos la leche. Mamá le pregunta a Sergio cosas de su trabajo. Si va a buscar a un hombre a donde salen y vienen los aviones, si lo va a acompañar a recorrer la ciudad. Sergio dice que el hombre es un bodrio. Me gusta esa palabra, le digo a Calaguali que la recuerde por si me la olvido. Tenemos una caja con palabras que fuimos recolectando con Calaguali: Pecado, Caniche, Hortaliza, Gusano, Torre, Corcel, Sangre, Luz negra, Esperanza. Esperanza es una palabra pero también es una chica de la televisión.
Mamá se para. Parece siempre apurada. Veni, Tuti, me dice. Lavate los dientes. Pone un banco y me sube arriba. En el baño está la estufa eléctrica encendida. Me sofoco. Ganas de devolver todo. Pienso en Bufalito, en cómo se enfrenta a los peligros de vivir en el Oeste. Mamá me da agua y me dice que me enjuague. Ayer mordiste el tocadisco otra vez, dice mamá. Te gusta la madera no. La música me da ganas de morder, digo. Tuti, no quiero que te rompas los dientes, dice mamá. Me pone la campera roja, con capucha. Hace frío, Sergio, dice. Es invierno, dice Sergio. Sergio se pone el sobretodo azul que me gusta. A veces lo toco. El otro día me regaló una caja con terrones de azúcar de todos colores. Escuchame, Sergio, le digo, hoy me podés traer chocolate. Lo que quieras, Hombrecito, dice Sergio mientras se adelanta y abre la puerta. Mamá grita desde el baño. Pero cómo volvió al baño. Si estaba adelante. No entiendo qué grita, pero Sergio le dice sí, no te preocupes. Escuchame, Sergio, vos vas a manejar no, le digo. Salimos a la calle. Hay sol y ruido. Hay viento y frío. Hay olor a puré. Sergio me alza. Escuchame Sergio, quiero caminar, le digo. No, Hombrecito, no hay tiempo, me dice. Abre la puerta verde. Adentro de la puerta hay asientos blancos y olor a limón. Adelante no, dice Sergio. Adelante va mamá, dice. Escuchame, Sergio, le pregunto, nos vas a pasar a buscar después del hospital. No puedo, Hombrecito, tengo que trabajar. Pero en el colectivo me sofoco y devuelvo, le digo, mientras siento un calor que sube desde la panza. Entonces se toman un taxi con mamá, dice Sergio. Yo tengo que ir a buscar a un escritor al aeropuerto, donde vienen los aviones, dice Sergio. Me pongo a llorar. La voz de mamá en un costado de la cara. Por qué llora, dice. Porque quiere que los pase a buscar cuando salgan del hospital, dice Sergio. Basta, Antonio, me dice. Dejo de llorar. Sergio arranca el auto. Primero despacio, después cada vez más fuerte. Yo veo cómo mueve los pies y lo hace avanzar. Qué dice el doctor Lavena, dice Sergio. Después hablamos, dice mamá. Pero sí o no, dice Sergio. Después hablamos, dice mamá. Escuchame, mamá, el doctor Lavena sabe música, le digo. Mamá gira la cabeza. Mamá tiene una larga cabellera roja. No sé, Tuti, pero le podemos preguntar, dice.
Mamá camina rápido. Me lleva alzado. Escuchame, mamá, le digo, dejame caminar a mí. No, dice, no quiero que llegues agitado al consultorio del doctor Lavena. Dice: te acordás cómo te agitaste ayer y vomitaste en el colectivo y después con el doctor. Fue una vergüenza. Dice: ya llegamos. Cada vez pesás más vos, eh. Pasillos largos con olor a pis. Mucha gente que se cruza entre nosotros. Ruido. Hay un motor funcionando en algún lado. Escuchame, mamá, qué motor suena, digo. Motor, pregunta mamá, yo no escucho ningún motor, dice. Siento la respiración de mamá en mi cara. El cuerpo de mamá, grande, fuerte. No raspa. Hay una puerta, adentro de la puerta hay mesas, sillas y más gente. Acá también hay motor. La conocen a mamá. La saludan y me hacen un lugar. Mamá me deja sentado y se pone a hablar con una mujer que está sentada frente a una mesa. Salvo mamá, todos están sentados. Mamá, mamá, le grito. Escuchame, mamá, sentate acá, le digo. Están todos sentados, le digo. Siento de nuevo al calor que sube desde la panza. Todos se ríen. Me agito. Ya voy, Antonio, esperá que tengo que hablar con la señora, dice mamá. Ya viene, mami, me dice una viejita que está sentada al lado de otra viejita que está sentada al lado de una nena. Cuántos años tenés, Antonio, me pregunta la viejita. Le hago con las manos. En serio, dice la viejita, entonces ya vas a la escuela primaria. Te gusta la escuela, dice la viejita. El calor sube y sube, está en la garganta. A Calaguali le pasa lo mismo, él me lo dijo. Y también, cuando duerme, le duele la cabeza. No, Calaguali va, le digo. Guali, pregunta la viejita. Calaguali, le repito. Pero vos no vas, pregunta la viejita. La viejita de al lado le dice algo al oído. Bueno, bueno, dice la viejita. La nena me mira fijo. Me mira muy fijo. Tiene ojos negros y brillosos. Yo la miro pero entonces vuelve mamá y me alza. Vamos, Tuti. Mamá tiene olor a jabón y miel. Otra puerta más y adentro de la puerta está todo blanco y no hay sonido. Hay olor a algo. Me agito más. Mamá se va a enojar. Se va a enojar. Bufalito no tuvo miedo y domó el caballo del tío Billy, allá en el rancho de Yonapatagua. Pienso en eso y me doy fuerzas para no vomitar. Un pared muy blanca. No hay sonido. Y de golpe, de la pared, así, así, increíble, aparece el doctor Lavena. Es como un héroe, con el pelo negro brilloso peinado hacia atrás, el guardapolvo blanco. Hola, Tuti, me dice. Hoy estás más tranquilo, me dice. Mirá lo que te traje, dice. Tiene la revista de Los Titanes del Coco, en colores, como la anuncian en la tele. Qué se dice, Antonio, dice mamá. Gracias. El doctor Lavena vuela por el consultorio propulsado por unas botas de las que sale fuego, como uno de los Titanes. Igualito. La alza a mamá en brazos y la deja sobre una silla. Me alza en brazos y me pone sobre la camilla. Tuti, dice, sacate el pulovercito y la remera. Lo sé hacer. Despacio, despacio. El calor está bajando de la garganta al pecho. Estás agitado, dice el doctor Lavena. El pelo es brilloso y huele a menta. Escuchame, doctor, le digo, no va doler, no. No, Tuti, cuándo te hice doler, decime, dice el doctor Lavena. Sus manos están frías, me pone el aparato en la espalda y escucha. Después lo pone en el pecho. Respirá, dice, respirá hondo, dice. Después agarra otro aparato y lo pasa por mi cuello. Está frío. Le pregunta a mamá si me despierto irritable. Irritable, le digo a Calaguali que guarde esa palabra. A veces, dice mamá desde su silla. Tiene dolores de cabeza, pregunta el doctor Lavena. Hace semanas que no tiene. Acostate, Tuti, me dice. No, así no, boca abajo, dice. La camilla tiene olor a menta. Me pone el aparato frío por la espalda. Hay un ruido como el del autito que me trajo Sergio. Hay más inflamación, dice el doctor Lavena. No sé si me lo dice a mí o a mamá. Pero me quedo callado por las dudas. Después él y mamá pasan del otro lado de la tela que está pegada a la camilla. Hablan de algo pero no los escucho bien porque hablan muy bajo, para que yo no los escuche. Escuchame, mamá, por qué hablan bajo, les digo. Antonio, estoy hablando cosas de grande con el doctor Lavena, dice mamá. Detrás de la tela está la mesa donde se sienta el doctor Lavena, como la que tiene Sergio en su pieza y donde se sienta a leer y a trabajar en sus cuentas. A veces me despierto en medio de la noche y voy al baño y Sergio está con la luz prendida, la luz chiquita que yo también tengo en mi mesita de noche y a veces también mamá está despierta con él, dándole mates. Entonces yo les pregunto qué están haciendo y mamá dice: Sergio está haciendo las cuentas. Y eso me da felicidad. Estamos los tres a salvo de los enemigos, en nuestro escondite, como el que tienen Los Titanes del Coco, con el escudo de energía invisible activado y ningún enemigo puede entrar a la casa aunque sea de noche. Ahora mamá sale de atrás de la tela y tiene los ojos rojos, como si hubiera estado llorando. Tendrían que ver a mamá llorando, es un espectáculo. La otra noche nos bañamos juntos ella y yo y de golpe se puso a llorar y el agua enjabonada de la bañadera se puso salada por las lágrimas de mamá. Vamos, Antonio, ponete la ropa. Una vez Sergio me puso un pullover sin nada abajo y tuve ronchas por todo el cuerpo, y picazón. Bueno, nos vemos el viernes para los análisis de sangre, dice el doctor Lavena. Y mamá casi no le contesta, sólo le hace señas con la cabeza, como hace el pájaro de los dibujitos que sube y baja picoteando la madera, pero más lenta, mamá es más lenta.
Sergio me dijo ayer que después de la operación voy a poder ir al colegio como los demás chicos. Me preparo para cuando llegue ese momento. Salvo con mis primas, Mabel e Irene, no hablo con muchos chicos como yo. Pero los veo por la calle, los veo en la tele, somos casi parecidos. Escuchame Sergio, la operación va a doler, le pregunto. Ni te vas a dar cuenta, Hombrecito, me dice. Te duermen y cuando te despertás ya estás sano otra vez, dice. Escuchame, Sergio el doctor Lavena me va a operar, le pregunto. Sí, el doctor Lavena, que te quiere mucho te va a operar y además es muy bueno operando nenitos, me dice. La otra noche soñé con el doctor Lavena, él y mamá iban caminando de la mano por el hospital. Se veían contentos. Pero esto no se lo cuento a Sergio. Hay cosas que pasan que no se las cuento a nadie. Bah, sólo las hablo con mi Calaguali.
La otra noche yo y mi Calaguali hicimos cosas raras, los dos nos bajamos los calzoncillos, nos pusimos de espaldas y nos frotamos las colas.
Después me vino fiebre y mamá se enojó porque me vio agitado. Pero no le dije nada de Calaguali. Después de la operación, cuando tenga que ir al colegio como todo el mundo, un día de esos, le voy a contar de mi Calaguali.
Hígados y fideos. No me gusta. Pero mamá dice que tengo que ponerme fuerte. Mamá me corta el hígado. Lo corta en pedazos cuadrados, a los que vuelve a cortar hasta que son muy chiquitos. Comé todo, Hombrecito, me dice. Mamá y Sergio comen hígado pero con más salsa. Escuchame, mamá, no puedo comer igual que ustedes, le digo. No, Tuti, porque la salsa tiene vino. El vino no deja crecer a los chicos, dice Sergio. No digas estupideces, le dice mamá. Mi viejo me decía eso, dice Sergio. Después de comer mamá me lleva al baño, pone el banco de madera y me hace subir encima. Mi cabeza, grande, en el espejo. Mi mamá me mima y me besa mientras me hace lavar los dientes y las manos. Quiero ver con ustedes, le digo. Un rato, dice mamá, y después te vas a dormir. Sergio está sentado en el sillón y ya prendió la tele. Escuchame, Sergio, después vas a hacer las cuentas, le pregunto. No, Hombrecito, hoy trabajé mucho y estoy cansado, después de la serie nos vamos todos a dormir. El no va a ver toda la serie completa porque siempre termina acostándose muy tarde, dice mamá mientras trae almohadones para sentarse encima. Nunca le alcanzan los almohadones para sentarse encima. Mamá manda, me dice Sergio mirándome fijo. Ahí empieza, dice mamá, callensé. Mamá, te quiero, no quiero que nunca te pase nada de nada. Cuando sea grande, mamá, voy a trabajar de actor en esta serie y vos vas a estar muy contenta de mí, mamá. Otra vez Falconetti, grita mamá. Cuando aparece en la serie Falconetti las cosas se ponen mal. A mí a veces me hace llorar y mamá se enoja por dejarme ver la serie. El hermano rico y el hermano pobre son separados desde muy chicos, como si ahora alguien me separara a mí y a mi Calaguali y nunca nos volviéramos a ver. O peor, nos volvemos a ver pero no sabemos quiénes somos, no sabemos que una vez vivimos juntos y éramos hermanos. Y siempre está Falconetti siguiéndonos para lastimarnos. Falconetti es muy malo. Es, como dice la Tía Susana, la piel de Judas.
Otra vez los ojos rojos de mamá. La tía Susana y ella estaban hablando en la cocina y cuando entré se quedaron calladas, las sorprendí. Falconetti anoche sorprendió al Hombre Pobre. Sergio me preguntó: pero cómo no se dio cuenta de que estaba Falconetti esperándolo. Es verdad, yo también estuve pensando en eso.
Antonio, dice mamá, querés que la tía Susi te lleve con el tío Carlos a la Costanera. La tía Susana es la única persona –además de Sergio– con la que mamá me deja salir. Sí, digo, sí. Bueno, vamos a vestirnos que hay sol, dice mamá. Porque después empieza a hacer frío temprano. El puloversito, los vaqueros, como los de Bufalito, la campera roja con capucha. Mamá me ajusta la ropa, me la mete por dentro de los pantalones. Las medias me pican, le digo. Son ideas tuyas, me dice. Me pican, le repito. Me las saca y me pone otras. Están son lindas y no pican. Estoy listo. Me siento en la cocina con mamá y la tía Susi. Al rato llega el tío Carlos. Soy feliz. La tía Susi es como las de la tele, con los pantalones azules, ajustados. El tío Carlos es grande, patilludo. Me gustan sus zapatos altos. El auto del tío Carlos huele a chocolate. La tía Susi lo abraza mientras él maneja. El maneja igual que Sergio. Pero la tía Susi y el tío Carlos hablan más. Mamá y Sergio no hablan mucho mientras van en el auto. De a ratos, el tío Carlos se da vuelta y me dice: mirá, Antonio, qué lindo día. Sí, sí, digo y no paro de mirar a las personas, los colores de la calle, los chicos como yo, los colectivos, todo es maravilloso aunque empiezo a sentir calor en el estómago. Eso empieza a subir. Entonces el tío Carlos estaciona el auto en la Costanera y bajamos. Me compran nieve y nos sentamos en un banco. Hay un montón de gente alrededor nuestro. Y adelante, con solo saltar, está el río inmenso y marrón. El río inmenso y marrón. Cuando me doy vuelta para contarles que el río es inmenso y marrón la tía Susana se está besando con el tío Carlos. Le mete la boca en la boca, se enganchan. El otro día se besaban así en la tele. Me como la nieve. Un nenito pasa con un hombre grande. El hombre lleva una caña de pescar. Van de la mano. El nenito me mira fijo como si yo tuviera algo que fuera de él. O como si me conociera. Tal vez nos conocemos. Cómo sé si Calaguali no lo conoce a él también. Giro la cabeza, están todavía con la boca en la boca. La tía Susana está encima del tío Carlos. Hacen un ruido raro. Pongo la vista en el río que es inmenso y marrón. El sol está brillando poderoso sobre el río. El sol tiene rayos largos que giran a toda velocidad y producen un efecto extraño en los ojos. El río se vuelve azul, el río se vuelve azul. Me doy cuenta de que el río es en verdad el mar escondido. Me quedo mirando fijo cómo el mar y el sol se besan como mi tía Susana y mi tío Carlos. Ellos hacen ruido. De golpe mi tía Susi se acerca, dejando a mi tío Carlos agitado sobre el banco en el que estamos sentados. Mi tío Carlos respira agitado como lo hago yo algunas veces. En esos casos mamá me pregunta, nerviosa: estás agitado, estás agitado. Mi tío Carlos es como un animalito vestido de hombre. Antonio, dice Susi. Qué, le pregunto. Se la volvió a encontrar, dice mi tía Susi. A quién, le digo. A la eternidad, dice mi tía Susi señalando el horizonte con el dedo. Es el sol mezclado al mar, dice. Asi que ella también sabe que el río es el mar cuando está escondido. Entonces mi tío Carlos me dice que volvamos al auto, que nos quiere llevar a un lugar encantado. Como los cuentos que me cuenta Sergio, pienso. Susi me alza y me pone en el asiento de atrás. Arrancamos. Vamos a un lugar encantado. Siento cosquillas en la barriga y en el pecho. Estamos a la par del río, que ahora, muy de a poco, vuelve a ser marrón. Y el tío Carlos está contento porque no para de cantar. Canta: tralalá, tralalá, la encontron a la eternidad, es el sol mezclado al mar. Y Susi se da vuelta y me mira y los dos nos reímos. Entonces el auto entra por un camino extraño, con muchos árboles altísimos. Ya no hay río, sólo árboles altísimos que se cruzan uno detrás de otro. Veo animales desconocidos que se mueven en sus copas. Hasta que bajamos por una rampa y terminamos en una playa inmensa donde hay muchos autos. Y hay gente adentro de los autos. Están unos al lado de otros. No me di cuenta porque las copas de los autos cubrían al sol pero ahora es totalmente de noche. En los otros autos hay gente que mira hacia el resplandor. El resplandor está frente a nosotros, contra el cielo estrellado. Este es un autocine al que a veces venía con mis papás, dice el tío Carlos. Te gusta, me pregunta. Le digo que sí con la cabeza. Oscureció y está haciendo frío, dice Susi. Por qué no volvemos, Carlos. Pará, pará, dice Carlos. Demos una vuelta más, dice. Arrancamos. En un auto hay unos nenitos rubios, brillantes, contra el resplandor. Sus papás están al volante, también rubios. Qué buena luna, dice Carlos. Si quiero apago las luces del auto, mirá, dice Carlos. Pará, dice Susi, manejá más despacio. Esquivamos a los demás autos y salimos de nuevo al camino de árboles. Mirá, Antonio, allá, allá, me grita Carlos. No lo puedo creer. Un inmenso tobogán donde la gente sube por unas escaleras con mantas en las manos para después tirarse sentada encima de ellas. Es el supertobogán, dice el tío Carlos. Todavía está habilitado, dice. Es como una montaña, tío, le digo. Sí, yo venía seguido acá, dice. Una vez se tiró un chico parado y se mató, me dice. Carlos, no le cuentes esas cosas al chico, le grita Susana mientras le pega con el puño en el brazo. Bueno, Tuti, la verdad no sé si eso no es un camelo, así que no me des bola, me dice. La gente se tira y brinca a medida que cabalgan las ondas del supertobogán. Como hace Bufalito con sus caballos. Volvamos a casa que se hizo tarde y la mamá va a estar preocupada, dice Susi. Carlos, volvamos a la casa que la mamá debe estar preocupada, le repite. Después de la operación, les digo, me voy a venir a tirar al supertobogán, Claro, mi amor, me dice mi tía Susana. Pero me voy a tirar parado y no me va a pasar nada, le digo. No parado no, dice Susana. Carlos se ríe. Ves las ideas que le metés al chico, le dice Susana. Pero Carlos no le contesta, tiene el auto parado con el motor en marcha, y mira cómo bajan y suben los chicos corcoveando en el supertobogán. Es genial, es genial, es genial, dice mi tío Carlos.
Supertobogán, pregunta Calaguali.
Sí, le digo. Es genial.
Vengán a visitar la casa del tío Lito. Es una de mis salidas preferidas con mamá. Cada mucho, mucho tiempo, mamá me dice: preparate, Antonio que vamos a la casa del tío Lito. Y Calaguali me dice: ojo Antonio. Me da risa porque me dice: ojo Antonio y hace este gesto y me dice ojo, Antonio, que en la casa del tío Lito está escondida La yegua de La Noche. Lo dice así, con voz seria y a mí cada vez que mi Calaguali pone esa voz en vez de darme miedo me da risa. Y mamá me pregunta: de qué te reís, Tuti, pero yo no le cuento nada de mi Calaguali porque ella no está preparada para conocerlo. Tal vez despés de la operación sí. Así que una tarde, después de comer, salimos para la casa del tío Lito con mi mochila a cuesta. Vamos en taxi. Sergio nunca nos lleva y mamá ya no quiere que suba al colectivo. Cuando te pongas mejor, después de la operación, vamos a andar en colectivo y en subterráneo las veces que quieras. Nunca anduve en subterráneo, pero mamá y Sergio me contaron que es un tren que va por debajo de la tierra más rápido todavía de lo que se mueve Milman, uno de los Titanes del Coco. Eso es increíble. Porque Milman puede estar en muchos lados a la vez, súper rápido, como cuando defendió él solo la Fortaleza de la Amistad de los ataques de los Hombres de Mármol. Es increíble la historia de Milman. Un día lo descubrieron tirado en la calle y nadie sabía de dónde había venido ni dónde había estado, nadie lo conocía y él apenas podía hablar, a pesar de ser ya un hombre joven. Y la gente pensaba que lo habían tenido escondido o encerrado en algún lado. Y una tarde Milman descubre que, aunque no puede recordar de dónde viene, sí siente que tiene superpoderes. En realidad todos tenemos superpoderes, eso le digo siempre a mi Calaguali, pero es difícil darse cuenta. De Los Titanes del Coco, de sus vidas, hablo con el Tío Lito cuando lo vamos a visitar. Y él hasta me regaló un video con las aventuras de ellos: Los Titanes del Coco, contra los Androides Paranoicos. El tío Lito es un hombre alto, grande, grande, con una barba espesa y blanca, como Papá Noel y se ve que la quiere mucho a mamá porque mamá también lo quiere mucho a él. Si alguien te quiere, vos lo querés. Es así. Pero él me quiso primero, me dice siempre mamá cuando habla del tío Lito. Y eso es verdad porque el tío Lito nació antes que mamá y él la conoció cuando ella estaba trabajando en un negocio y para mamá el tío Lito es casi como su padre, ya que los padres de mamá están en el cielo. La casa del tío Lito es inmensa, con muchos patios que suben y bajan y escaleras con un olor intenso, como a carbón. Y cuando vamos salen a recibirnos una multitud de gatos que el tío Lito tiene en la casa. Gatos de todos los colores y tamaños. Y a veces en el patio hay un olor horrible del pis de los gatos y de la caca de los gatos y mamá se enoja con el tío Lito porque tiene todo sucio. Mamá limpia la casa del tío Lito. Con agua y jabón, con baldes y con escobas, mamá limpia la casa del tío Lito. Se pone unas botas amarillas que no le mojan los pies y que hacen juego con el sol. Y después le prepara una palangana con agua caliente y sal para que el tío Lito se lave los pies. No porque los tiene sucios, me explica él, sino porque le gusta tener los pies en agua caliente y sal. Toda la gente debería, Antonio, poner los pies un rato largo por día en agua caliente y sal. Porque en la planta de los pies está el secreto que nos hace funcionar. Y si la tenemos suave y cuidada, nos vamos a sentir mejor, me dice, cada vez que me le acerco cuando está con los pies en la palangana y sale junto con el vapor ese olor tan lindo que es el olor del tío Lito.
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