Sábado, 12 de enero de 2013 | Hoy
Por Rodolfo Rabanal
El cuento por su autor
No es necesariamente cierto que la realidad supere a la ficción, al menos no de forma invariable. Tal vez resulte más apropiado asumir que, en algunas ocasiones, aquello que llamamos realidad tiende a organizarse como una representación coherente, limitada –casi por milagro– en el espacio y en el tiempo y por lo tanto parecida a un acto teatral, a un cuento imaginario o a un retrato de carácter dramático. Además, cada vez que esto ocurre –muy pocas veces en mi caso– el escritor que hay en mí se desvanece o excluye porque ¿qué necesidad tengo de reproducir un suceso que ya ofrece la clave posible de su razón de ser, de su sentido último?
No obstante, el episodio de Astrid que aquí se cuenta se convirtió en una excepción. Viví las circunstancias de esa noche y fui tentando a convertirla en ficción. Lo que hice entonces fue reproducir casi textualmente la situación y el relato que la mujer llamada Astrid nos ofreció sobre sí misma. Que la dedicatoria “real” aluda al nombre de la mujer que habla y al de la protagonista del relato no es un juego de muñecas rusas sino el cumplimiento de un acuerdo: le pregunté a la Astrid “verdadera” si le molestaba que utilizara su propio nombre para designar a la protagonista del relato y me dijo que no: “todo lo contrario”. No es improbable, pensé más adelante, que Astrid (la verdadera) haya inventado la historia que nos sirvió como auténtica, pero entonces nada cambiaría ya que una vez más, una ficción se tornaría real para luego volver a ser una ficción y así, posiblemente, hasta el infinito o hasta el olvido, que es lo mismo.
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