Miércoles, 26 de enero de 2011 | Hoy
Por Liliana Bodoc
Descubrimiento de pinturas rupestres en la cueva de Altamira, y rechazo de la ciencia oficial hasta varios años después de la muerte de su descubridor.
Ultimos años del siglo XIX, Santander, España.
–Se nos murió don Marcelino, mire qué pena.
–El buen don Marcelino, tan loco.
–Quién lo iba a decir, todo un señor de hacienda con la cabeza al revés.
–Ojalá allá arriba se le quite el peso de la locura, y deje de andar hablando de hombres monos que dibujaron animales en la cueva del barranco.
–Así sea.
Marcelino Sautuola murió cuando terminaba el siglo diecinueve, en una hacienda de Santander. Cerrada para el mundo la entrada de la cueva en la que, años atrás, había encontrado dibujos de bisontes pintados en tres colores.
–Como le cuento, el finado decía que los monos pintaban mejor que maestro de escuela. Muy de rojo, y de amarillo azafrán y de negro; tal cual este luto que llevamos por él. En paz descanse.
Marcelino Sautuola murió loco. O por lo menos, más loco que viejo. Y más triste.
Todo había empezado nueve años antes, cuando don Marcelino era un señor de hacienda con la cabeza al derecho.
Santander es una tierra de cavernas, pasadizos y cuevas que se disimulan entre grandes rocas de cal.
Una de esas cuevas, oculta en el fondo de un barranco, era parte de la hacienda de Altamira, propiedad de Marcelino Sautuola quien, en ratos libres, se entregaba a su afición por las nuevas ciencias.
La cueva se enredaba en tres largas galerías de techo muy bajo; tan bajo que don Marcelino estaba obligado a recorrerlas agachado, casi de rodillas.
–¡Y ya estaría mal para ese entonces...! Porque mire que andar a gatas todo un señor.
Don Marcelino iba por las tardes a la caverna y la andaba despacio, deteniéndose con curiosidad en cada grieta. Ya casi había terminado con la galería más grande, sin encontrar más que algunas piedras en forma de hojas de laurel.
–Y él, emperrado en que eran puntas de flecha.
Una tarde de esas, Sautuola llegó hasta la cueva con su hija. La misma María que encabezaba el entierro, lo siguió aquel día por los estrechos pasillos de piedra, a la luz de una lámpara. La niña, a diferencia de su padre, podía andar de pie, y aun así quedaba espacio entre su cabeza y el techo.
–Si apenas se levantaba del suelo, la chiquitina. Y usted, don Marcelino, qué poco seso. ¡Entrar con la criatura a semejante oscuro! Y a ver si deja de hablar frente a la niña de monazos que tiran flechas, que después la tenemos con pesadillas.
María con espacio sobre la cabeza, de a pasos cortos y entretenidos, se fue demorando. Entonces hizo lo que su padre no había podido, porque era un hombre muy alto que sólo podía andar agachado por la cueva: miró para arriba. Desparramadas por el techo, y apenas alumbradas por la lámpara que avanzaba, María vio figuras de colores.
Corrió hasta don Marcelino para contarle que había dibujos bonitos allá encima. Sautuola volvió sobre su camino de mala gana, creyendo que el asunto era algo entre el susto y la buena imaginación. Pero cuando llegó y consiguió acomodarse para mirar el techo, pudo ver lo que no había alcanzado a soñar. Alguien que sabía trazar había dibujado animales severos, orgullosos de sus tres colores. Revisó trabajosamente todo el techo de la galería: eran doce bisontes echados sobre sus patas, dos caballos, un lobo y tres ciervos.
Don Marcelino temía que fuera un engaño de esos que le venían con el cansancio. Don Marcelino no podía creer lo que veía porque don Marcelino estaba empezando a entender –era hombre de ciencia en los ratos de ocio– que esos bisontes llevaban más de diez mil años echados a la sombra.
Cuando salieron de la cueva era de noche, y Altamira parecía más bella con su viejo secreto.
–Cómo no recordarlo... Desde ese punto se nos puso lunático. Y fue decir cosas extravagantes, y mirar para el lado de la cueva como si allá se le hubiese quedado el corazón.
El señor Sautuola buscó de inmediato a los hombres de ciencia. Cuando notó que no alcanzaba con describirles los hallazgos de Altamira, decidió llevarlos para que pudieran ver por sí mismos. Así lo hizo, en espera de que se les llenaran los ojos de lágrimas frente a los viejos bisontes. Esperó en vano.
Los sabios movieron la cabeza y se pusieron de acuerdo. Falso, jamás había pasado por allí un pintor de otras Edades. En todos los idiomas dijeron inexacto, afirmaron irracional, sentenciaron estafa.
–Ya ve, don Marcelino. No es que lo diga una, que ni lee de corrido. Olvídese de esos mamarrachos y ocúpese de lo suyo: la hacienda y la niña.
Años pasó don Marcelino buscando quien le creyera que la cueva de Altamira guardaba dibujos más viejos que la historia. No pudo encontrarlo. Las lupas de Europa se volvieron sobre él con el ceño fruncido. Por fin, cuando la ciencia se llevó un dedo a los labios, don Marcelino se quedó callado.
Tapó la entrada de la cueva con grandes piedras y no habló nunca más de bisontes echados sobre sus patas. Pero tampoco le duró la vida. Sentado en una mecedora, frente a la ventana, repartió su agonía entre el amarillo de los girasoles, el rojo de allá y los ojitos negros de María.
Más loco que viejo. Más triste que loco.
–Tantos libros, don Marcelino, y, ¿para qué? Ni siquiera le valió para saber que a cada sueño le corresponde una cruz.
Expulsión de los judíos de España por decreto de los Reyes Católicos. Año 1492.
Tu locura también me pertenece, Salomón Adret. Y deseo contarla.
Loco como cualquiera se hubiese vuelto después de sufrir la traición más inesperada. Porque no fue la cárcel ni la expulsión, eso hubieses podido soportarlo. Fue la traición de alguien a quien amaste como a un hijo.
Cuando salía yo para visitar a los pacientes, me pediste un tazón de caldo; el tercero que tomabas esa tarde. Dejé mis cosas sobre el banco y fui al pasillo ennegrecido donde teníamos el fogón. Mientras esperaba el hervor, me acomodé contra el marco de una puerta que faltaba para mirarte en tu sillón de cuero.
Encorvado y sombrío, en el único mueble importante de la casa, dormitabas de a ratos, Salomón Adret, y te despertabas repitiendo la última palabra que habías dicho.
–Caldo. Pero no tan salado como el de ayer. A propósito, Yehiel, ya podrías enjuagar el salivero. Y a ver qué hacemos, porque esta saliva no tiene buen color. Necesito una purga... Aunque va a ser para peor si es como la que preparaste el mes pasado. Mal hecha, muy mal hecha.
Yo era un médico joven y tú un médico viejo, así que me senté a esperar que bebieras tu caldo sin dormirte. Entonces, y como siempre sucedía, recordaste a tu antiguo ayudante.
–Tampoco él consiguió hacer purgas como las mías. Y eso que le enseñé hasta los últimos secretos. Pero no aprendió. Las cargaba demasiado, igual que tú.
Sorbiste el caldo con ruido. Luego continuaste.
–Cómo no iba a enseñarle si lo tuve conmigo desde los seis años, y lo seguí queriendo cuando se hizo cristiano. Hasta lo defendí diciendo: Dios lo juzgará y no nosotros. Y agregué para quien quiso escucharme que si el pobrecito había cambiado su nombre judío pudo ser por miedo.
Me adelanté antes de que el caldo se volcara, y te sequé las chorreaduras.
–Empezó limpiando los morteros, y al poco tiempo ya sabía hacer purgas mejores que las mías. Mejores que las tuyas, porque a ti, Yehiel, te salen demasiado cargadas. A los ocho años me acompañaba en la recorrida por los enfermos. A los diez, era capaz de realizar sangrías y emplastos para forúnculos.
Me di cuenta de que juntabas fuerzas para seguir recordando.
–A los doce años declaró en mi contra ante la Inquisición. “Blasfemias contra la virgen y crímenes rituales”, decía el documento que había firmado con su nuevo nombre cristiano.
Llegué a tu puerta recién acreditado como médico y buscando trabajo. Para ese entonces, hacía ya algunos años que te habían expulsado de España. Los pacientes que tenías en Portugal eran pocos, pero porfié para quedarme porque tu fama era grande y, aunque tu cordura ya estaba resquebrajada, tenías mucho por enseñar a un médico inexperto. Por fin logré que me aceptaras y aquí estoy, sirviéndote caldo y oyendo la misma historia a cada momento.
Me devolviste el tazón vacío.
–Este caldo no puede tomarse de tan salado, Yehiel. Ya ves, tú tienes un buen nombre. El también lo tenía. Un dulce nombre judío que cambió por aquel otro nombre cristiano que nunca pude pronunciar. ¡Eso no!, nunca pude. Cuando se convirtió lo dejé conmigo; pero jamás pronuncié su nuevo nombre. ¿Qué hubieras hecho tú? Fue en los años que siguieron a la nueva Inquisición. Lo recuerdo perfectamente, como tenerlo delante, como mirar la lluvia por la ventana. ¡Yehiel!, ¿vas a traerme ese caldo?
Me contaste que habías salido de España cuando el decreto aprobado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492, obligó a los judíos a dejar de serlo o partir.
–El 9 de agosto nos vencía el plazo. Y ahí estaba yo, con algunos libros. Fui de los últimos que cruzaron la frontera. Me dejaron pasar los de medicina, pero mi Biblia se quedó allí.
Me contaste que en la frontera con Portugal retenían los libros sagrados y cobraban ocho cruzados por cabeza.
–Ocho, ni más ni menos. Dime, Yehiel, ¿has visto un viejo que tenga esta memoria? Cuando nos ganemos un día de descanso, voy a contarte todo sobre los años que pasé en la celda. Se van soportando detalle por detalle, lo mismo que cualquier dolor. Pero con un día de descanso no alcanzaría para contarlo todo... Aunque yo hablase sin parar apenas si llegaría al decreto de piedad: destierro a cambio de calabozo. No les di las gracias, Yehiel. ¿Qué hubieras hecho tú?
El día de tu exilio terminó un encierro que había durado cinco años.
–Y tres meses. Cinco años, tres meses y dos días. Es importante la exactitud, Yehiel, si quieres ser un buen médico.
La Inquisición encontró causa, cuando tu ayudante testificó en tu contra bajo los cargos de hechicería y firmó el pliego de la declaración con su nuevo nombre.
–No quiero recordar aquella declaración que leí, o me leyeron.
En el pliego se te acusaba de blasfemar contra la virgen y practicar ritos diabólicos.
–¡Mentir así! Me habían advertido que podía esperarse cualquier cosa de quien cambia su nombre. Pero yo les decía que el nombre no es el alma. Yehiel, corre la cortina, que este frío portugués me hace tiritar como un viejo.
Me levanté para cumplir tu deseo.
–Yehiel, ¿adónde vas?
Volví a sentarme.
–¿Te sientas sin traerme un tazón de caldo? A veces, no sé en qué me ayudas. A veces, lo perdono. Tuvo miedo. También recuerdo el miedo... Bien pensado, era un niño contra una montaña, y Dios sabrá qué palabras le dijeron.
Te sacudiste por un tiritón de frío. Te cubrí con una manta y te anuncié que debía marcharme porque tenía muchos pacientes que ver y quería estar de regreso para acostarte.
–Vete, Yehiel. ¿Quién te detiene?
Llegué un día para ofrecerme como asistente pero ese título te pareció muy pretencioso y me tomaste como discípulo, advirtiéndome que aún no estaba listo para llamarme médico. Y tenías razón. Desde entonces he aprendido mucho, también he escuchado a diario la historia de la traición que te arrebató la cordura.
–Vete ya... y regresa cuando te parezca. Me las arreglaré para hacerme un caldo.
Como era habitual me detuviste una vez más antes de que lograra partir.
–Aguarda, Yehiel, y escucha. Es verdad que nunca lo llamé por su nombre cristiano y, tal vez, el pequeño esperaba que lo hiciera. Quizás esperaba su nombre como una absolución. ¿Qué hubieras hecho tú como buen judío?
No esperabas respuesta así que salí al frío. Tenía mucho por andar y debía darme prisa si quería estar de regreso para acostarte.
Es posible que, al quedarte solo, volvieras a dormirte murmurando el nombre que nunca me dijiste.
–No demores en regresar, Santiago.
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