Jueves, 16 de enero de 2014 | Hoy
VERANO12 › JUAN BAUTISTA DUIZEIDE
... un día fuimos árboles
y sentimos pasar la primavera...
Buques, Héctor Pedro Blomberg.
A Antonia García Castro y Juan.
“Tata” Cedrón
Bajé del taxi después de pasar unas pocas horas en Lima y casi me dio un ataque de risa al ver de nuevo el barco. Una procesión de estibadores llevaba tres días exhumando bolsas con trigo de nuestras bodegas, pero recién aquella mañana había podido hacer mi primera escapada a tierra. Como el cambio de moneda nos resultaba muy favorable, un exceso de pisco en la sangre de los muchachos hacía que cualquiera se sintiese un Prada o un Gatica. De otra manera, jamás hubiesen afrontado los combates que noche a noche se sucedieron por malecones, enramadas, sevicherías y quilombos. Marineros, foguistas y pilotos incluso volvían dando lástima. Desde la madrugada se me iban las horas en coser cueros cabelludos, entablillar brazos o piernas, enfriar hinchazones, aliviar ojos vueltos una plasta sanguinolenta o inyectar morfina a los más golpeados.
La inexperiencia me había hecho ver imponente al Pegaso, cuando embarqué en la Dársena F del puerto de Buenos Aires, algunas semanas y miles de millas atrás. Pero aquel patacho no era precisamente un ejemplo de pureza de líneas. Botado hacía tiempo en Glasgow, para armadores de Singapur, su primer nombre, Leyla, no fue lo único en cambiar cuando pasó a manos de una empresa argentina. Además de rebautizarlo sin hacer el menor caso a la superstición náutica, se le modificaron cubierta y bodegas. Y con tal de pagar menos impuestos, mutilaron su proa unos cuantos metros.
En aquel espigón mugriento de El Callao, el Pegaso lucía como un ataúd inmenso pintado de color herrumbre. En navegación resultaba aún peor. El rendimiento de las máquinas era calamitoso, lo cual teniendo en cuenta el estado de la estructura podía considerarse una bendición. Si arrastrándose a una velocidad máxima de siete nudos con viento y marejada de popa, se retorcía como un epiléptico, con máquinas un poco más potentes se hubiera partido al medio, dejándonos de alimento para los tiburones. El equipo de radio era un caso de sordomudez incurable; el mecanismo de timón, una vena abierta que enchastraba de aceite el puente de mando. A cada uno de sus viajes al Pacífico, en las oficinas de la empresa armadora pagaban tres contra uno las apuestas a favor del naufragio. Sin embargo, entre rocas a flor de agua y corrientes traicioneras, una vez más aquella batea despreciada había sorteado el laberinto del Estrecho de Magallanes, para luego trepar miles de millas con ayuda de la corriente de Humboldt, que avanza desde los mares antárticos.
El humor entre irónico y resignado que despertó la visión de mi nave, escorada como un borracho que se apoya contra una pared, se desvaneció en el aire frío cuando noté que el mismo capitán Etcheverría bajaba la planchada a los gritos y sacudiendo los brazos. Temí que hubiera muerto alguien como desenlace de alguna trifulca. No alcancé a dar dos pasos que ya lo tenía encima exponiéndome el caso: otro capitán argentino, retirado hacía años de la navegación, pretendía volver al país por mar. La empresa armadora no acostumbraba aceptar pasajeros, pero habían decidido hacer una excepción. Hasta ahí, nada que pudiera preocuparme. El detalle es que a este hombre lo devoraba un cáncer. Era casi imposible que alcanzara el término del viaje. Y no quería ni que le mencionaran un avión.
El capitán Etcheverría me explicó las averiguaciones que el aspirante a pasajero había hecho respecto de la derrota a seguir en nuestro regreso. Una vez al tanto, se había obsesionado con la posibilidad de embarcar en el Pegaso. Ofrecía a cambio una pequeña fortuna. ¿Cómo negarse? Los dueños de los barcos podrán no entender nada de navegación, pero son capaces de olfatear una moneda de un dólar clavada en la Fosa de las Marianas.
–¿Qué le parece, Blanco? –me dijo el capitán.
–Lo que haya que hacer se hará –contesté.
Yo nunca había certificado una muerte.
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Era mi viaje de bautismo. Con todo lo que me tocó ver después, en años de navegación, nada alcanzó a impresionarme tanto. Aunque tal vez mi juventud rodeó los hechos de un aura que no tuvieron. Fuera como fuera, así recuerdo hoy aquel episodio lejano, así puedo contarlo.
Al enfermo lo trajeron al puerto en ambulancia y lo bajaron en camilla. Los muchachos lo subieron por la planchada y lo depositaron en un camarote como si maniobraran con una carga no muy pesada, pero especialmente incómoda. Cuando pude ir a visitarlo, después de los trajines, las ceremonias y los trámites de la zarpada, ya navegábamos por aguas abiertas. Su aspecto me asustó: la piel como cuero de foca, las manos como espolones, los ojos verdosos y desesperados naufragando en la calavera. Y esa voz.
–Soy el capitán Dieusayde –se presentó desde la oscuridad del camarote. Comencé en los últimos veleros. Uno aguantaba o se moría y lo tiraban al mar envuelto en alguna bandera vieja. Es lo que me gustaría si no llego. Pero voy a llegar.
Eso fue cuanto me dijo entonces.
Aunque no hubiera vuelto a hablarme, ¿cómo olvidar aquella voz?
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Días después, navegábamos en lastre con rumbo sur, pegados a la costa para aprovechar la contracorriente. El Pegaso rolaba como un péndulo gigante. Era difícil mantenerse en pie. Uno se pasaba el día tratando de agarrarse de donde fuera y terminaba agotado, resultaba imposible dormir aun amarrándose a la cucheta. No había nadie en toda la tripulación a salvo del dolor de cabeza. Una vez a media mañana y otra a la tarde, sobrellevando mis propias molestias como podía, visitaba a Dieusayde en ese camarote que hedía a bóveda. El se negaba a que yo corriera el trapo que oficiaba de cortina a su ojo de buey o a que encendiese la luz. Nunca aceptó comida por esos días. A tragos largos, lentos y ruidosos, tomaba el agua plagada de escamas herrumbrosas que yo le alcanzaba en un jarro de latón. Nunca se quejaba. Parecía que todo el dolor se concentrara en su mirada, relampagueante en la penumbra. Cuando yo intentaba preguntarle algo, alzaba apenas una mano y la movía pausadamente en señal de negativa. Nunca insistí. Nada podía hacer para calmarlo. La provisión de morfina se había agotado en El Callao.
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Durante una de nuestras últimas singladuras por el Pacífico, trabajosamente parado sobre la banda de babor, envuelto en abrigos, buscaba con la mirada la costa chilena a través de una niebla espesa como sangre. Atardecía. Un haz de luz tenue, intermitente, era cuanto logré divisar.
–Evangelistas –dijo una voz a mis espaldas.
Giré.
Me espantó verlo así a Dieusayde: erguido, semidesnudo, con la melena casi blanca revuelta por el viento.
–Evangelistas, el faro que marca la embocadura del Estrecho –explicó él.
Me quedé mirándolo sin atinar a nada.
¿Le gustan los faros? –dijo. Y aunque no hubiera nadie más en ese rincón de la cubierta, no parecía que me lo preguntara a mí.
Sin esperar respuesta, sin la menor dificultad para mantener el equilibrio pese a los bandazos que pegaba el barco, se retiró hacia el casillaje.
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De ida, los fletadores de la carga habían pagado el práctico del Estrecho de Magallanes. Ahora, la empresa armadora se desentendía. Nos esperaba el Cabo de Hornos. A ellos, en tierra, lo máximo que les podía pasar era sacarse de encima una ruina flotante, y después de un juicio sumario, cobrar el seguro.
El Cabo no contradijo su fama. Nos recibió con vientos huracanados y olas más altas que el palo mayor del Pegaso. Bajábamos por sus cuestas a una velocidad que enloquecía a la corredera, hasta que la proa se clavaba en la siguiente muralla de agua, el tiempo que tardaba en emerger temblando le bastó a más de uno, a falta de rosarios y devociones, para repasar su vida entera.
La marejada arrastró los botes salvavidas, trastos de maderamen podrido por los que ni valía la pena lamentarse; también se llevó la antena de radio, dejó la chimenea retorcida y a varios tripulantes contusos. Pero fue otro el detalle más notable. Apenas comenzaron a sentirse los efectos de ese oleaje tan propio del Cabo, inverosímil para cuantos no lo cruzaron, el capitán Dieusayde se presentó en la timonera. Etcheverría no dijo nada. Creo que todos, incluso él, mirábamos a ese visitante inesperado con una mezcla de asombro y aprensión.
Por no quedarme solo, aguanté ahí arriba, entera, aquella singladura vertiginosa. Aferrándome de donde fuera, y aun así lanzado de tanto en tanto contra los mamparos por algún rolido, veía al capitán Dieusayde como una aparición: apenas un poco más abrigado que cuando estaba en su camarote, con las piernas bien abiertas y algo flexionadas para mantener el equilibrio, los brazos cruzados tras la espalda y los ojos compitiendo contra los relámpagos que hacían del cielo un infierno.
Así permaneció horas.
Cuando ya estábamos acostumbrándonos a su presencia callada, nos volvió a sorprender:
–San Juan de Salvamento –dijo con voz súbitamente rejuvenecida. O si prefieren, el Faro del Fin del Mundo...
Sobre la última palabra largó una carcajada áspera.
Después, completó:
–Pero el mundo no se termina acá.
Y se fue. Sin dejar de reírse, derrochando una energía insospechable en ese cuerpo desahuciado, se fue.
Sólo el viento, las olas y las máquinas se oyeron hasta que Etcheverría, como intentando restaurar su autoridad, comentó:
–Al faro que dice haber visto este hombre se lo llevó una tormenta por el novecientos y algo. Intentos de reconstruirlo hubo, pero...
–Además, desde acá sería imposible... –precisó el tercer piloto, nada menos que Juan Gonzaga, así que imaginen cuánto hace de lo que les cuento, si Gonzaga lleva añares retirado...
El temporal iba amainando. En mi cabeza resonaba como un presagio la carcajada del moribundo.
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A partir de aquellas singladuras, el capitán Dieusayde abandonó por completo su encierro y pasó a ser una presencia inevitable a bordo. Aunque seguía sin probar bocado, no faltaba a una sola comida en la mesa de oficiales. Nadie, ni siquiera Etcheverría, se animaba a hablar delante de él. Su compañía nos pesaba como si la misma muerte anduviera de visita entre nosotros. Tampoco faltaba a una sola de las guardias en el puente, donde verificaba a cada rato el rumbo y la corredera. Maniobraba a toda velocidad el compás y las reglas paralelas con sus manos huesudas y resecas como si asomaran de una tumba en el desierto. En un susurro iba sacando cálculos. Sin animarnos a preguntarle nada, lo dejábamos hacer.
Navegábamos a vista de costa. El conocía de memoria cada punta, cada bahía, cada golfo. A medida que bordejeábamos, de día o de noche, aunque hubiera niebla cerrada, él avistaba y reconocía los faros antes que el piloto de guardia. En voz queda, pero firme, iba nombrando esos faros como quien invoca o como quien se despide.
La mayor parte del día el inquieto Dieusayde estaba en el puente. Con calma o con la peor de las marejadas. Creo que había dejado de dormir. En alguna ocasión pretendí recomendarle descanso. Largó una carcajada despectiva y me retó:
–Usted no va a decirme a mí lo que tengo que hacer. Yo piloteaba veleros de tres palos cuando sus padres dibujaban monigotes en la escuela. Ocúpese de sus asuntos, doctor.
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Estaba arriba, en el puente, cuando Dieusayde contó una historia de su juventud.
Con el tercer piloto, Juan Gonzaga, que después de capitán se hizo famoso, éramos más o menos de la misma edad. Después de la cena yo subía un rato para conversar y de paso acompañarlo algunas horas de su guardia. Hasta esa noche, el capitán Dieusayde había sido una presencia que iba y venía por la oscuridad. Callado a veces, susurrando otras, pero sin dirigirse jamás a ninguno de no-sotros. Por eso nos sorprendió tanto su confesión.
De golpe comenzó a hablar en voz alta acerca de la mala costumbre que tenían muchos pilotos de garabatear monstruos marinos y caras de mujer sobre las cartas náuticas, aprovechando las líneas de la costa y las isóbatas. Dijo haber conocido capitanes que repartieron azotes por esa herejía pero así y todo no lograron impedir su persistencia. Sin transición pasó a contar un episodio íntimo. No hizo una pausa para tomar aire en todo el relato. Lo dio por concluido de manera abrupta y nos quedamos mudos.
Tras minutos de un silencio muy incómodo para nosotros, comentó:
–No fue un amor no correspondido. Fue un amor imposible. Ella me quería, pero no estaba dispuesta a romper un mundo.
Seguíamos sin animarnos a decir nada.
–Una historia vulgar, ¿no les parece? –agregó él.
Tal vez no se tratara de una pregunta retórica.
Pero no contestamos.
Gonzaga estaba duro. Yo quise decir algo. Mientras me decidía, el capitán Dieusayde, completamente ajeno a mis intenciones, concluyó:
–Muchos años me mantuve fiel a una ausencia. Ahora todos los amores son imposibles para mí.
Ceremoniosamente me dio la mano, le dio la mano a Gonzaga y abandonó el puente de mando.
Permanecimos sin hablarnos por lo que faltaba para terminar la guardia. Durante esa hora, larga entre las horas más largas del mar, me dolió la mano por la fuerza del apretón.
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A mí me tocó encontrarlo a la otra mañana en su camarote a Dieusayde.
En más de treinta años como médico de a bordo no he vuelto a ver, en los ojos de ningún muerto, esa mezcla de amargura, odio, rebeldía y frustración. Jamás vi en nadie ojos tan vivos. No pude cerrarlos. Me faltó coraje.
Pensé que ese mismo día íbamos a tirarlo al mar envuelto en una bandera de señales deshilachada. Aún me quedaban cosas por aprender. Para evitar problemas legales, el capitán Etcheverría avisó por radio a la empresa y dispuso que lo guardaran en la cámara frigorífica. Pocos días después, lo desembarcamos en su ciudad, donde solamente fueron a esperarlo unos empleados de la morgue judicial.
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Cuando pasamos a través del faro que tanto quería ver, una vez más, el muerto, no había una sola nube. Un sol inmenso le arrancaba chispazos de luz al mar. Parado en el alerón de babor, miré por los binoculares: desde el balcón en lo más alto del faro, unos turistas parecían apreciar la marcha del Pegaso. Al pie, estacionado entre los médanos, distinguí un jeep. De inmediato recordé la confesión del muerto: cómo había llegado hasta ese mismo faro un atardecer de un verano remoto. A caballo, montando en pelo con una mujer descalza en ancas, una mujer de pelo rubio que yo imaginé revuelto y enredado por el aire que el galope alzaba. Juntos se quedaron mirando el mar hasta que sólo fue una voz inmensa en la oscuridad, un presentimiento bajo las estrellas, apenas revelado, cada tantos segundos, por un ramalazo de luz. Pasaron las horas abrazados. Y abrazados como náufragos vieron el amanecer que siguió. Tras el regreso de aquella excursión ya no volvieron a encontrarse.
Bajé los binoculares. Antes, había podido distinguir que saludaban desde el faro moviendo los brazos. No llegué a contestar. Me escapé hacia la timonera.
El capitán Etcheverría miraba a proa. El marinero de guardia se mantenía concentrado en mantener el rumbo que un oleaje de popa complicaba.
Yo dije algo para disimular. Resonaba en mi cabeza una voz. Ya libre del cuerpo y del mundo, en el viento, esa voz. Segundos antes, me había susurrado:
–Faro Quequén.
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