Martes, 12 de enero de 2016 | Hoy
Por Juan Bautista Duizeide
“...mares borrachos que entonan
canciones de barcos perdidos,
de hombres ahogados”.
Los labios del verano, Martín Raninqueo
A Damián Huergo y Fernando Krapp
La tormenta es una bestia al acecho.
La olemos.
Al filo del horizonte, agazapada.
Y seguimos remando.
El mar repite su estribillo. Lo quiebran las palas al entrar al agua. Siento en todo el cuerpo su empuje. La roda abre un surco de espuma. El bote avanza.
No hay nada más que mar y cielo alrededor. El mar repite el cielo, el cielo repite el mar. Celeste pálido que ya se vuelve azul. Todavía está lejos la tormenta, callada todavía. Suenan la salida de los remos, la entrada, la salida, nuestras respiraciones desacompasadas. Desde aquella franja oscura, al oeste, nos llega un aliento áspero de azufre, y ahora, también, lento, apagado, un arrastrar de truenos.
Serios, sin decir nada, los oficiales interrogan la distancia.
Nosotros remamos.
El griego Magoulas, en la primera bancada de popa, marca el ritmo. A dos bancadas de la mía rema el dinamarqués Hansen. Lo esperan sus hijas, rosadas, blandas, con ojos del color que nos aprisiona. Sus hijos taciturnos y espigados, también ellos pescadores cuando llegue la hora. Más colorado que de costumbre, rema resoplando. Adelante y atrás. A su izquierda, el vasco Etcheverry, que carga una vida entera en la pesca, una vida entera soñando retirarse y vivir en el campo. Adelante y atrás, adelante y atrás. Contra mi espalda siento la respiración del tano di Rocco. Sin necesidad de dar vuelta la cara lo veo. Rema como si la mujer, caderuda, tetona, lo incitara desde la puerta de su casa con un plato de tallarines coronados de rojo. Aspira el aire con la nariz, bien hondo, lo suelta con la boca, y el aire me pega en la espalda. Adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás. Al gallego Onofre también lo espera la mujer, movediza, habladora. Lo espera la hija, alta y tiesa, con el pelo color zanahoria atado sobre la nuca. Moviéndose lo estrictamente necesario, él impone su esfuerzo a la pala. Adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás. A mí no me espera nadie y me arden las manos. ¿Les arderán las manos a mis compañeros? Ninguno habla. ¿Qué iremos a contar, y cómo, si es que volvemos? Adelante y atrás, remamos, adelante y atrás.
Un latigazo de luz golpea la cara del capitán, que frunce la piel alrededor de los ojos. Por una ranura, apenas una ranura, vigilan sus ojos, todavía autoritarios. Es de acero el cielo, es de acero el mar. Con remos de madera, con huesos, con sudor, con odio, con asco, remamos. Nos cae a pique el sol. Sobre la cabeza, sobre los hombros, sobre la espalda. Rebota en el agua y alza un reverbero que nos ciega. Ahora que completamos otro giro se va corriendo. Vuelve a dar contra la cara del capitán. Él interroga, cuando la luz se lo permite, el oeste oscurecido. Con ojos de cansancio, con ojos de impaciencia, tal vez con ojos de miedo. Pero desde allá no vienen más que la voz de la tormenta, lerda, indecisa, todavía en sordina, y este aliento de azufre que nos envuelve. Piel nueva o maldición.
Mitiga el cielo su metal, lo sigue el mar, plateado contra plateado. El cambio es muy leve para traducirlo como esperanza o alarma. En las comisuras de los labios del capitán, que mira hacia allá, porque ahora se lo consiente la luz, creo distinguir algo. Tal vez sólo una sombra. Una sombra y mi rencor. No alcanzo a discernirlo. Porque ahora el plateado destella otra vez sobre las caras de los que remamos. Desde lo alto, como hace horas, o como hace siglos, el sol sobre cabezas, hombros, espaldas. El sol es una llaga. Y pensar que en la ciudad hay clubes donde la gente paga por salir a remar, lugares donde no admitirían al griego, al vasco, al tano, al gallego. Ni siquiera al dinamarqués, por más rubio y de ojos celestes que sea. A ninguno de éstos que llevan como un tatuaje el olor a cardumen. Tampoco a mí. Ya no. Adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás.
Con el aliento de la tormenta, que murmura y espera, va a mezclarse el olor de la transpiración que nos empapa. Azufre y vinagre. Nuestras contorsiones de esfuerzo se enfrentan a los gestos del capitán y los oficiales, a popa. Ellos miran para el oeste, o ruegan sin palabras, pero quién puede imponer sosiego al viento. A ese viento quieto pero al acecho. A esa profecía escrita en las nubes. Nosotros remamos sin palabras. Adelante, y atrás, adelante, y atrás. Nosotros remamos. Adelante. Atrás.
Ahora cielo y mar se devuelven un azul espeso. Un eco de sol late en mis hombros late en mi espalda late en mi cabeza. Me devoran desde adentro dientes de luz. Remada tras remada, la sangre se me agolpa en los músculos. Un vino espeso hecho de sol y de cansancio. Que me embota. Adelante. Atrás. Adelante. Atrás. En mis manos arde este remo hecho con astillas de sol. En mi boca hay un gusto a horas sin comer ni tomar nada. Y una espina de sol arde bajo la lengua.
–Vamos a estar poco tiempo en el bote –explicó el capitán, que ahora vigila un punto cardinal, que mide la gravedad de nuestra desobediencia oblicua, de nuestra rebeldía inútil. Cuando recién abandonamos el Ranquel, lo dijo. Además, nos leyó en voz alta los partes meteorológicos:
–Vientos leves a moderados del este. Presión alta. Cielo despejado.
Eso levantó los ánimos. Templó a los remisos. Convenció a los que dudaban. Como si alguno pudiera arrepentirse.
–Poco tiempo en el bote –dijo.
Hace ya más horas de las esperadas que lo dijo. Tantas como las soportables.
Bajamos casi eufóricos a la inmensidad por eso que dijo hace ya tantas horas. Empezamos a remar cantando:
–Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla...
Ahora remamos callados.
Adelante.
Atrás.
Adelante.
Atrás.
Aprieto la mandíbula. Nadie pregunta qué es peor, esa franja al oeste, imprevista, enemiga, o lo que nos callamos. Lo que cada uno habrá pensado o ahora mismo piensa. Miro a mis compañeros de condena. Cada uno preserva una porción de mar para su angustia. Deben saberla de memoria ya. Y no querrán agregarle detalle para así poder borrarla de un solo impulso si alguna vez vuelven a tierra. Si alguna vez volvemos. Entonces hago como ellos. Elijo mi parte en el azul espeso, clavo la vista ahí, sigo remando.
Adelante.
Atrás.
Vamos, cada vez, más despacio. Aunque ahora, el violeta que se contestan cielo y mar morigera el esfuerzo. Mucho más despacio que al bajar, remamos. Mucho, mucho más despacio. En lo alto, ahora, más alto que el sol, planean las gaviotas. Verán al bote como nosotros hemos visto un insecto que se va quedando sin fuerzas en el remolino de una pileta, que se lo traga. Una baba blanca, la estela. Un rastro circular. El bote. Vueltas y vueltas. Esta insistencia alucinada. Nosotros.
Empezamos, después de abandonar el Ranquel, como quien va entrando, de a poco, en calor. Empezamos remando, hacia el oeste, como si fuera nomás una práctica, una diversión. Empezamos cantando. Era cosa de alejarnos un poco del buque por lo que puta pudiera. Y esperar. Esperar. No demasiado. El radiooperador, tranquilo, tomándose su tiempo, como quien hace una prueba de equipo, alguna tarde, en puerto, había transmitido a las estaciones costeras las coordenadas de esa antorcha flotante a la deriva. Hasta allí irían a rescatarnos desde el oeste claro y limpio, que aún no contradecía a los partes meteorológicos. Si es que alguna vez llegan a rescatarnos, lo espera una medalla por esa mentira. Y si no, la recibirá su viuda.
Era madrugada cuando empezamos a remar, no muy fuerte, hacia el oeste claro y limpio. El Ranquel, a popa, lucía alegre como una fogata de San Juan. Nosotros remábamos. Adelante y atrás, adelante y atrás. Y remamos ahora. Adelante. Atrás. Adelante. Atrás.
Sé que nadie me espera. Remo entre este violeta que mar y cielo comparten como un enigma o una burla. Los muchachos, al principio, se preguntaban por qué me habría largado de mi casa, por qué me habría metido a pescador. Padre acomodado con los milicos, madre directora de escuela, heredera de campos. Decían entre ellos. Alcancé a escucharlos. ¿Por qué el mar? No podían entender. En sus bocas estaba, como un anzuelo, la respuesta.
–Cuidado con el agua, nene... –decía mi madre. Lo seguirá diciendo, muda, en alguna fotografía herida de amarillo. Si es que no la hicieron pedazos. Había gaviotas sobre esa playa de inocencia, hay gaviotas alrededor de lo que ahora callamos. Solamente el mar es el mismo. El mar, que siempre es otro.
Ese humo, ese fuego, allá, ¿nos acusan?
Ese color, ese sonido, ese aliento de azufre, al otro lado, ¿nos amenazan?
Nuestra es la furia de seguir remando. Seguir y seguir aunque el capitán ordenara basta. Porque había que detenerse ahí, detenerse a esperar el rescate, detenerse. Basta, ordenó el capitán. Basta. Y lo imitaron después los oficiales. Basta. Basta. Basta. No tuvimos siquiera que mirarnos para no hacer caso, para seguir remando, para seguir. Y todavía remamos. Adelante. Atrás. Adelante. Atrás.
Ellos siguen con la vista clavada a lo lejos por encima de nosotros. Pero de tanto repetir ese gesto sus ojos se fueron vaciando, y ahora algo sin nombre los ocupa. Cada tanto, con una mueca, nos observan. Compartimos un secreto como mar y cielo comparten un color. Por entre ese color, bajo esas miradas, adelante, atrás, adelante, atrás, seguimos.
Nos gritó el capitán cuando cielo y mar eran todavía celeste pálido, gritaron enseguida los oficiales, gritaban para tapar nuestra condena sin palabras más que con la fe de imponernos algo. Persistimos. El segundo piloto puso entonces la caña del timón unos grados a babor. La sostiene hace horas en el mismo ángulo como si en eso le fuera la vida. Trata de atenuar esta asonada insuficiente y tardía.
Todo por un imponderable, como llamó el capitán al episodio. Horas así, la caña del timón a babor y nosotros remando, remando, remando como si fuéramos a algún lado. Vueltas y vueltas. Un redondel de espuma en la superficie del agua, ampollas en las manos, nudos en cada músculo.
Hacía minutos que estábamos en rebeldía, cuando por el oeste, inesperado, asomó ese color enemigo. Ese color que dura, se ahonda, se agiganta, se resquebraja en rayos como las tablas de la ley de un dios desordenado y colérico. Por el resto del cielo fueron pasando el celeste pálido, el plateado, el azul espeso, el violeta. Como si fuéramos a algún lado, seguimos, seguimos remando.
Adelante.
Atrás.
Adelante.
Se van posando las gaviotas. Forman una guirnalda blanca alrededor del surco blanco y circular que traza el bote. Atrás y adelante, atrás y adelante, nosotros seguimos, atados al remo por una imagen maldita. Veo brillar al aire las palas mojadas, gotean una luz hiriente. Van hacia atrás y vuelven a meterse en su empeño inútil contra lo imborrable.
Ya en la vida de todos, lo intuyo o lo sé, hubo amor y hubo odio. Lo que no hay es consuelo. Y no lo habrá por más que rememos. Y seguimos remando.
Bien agarrados nos tenían. ¿Y ahora? ¿Quién tiene a quién?
No vaya a creer, capitán, que no veo esa mueca de impaciencia en su cara, bajo motas de luz como las manchas de alguna enfermedad inconfesable. Y antes, en el recuerdo, veo su cara, señor capitán, iluminada al sesgo por una lámpara, cuando nos hizo su arenga en la noche de vísperas.
–Zarpamos hacia la zona de pesca para incendiar el Ranquel.
Después de esa orden disfrazada de confesión, explicó lo del seguro. No debe ser poco para que nos condenen a aceptar la cifra que a más de uno le repicará en la cabeza. Nos dijo que los barcos son para los vivos, no para pelotudos como Juan Gonzaga. Un pobre tipo, dijo, que tiene los manuales de Baistrocchi y de Bowditch como si fueran la Biblia. Y que encima se la cree. Y si lo dejaran, hasta se casaría con su barco. Un imbécil, agregó uno de sus oficiales, convencido de poder arreglar el mundo con un cabo, un as de guía y un ballestrinque. Un pelotudo, según remató usted, señor capitán. Pero somos nosotros los que estamos acá. No ese pelotudo y su tripulación.
Ahora el capitán nos mira como si la tormenta no mostrara sus colmillos. Alza los binoculares. Mira hacia allá donde ningún socorro asoma. Busca con su mirada el hidroavión que debería llegar a buscarnos. O la embarcación que venga a decirnos todo está consumado. Pero ni un mínimo rumor proclama su advenimiento.
Veo en el agua la cara de Quiñones. Redonda y conforme. La veo y la parto a golpes de remo. Tras la blandura engañosa del agua que vuelve a cerrarse, asoma la otra cara, la del final. La parto a golpes de remo. Y se cierra el agua de nuevo. Implacable. Y asoma aquella sonrisa de cuando él llegó a bordo:
–Nunca me había embarcado. Pero sabía que dios me iba a ayudar.
Esos dolores terribles, que obligaron a desembarcar a última hora a nuestro cocinero de siempre, ¿en qué plan entraron?
A mil millas de donde remamos se urdió el engaño para cobrar el seguro. En oficinas que a nosotros, acostumbrados al mar, al cielo, al encierro de a bordo, nos intimidan. Con empleados de traje, veloces y circunspectos, y secretarias que nos esquivan las miradas ávidas cuando vamos a cobrar, hechiceras con las que soñamos, durante noches y noches, lejos de tierra, despiertos y con los ojos apretados como una trampa sobre el dolor de algún animal hermoso.
Sigo remando. El capitán vuelve a alzar los binoculares. No puede disimular su urgencia, le tiemblan los binoculares en las manos. El segundo piloto mantiene la caña a la banda con una fijeza que dejó de ser constancia para convertirse en absurdo. En la cara joven le dura una pregunta. Una pregunta ya respondida sin necesidad de palabras.
–¿Dónde está el nuevo?
La respuesta vino desde el fuego que dejábamos a popa como una fogata de San Juan. Entonces paramos de cantar. Recién entonces.
Cruzaba la madrugada un grito continuo y ululante. Nos dejó con los remos un momento en suspenso, goteando. Un grito que dura. En el aire. En la distancia. Adentro de cada uno de nosotros, los callados.
Ahora, el capitán aparta los binoculares del oeste oscurecido y vacío, los dirige hacia la otra banda. Mira para allá como antes de hacerlos correr de popa a proa, bancada por bancada, para que todos viéramos, y así dividir la responsabilidad con usura, en una proporción en la que no se dividirá el botín, si es que el viento admite el final planeado. Planeado a mil millas de donde seguimos remando.
De una bancada a otra nos pasamos los Zeiss 7 x 50. Cada hombre tuvo que mirar. También a mí me llegó el turno. Imposible negar los ojos a esa fascinación. Y vi. En el corazón de las llamas, medio cuerpo afuera de la abertura circular por donde se tiraban las sobras de la cocina, atorado, Quiñones. Lo estoy viendo. Lo oigo aullar. Por sobre los truenos que se aprontan, lo oigo aullar. Y remo. Como todos, remo. Ahogado de pensamientos. En silencio.
Adelante.
Atrás.
Adelante.
Celeste pálido, reverbero plateado, azul espeso, violeta, celeste pálido, la mueca de las horas sobre mar y cielo, en este día del sur que parecía interminable por gracia del verano. De cada tramo quedan heridas sobre mi piel. De cada tono un ardor en mis ojos. El horizonte devora al sol. Desde el Ranquel se evade un resplandor difuso, un penacho de humo se une a la oscuridad que nace. Por detrás, al este, comienza a empinar su opulencia pálida la luna llena. Como gala de una religión vencida, cuelgan del cuello del capitán los binoculares. Con los remos vamos quebrando el agua, que vuelve a cerrarse, vuelve a cerrarse, a cerrarse. El agua el agua el agua. Desde el oeste nos alcanza, no ya tan opacada por la distancia, la voz de la tormenta. El aire cargado de azufre nos lame. Y seguimos remando.
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