VERANO12 › LUISA VALENZUELA

El deseo hace subir las aguas

El deseo, como la luna llena, hace subir las aguas. Sí. ¿Pero el deseo de quién, en este caso? ¿El de ella que quería celebrar su noche de bodas a orillas del canal? ¿El de él, que quería celebrar su noche de bodas, simplemente? ¿El del canal, que quiso verlos de cerca, meterse en cama con ellos en lo posible?

Se acababan de casar dos días antes. Ella no había reservado su cuerpo hasta la boda, había reservado su emoción.

Se habían conocido en la facultad, juntos se recibieron, empezaron a trabajar y ni tiempo tuvieron para compenetrarse con las voluptuosidades de la carne. Pero al año se fueron a vivir juntos y pudieron intuir que la voluptuosidad los esperaba a la vuelta de alguna esquina esquiva.

Cierto día la esquina tuvo nombre: Venecia. Ella lo pronunció primero. Al oírlo a él le tembló la mano que por esas cosas del destino se encontraba cerca de los pechos de ella. Con ese leve roce involuntario, erizante, ambos comprendieron. Y ahí mismo se pusieron a armar planes en pos de esa Venecia que ya andaba alborotándoles la sangre.

Por fin llegaría el momento del milagro tan largamente entrevisto. Se habían ido preparando durante meses, se habían reventado trabajando para poder pagar los pasajes. Hasta habían decidido casarse formalmente para tener una verdadera noche de bodas, y algunos familiares optaron por regalarles plata, gracias a la cual ellos podrían pasearse un poco por Europa y sobre todo pasar la primera noche, esa noche de amor y de amor a Venecia que hasta entonces sólo habían visto en folletos y guías de viajes, en el majestuoso hotel Danieli a orillas del Gran Canal, dejando que su cama sea una góndola meciéndolos en las aguas del deseo.

Esas cosas. Esos sueños a punto ya de realizarse.

La tarde en que todo estuvo establecido ella fue al registro civil a concretar la fecha y él se dirigió al centro rumbo a la agencia de viajes a hacer la reserva del hotel tan codiciado. El en el camino se encontró con amigos, fueron a tomar unas copas para festejar y festejaron y festejaron como locos y cuando volvió a casa a altas horas de la noche la encontró a ella dormida pero la despertó para contarle que había tenido su despedida de soltero, y ambos rieron.

Y juntaron más y más información sobre Venecia, y fueron a la embajada de Italia donde consiguieron libros, y así supieron que en el siglo XVII el Carnaval duraba seis meses en Venecia y enfundados en negros dominós y tras las máscaras todos eran iguales a todos y ya no se sabía quién hacía el amor con quién y ellos estaban dispuestos a ser en su noche de Venecia todos el uno para la otra, y los planes eran de una ambición tan galopante que sólo la desmedida dimensión de su deseo podría hacerlos viables. Y leyendo se enteraron de que en el siglo XVII en Venecia el juego había sido decretado eterno universal y violento, y ellos se prometieron volverse eternos universales y violentos esa noche en Venecia. Esa única noche, porque después del sibarítico desayuno en los barrocos comedores del hotel Danieli, que se tragaba el presupuesto de todo un mes de viaje, lo poco que restaría de la luna de miel habría de transitar por destinos triviales.

Se casaron, entonces, y del almuerzo con la familia partieron directamente rumbo a Ezeiza, se sacudieron el arroz, subieron al primer avión de sus vidas, no permitieron que el entusiasmo se desbordara en efusiones, del aeropuerto en Roma corrieron a la Stazione Termini, del tren al vaporetto sin mirar el paisaje, y ya se había hecho oscuro y Venezia, Venezia, surcada de reflejos y esa cama que los estaría esperando.

Estar estaba, la cama, pero al costado, sin esperar a nadie, como ofendida por no haber sido reservada después de todo; desplazada, ciega. Ciega no la cama, en realidad, sino la ventana. Porque la habitación no miraba al canal, miraba a una pared sombría a pocos metros de distancia, miraba a las espaldas de Venecia que son espaldas cualesquiera, sobre todo vistas en la oscuridad y con el bruto cansancio.

Ella entonces se negó a que él la tocara. Hasta se negó a desvestirse. Sos un inútil, le espetó, la idea era con canal y acá estamos como en la pieza de la pensión de doña Paula de nuestras primeras citas, algo más lujosa y muchisísimo más cara. Así no vale, así no quiero, para esto nos hubiéramos quedado en Barrio Parque.

El rió, lloró, pataleó, rogó, bramó, estuvo a punto de golpearla, se dio la cabeza contra la pared, aulló, imploró. Ella sólo lloró, incontenible. El sacó de la valija las capas negras que habían traído para esa oportunidad, las dos máscaras venecianas que una amiga había tenido la genial idea de regalarles. Y nada. El se puso el dominó, jugó al embozado, gritó Oé como sabía gritaban los gondoleros aunque no los había escuchado aún –la ventana no da al canal, le recordó ella entre hipos y con los ojos enrojecidos, indeseable.

Pero él la deseaba cada vez más, o deseaba esa noche, esa noche del hotel Danieli, y deseaba y deseaba, y se iba de cabeza contra la pared como ya estipulamos, y ella cada vez más inaccesible, sumida en su llanto. El la quería poseer a ella, a todo lo que juntos habían soñado durante largas noches en vela mientras se olvidaban de estar juntos, o no se olvidaban, no, sólo iban acumulando ganas para este momento. Esta frustración.

El se puso a interpretar personajes para ella, para que amainase el llanto. El se convirtió en un exhibicionista solapado y su falo apareció enorme y deslumbrante, desconocido entre las dos cortinas de la capa negra como en un escenario. Ella seguía llorando, ella quería un canal; parecía estar dispuesta a fabricarlo con sus lágrimas. El fue entonces un feroz asesino decidido a matarla. Ganas de estrangularla no le faltaban y se le tiró encima, pero no era lo mismo, no era lo mismo. El quería la entrega absoluta que Venecia prometía, y ella sólo quería entregarse a orillas del canal. El juego es eterno, universal y violento, quizá pensó él y cayó agotado sobre la espesa alfombra a los pies de la cama. Sólo entonces ella optó por desvestirse, se amortajó en las sábanas de encaje, apagó el velador y se quedó dormida anegada en sus lágrimas.

Y los despertó la luz del día porque habían olvidado correr los cortinados, y entraba una brisa intensa y los distrajo de su encono un maravilloso reflejo en el cielorraso, una reverberación feérica de cambiantes colores que ondulaba y se mecía allí, contra el blanco cielorraso recargado de estucos, un caleidoscopio de luz que era como aguas y de golpe ella supo y trató de encontrar la palabra, porque la había leído en uno de los libros de la embajada y no logró encontrar la palabra tan exquisitamente veneciana y quedó diciendo es el, es el, el, el... hasta que por fin tomó fuerzas para saltar de la cama y corrió hasta la ventana y como ya no había más cristal pudo asomarse del todo y sí, allí estaba el canal, corriendo al pie de la ventana, casi al alcance de la mano y su reflejo en el techo era esa fata morgana y ella ni se dio cuenta de que se estaba cortajeando los pies en un mar de vidrios rotos que dentro de la habitación también captaban los reflejos y reverberaciones de esa agua casi límpida ahí abajo.

El fue entonces convocado a la ventana, fue perdonado, abrazado, besado, chupeteado, sorbido. El supo del canal y de los besos, tampoco él notó los vidrios ni sus consiguientes ensangrentados pies. Por suerte no se echaron sobre el piso, corrieron a la cama dejando tras de sí marcaciones de sangre.

Y cogieron y cogieron y cogieron mientras Venecia lloraba la pérdida de tanta obra de arte, de salones enteros, de tanto mueblecito rococó y tanto cuadro de maestro a la deriva. Y cogieron sin ver a las nobles damas venecianas bogando sobre mesas dadas vuelta, empujadas a nado por algún amante fiel o su lacayo, retornando a sus respectivos hogares donde los legítimos esposos estarían aguardándolas desde la noche anterior mientras trataban de salvar sus pertenencias del desastre. Y ellos cogieron y cogieron sin saber que los fastuosos salones del Danieli no podrían recibirlos para el sibarítico desayuno prometido porque dichos salones se encontraban sumergidos bajo el agua por culpa de la más feroz tormenta con inundación en la larga historia de la Serenissima.

Corría el año mil nueve sesentiséis, y ellos cogían.

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Imagen: Guadalupe Lombardo
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