Miércoles, 20 de enero de 2010 | Hoy
Por Alfonsina Storni
Hace aproximadamente seis meses que conocí a Cuca.
Yo vivo en un barrio apartado y mi casa carece de balcón. Suelo asomarme, pocas veces, a ver la calle a través de una bonita ventana de chalet moderno.
En uno de mis raleados vistazos al arroyo, mis ojos chocaron por vez primera con la nuca de Cuca, una preciosa nuca, pincelada de una mezcla de polvos de luna, rosa coty y agua del río del cielo; adherida a aquélla vi extenderse la curva de la más graciosa melena que haya contemplado en mi vida.
Vestía de rigurosa moda un traje verde jade que dejaba al descubierto sus brazos perfectos y sus imperfectas piernas. Los zapatos y medias, de un muerto amarillo paja seca, al afinarle las extremidades, hacían recordar las patas de los canarios.
Estábase callada en la acera, de espaldas a mi ventana, oyendo las razones de una vecina que le contaba un asunto de modistas y trapos.
De pronto me eché a reír como una loca; había escuchado la voz de Cuca, una voz humana como salida de una laringe de madera.
Cuando pude contenerme guardé silencio para paladear sus palabras: razonaba como una joven común de la clase media y de veinte años.
Salí de mi apostadero y, sin más ni más, acercándome a ella, la tomé por los hombros y, obligándola a girar sobre sí misma, la arrostré diciéndole: —¡Quiero conocerle los ojos!
Ella dio un grito, un gritito de pájaro, y me clavó en las mías sus pupilas, unas pupilas algosas, arreptiladas, descoloridas, hechas de un vidrio lejano, de un vidrio rezumado por las más verdes y heladas estrellas de la noche.
De más está decir que hube de explicar a Cuca mi manía literaria y la anormalidad impulsiva de mi carácter, que me aparta un tanto de las maneras convenidas en el comercio social de los hombres. Fuimos, desde entonces, cordiales, si no íntimas amigas.
Ella venía a casa todos los días y su cháchara de viento ligero me curó más de una vez del pesado sedimento de angustias que está, horizontal, sobre mi vida.
Sin embargo, cierto reparo inexplicable me impedía ir a la suya; cierto no sé qué extraño me obligaba a evitarla a solas: en cuanto entraba, con un pretexto u otro, mi hermana Irene, por secreto pedido mío, se allegaba a acompañarnos.
Creo no haber mirado nunca tan detenidamente a otra mujer.
No; Cuca no era un ser humano, igual a cualquier otro: debajo de su piel, lento, callado, silencioso como los pies de los fantasmas, rodaba, grisáceo, un misterio.
¿Por qué, si no, durante horas y horas, mis ojos, indiferentes otrora, habían de perseguirle tenazmente la fría azucena del cuello, la almendra roja de las uñas, la espuma de oro del cabello, la porcelana amarilla y cálida de la nariz, y, sobre todo, el vidrio verde de los ojos?
¿Por qué hablando, como hablaba, lo que todas hablan, la voz nacíale como de una caja y al rebotar en las paredes de mi escritorio su opaco sonido me sobrecogía?
Tercer episodio
Solamente dos meses después de tratarla me atreví a ir a su casa y eso sabiendo que habría baile y la vería acompañada de mucha gente.
Por mi hermana tenía ya noticias del arreglo de su mansión, casi pegada a la mía, de gris fachada y grandes balcones con persianas, desde los cuales, todas las tardes, miraba Cuca pasar a sus adoradores.
Serían aproximadamente las 22 cuando traspasé sus umbrales. Un largo corredor húmedo conducía al hall cuya lámpara caqui echaba su melancólica luz sobre muebles severos.
Al lado del hall la amplia sala se abría como una cueva de sangre: una velluda alfombra, color cuello de gallina degollada, al recubrirla totalmente se tragaba el rumor de los pasos humanos; grandes sillones, tapizados de terciopelo granate y negro —tulipanes en relieve— alargaban sus brazos muertos en muda oferta generosa; en un ángulo el piano negro, lustroso, hierático, dejaba correr sobre su lomo el chorro púrpura de un mantón de Manila; la baja araña colgante, balanceaba de vez en cuando —por mandato de una fuerte ráfaga de aire del balcón venida— cinco lámparas carmesíes, iridiscentes en su llaga viva como párpados irritados.
Envolviendo, abrazando, amalgamando toda aquella arteria desbordada, lerdos cortinados, rojos también, colgaban, hoscos, sobre las anchas puertas.
Apretada contra mi hermana Irene me acurruqué en aquella habitación y desde allí, sin hablar palabra, vi moverse a Cuca.
Andaba de un lado para otro y cuando la perdía de vista su vocecita de madera delatábala, semiperdida en algún corrillo.
Alrededor de ella, inmaterial en su lánguido traje blanco, movíase una nube de hombres de negros vestidos.
¿Cuántas horas y con cuántos bailó? Eran uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once..., infinitos hombres cambiantes alrededor de la misma cintura.
Más de una vez pasó rozándome, y pude ver de cerca el movimiento de huso de su cuerpo, empotrado en el movimiento de huso del joven que la conducía.
Pero fue recién a la madrugada, después de la centésima vez que pasaba a mi lado, cuando me asaltó la angustiosa sospecha que a poco más me altera el juicio.
Pensé de pronto: si tocara el brazo izquierdo de Cuca, ese, ese mismo que se apoya en este momento, rígido, sobre el hombro del compañero, la carne no se hundiría; y si la probara con el pulgar y el índice, como se hace con los cristales, estoy cierta de que sentiría, preciso, limpio, el claro sonido de la porcelana.
Dormí muy mal aquella noche; sueños extravagantes, visiones de terror, desfilaron en balumba por mi cerebro afiebrado.
Cuando abrí los ojos me abalancé hacia la cortina de mi ventana descorriéndola violentamente: no podía soportar la oscuridad de la habitación.
Tendí las manos al sol y me las dejé calentar largo rato. ¿Necesitaría médico?; ¿qué me ocurriría? ¿Era posible que mi sola imaginación, por desbordada que fuese, me llevara a esos excesos?
Después de tomar el desayuno, charlar un rato con los míos y ver mis aves, me tranquilicé un poco. Pero, ¿por qué razón acerqué mi mano a un canario y lo mantuve en ella para comprobar si era, en realidad, un animal vivo, de sangre caliente, y apreté los alambres de la jaula para sentirlos, en cambio, inanimados y fríos?
¡Ah, soy incorregible! ¿De qué me sirvió mi tranquilidad de unas horas? Después de la siesta me sentí agitada de nuevo; una curiosidad, furiosa ya, me azogó entera. Sí, sí; era una necesidad imperiosa de tocar con este mi sensible índice de la mano derecha aquel su brazo izquierdo y ver, ver con mis abiertos, muy abiertos ojos, la carne de ese brazo hundirse, y luego, elástica, humana, viviente, retomar su natural tensión.
Por fin —que sí, que no— a la hora del crepúsculo, hora en que Cuca salía al balcón, resolví aproximármele.
Vacilé aún un momento al salir de casa, y observé el cielo: grandes nubes plúmbeas, pesadas, bajas, acercaban sus henchidas ubres a las chimeneas urbanas, mientras el horizonte, de un ocre sucio de mal pintor, amortajaba con su mezcla triste las casas alargadas en horizontales hileras.
No pocos esfuerzos me costó llegar hasta Cuca y situarme a su lado; ésta, acompañada de una joven de su misma edad, charlaba su fácil charla cotidiana.
Estaba en actitud un tanto hierática, acodada sobre el balcón, y su brazo izquierdo, rígido también esta vez, sostenía el mentón. Desde mi atisbadero, pude observar largamente su brazo: no arraigaba allí un solo vello, ni la más delgada mancha lo ensombrecía, ni el más pequeño lunar le daba vida, ni el más ligero accidente epidérmico lo humanizaba.
Así, devorándolo al soslayo, vi morir en su piel el apagado color ocre de la tarde y resbalar por su forma perfecta la noche recién nacida.
Infinitas veces, mientras lo enfocaba, mi índice se adelantó para tocarlo, e infinitas, también, una fuerza desconocida me lo detuvo a mitad camino.
Pero a medida que la sombra nocturna hacíase más espesa, me asaltaban las imágenes del sueño de la noche anterior y volvía a invadirme un miedo cada vez más intenso, tanto que, cuando impulsada por un supremo esfuerzo volitivo mi mano se decidió bruscamente a palpar su brazo, sentí, ascendente de la médula al cerebelo, un escalofrío que me erizó entera, y, a riesgo de pasar por loca, abandoné huyendo la casa.
No quise volver a verla más; proyectaba mudarme de donde vivo; salía a horas en que no pudiera encontrarla; clausuré la ventana de mi escritorio para no oír su piano y prohibí a todos que me la nombraran porque su solo nombre me alteraba.
Nadie en mi casa sospechó la razón verdadera de mi conducta. ¿Iba, acaso, a alarmar a mi gente con mis inconcebibles manías y mis disparatadas sensaciones?
Mi hermana Irene me desobedeció, y por ella me informé, a pesar mío, de lo que ocurría en casa de Cuca.
Supe, pues, que un poeta la amaba y le había regalado uno de sus libros con una elogiosa dedicatoria, y ella, criatura terrena, puso la dedicatoria en un lindo marco y abandonó el libro en el altillo; que en vez de ir a la peluquería cada quince días, iba ahora todas las semanas; que se estaba haciendo una preciosa ropa íntima del mismo color de sus ojos y leve como su pensamiento; que tomaba chocolate frío en las comidas para aumentar dos kilos, necesarios a la perfección de sus hombros; que había echado a uno de sus novios por haberle regalado una caja de bombones ordinarios; que se había quitado una nueva hilera de pestañas; que había cambiado de tipo de adoradores —antes apuestos mancebos hercúleos, ahora lánguidos rimadores elegantes—, y otras tantas cosas parecidas que, al oírlas a pesar de mi prohibición, me hacían bien, pues borraban un poco la impresión misteriosa, oscura, que la extraña criatura me produjo siempre.
Y ha sido esta mañana cuando ha ocurrido el hecho insólito.
Aún estoy horripilada; aún siento en mis propios oídos mi grito desgarrado y mi desgarrante silencio; aún veo la gente arremolinarse primero y huir luego, sin rumbo, por esas calles, entre los caballos encabritados.
Tres meses corrían que no veía a Cuca, y uno que descansaba de su recuerdo, y hete aquí que al cruzar la calle Corrientes, a la altura de Callao, hoy mismo, a las diez, ella se ha acercado a saludarme.
Venía de compras, el último figurín en la mano y la más preciosa cartera colgante de su brazo.
Hemos caminado dos o tres cuadras, hacia la Avenida, y, por primera vez desde que la conozco, me ha producido la impresión de un ser humano como cualquier otro, envuelta como la recuerdo en su tapado negro, tocada de un fieltro oscuro que le escondía los ojos.
Y después de charlar sobre diversas cosas sin importancia, no sé cómo el hecho se ha producido.
Es el caso que Cuca, separándose de mí, ha intentado cruzar la calle y un auto la ha arrollado; sí, sí, la he visto rodar bajo las ruedas e instintivamente mis manos se han posado sobre mis ojos para ahorrarles la horrible visión.
Pero, al instante, he avanzado hacia ella para auxiliarla y es entonces cuando he visto lo que aún estoy viendo, la cosa verdaderamente tremenda: no, no hay sangre; no hay en el suelo, ni en las ropas de Cuca una sola gota de sangre.
La cabeza, cortada a cercén por las ruedas del auto, ha saltado a dos metros del tronco, y la cara de porcelana conserva, sobre el negro asfalto, su belleza inalterada: los fríos ojos de cristal verdes miran tranquilos el cielo azul; la menuda boca pintada ríe su habitual risa feliz y del cuello destrozado, del cuello hecho un muñón atroz, brota amarillo, bullanguero, volátil, un grueso chorro de aserrín.
(La Nación, 11 de abril de 1926.)
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