Miércoles, 5 de enero de 2011 | Hoy
Para los antiguos, recuerdo a Paracelso o a Huarte de San Juan, por ejemplo, el temperamento no era otra cosa que la manera en que estaba constituido el cuerpo humano. Un concepto que servía para atribuir el origen de alguna enfermedad o de alguna conducta. Pero no quiero escribir sobre eso. Voy a intentar algo bastante más ridículo: meterme con lo que, hoy por hoy, entendemos por temperamento y con la particular relación que cada temperamento establece con la literatura.
Un poco de historia personal.
Un buen día, hace algo más de treinta años, decidí dedicarme a escribir. Lo hacía antes, claro. Sin embargo, lo que pretendo decir es que aquella tarde fría de febrero, en Madrid, me determiné a vivirlo como un oficio: dejar de hacerlo sólo cuando tenía ganas, trabajar todos los días y, sobre todo, intentar, por fin, terminar algún texto. Entonces empecé un cuento, como tantas otras veces. Trataba sobre un grupo de chicos que, en un pueblo muy parecido a mi pueblo, salían a buscar a los padres de uno de ellos que habían desaparecido. Los chicos se encontraban en una plaza, la única que por aquel entonces tenía Baradero. Y conversaban sobre cómo deberían hacer para investigar el asunto. Había escrito unos pocos renglones y la pirámide con el cóndor en la cima no me dejaba avanzar. No podía quitarla de mi cabeza. Desde muy chico, nunca había podido entender cómo era que un cóndor había llegado a la cima de una pirámide en el centro mismo de esa plaza y de la Pampa Húmeda en donde no hay cóndores ni hay pirámides. Pero, al mismo tiempo, también sabía que el cuento no puede irse por las ramas, que hay que ser económico y sólo atender a lo que es realmente significativo. Lo cierto es que no pude. Que me olvidé de los chicos conversando y me lancé a escribir como un loco, un montón de páginas, acerca del dudoso cóndor y de la dudosa pirámide. Así fue como, de casualidad, descubrí la novela. Y disfruté como nunca antes de la escritura. Además, y por fin, al cabo de unos meses pude terminarla.
Ahora, un poco de historia colectiva.
Durante varios años di talleres de escritura. La gente llegaba con uno o varios cuentos. Siempre. Jamás con una novela. Y cuando les preguntaba el porqué de esa decisión, la respuesta que obtenía, casi por unanimidad, era la facilidad: al ser más corto, ellos suponían que podrían escribirlos y terminarlos. Entonces yo me tomaba el trabajo de contradecirlos ayudándome con mi propio caso y con mi teoría de los diferentes temperamentos.
Entonces.
Sospecho que uno escribe, entre otras cosas, porque necesita llegar más libre y más digno al final de cada día. Los que escriben cuentos suelen elaborar la idea de lo que quieren contar en sus cabezas, durante algún tiempo, para luego, cuando la idea cierra, encontrar la libertad en la elección de la estructura o de las palabras. Los que escribimos novelas, en cambio, tenemos dos o tres ideas previas y vamos descubriendo lo que queremos contar a partir de la escritura misma. Ahí encontramos nuestra libertad. Son dos instancias diametralmente opuestas, me parece. Dos maneras de entender la libertad y la dignidad. Dos temperamentos bien distintos.
Y a las pruebas me remito.
Sin contar aquella de los chicos en la plaza de Baradero, he escrito placenteramente catorce novelas. Iturrazpe y los Hayn, por el contrario, es mi muy sufrido quinto cuento. Mil disculpas al lector.
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