Miércoles, 20 de enero de 2016 | Hoy
VERANO12 › POR LILIANA BODOC
Theodore Van Kirk tenía demasiadas medallas como para saludar a cualquiera. 15, además de otros galardones que había recibido en los últimos años como reconocimiento a su acción por la patria.
Theodore Van Kirk era un hombre estricto en sus horarios, así que subió al ascensor con el tiempo necesario. Quería llegar tranquilo a su reunión con el coleccionista privado que deseaba adquirir su licencia de vuelo. No tenía dudas de que sería una conversación interesante. Theodore escucharía calmadamente para luego decir que no era cuestión de precio sino de honor. Y que su licencia de vuelo, la que llevaba consigo aquella madrugada de agosto, no estaba a la venta. Con seguridad, el coleccionista iba a ofrecer una cifra suculenta. En esos años, veinte desde el final de la guerra, muchos habían intentado lo mismo. Pero Theodore Van Kirk esperaba su lugar en un museo.
Por todas estas cosas, más sus 15 medallas, el ex piloto no reparó en la persona que había en el ascensor. Apenas alcanzó a darse cuenta de que se trataba de un hombre.
Van Kirk no saludó al desconocido. Solo pensaba en su reunión cuando comenzó a bajar desde el piso diecisiete de un edificio que tenía veinte pisos fastuosos. El edificio y el ascensor eran modernos y elegantes, aun para la ciudad más bella de la tierra.
Desde luego, Theodore Van Kirk no tuvo ningún reparo en darle la espalda a su acompañante. Estaba ensimismado en una sonrisa de orgullo, pensando en los elogios que recibiría.
“Y usted, con tan solo 24 años, llevó a cabo la proeza que nos dio la victoria.”
“Y usted guiando aquel pequeño avión en medio de la noche. Porque era un avión pequeño, ¿verdad?”
Entonces él asentiría. Sí, un bombardero B29 con 12 tripulantes a bordo.
12 tripulantes. Y sin embargo Van Kirk fue el más entrevistado, el más celebrado por sus conciudadanos, y por las autoridades civiles y militares. El ex piloto tenía una explicación para aquella preferencia: él nunca se había arrepentido, y había aceptado con orgullo las acciones realizadas en cumplimiento de su deber.
En cosas como ésas pensaba cuando subió al ascensor en el piso diecisiete, con paso seguro.
Pero llegando al piso trece, justo en la tumba de paredes, el ascensor se detuvo y todo quedo súbitamente a oscuras. Theodore alcanzó a pensar, vagamente, que era una suerte que no hubiese allí una mujer. Enseguida comenzaban a chillar y a golpear el piso con sus tacones.
Claro que él no tenía miedo.
Un hombre con 15 medallas al valor no iba a asustarse por un ascensor detenido. Bufó porque los imprevistos le molestaban tanto como los chillidos femeninos.
Sacó un encendedor de oro del bolsillo interno de su saco para iluminar la botonera.
–Debe ser un corte de luz –dijo, dirigiéndose a su vecino de oscuridad.
–Buenas tardes –respondió la voz de un hombre de mediana edad, voz muy suave para el gusto de Van Kirk.
En ese momento era imposible imaginar que la situación se prolongaría mucho más de lo aceptable. Afuera, varias manzanas neoyorquinas estaban oscuras.
El ex piloto comenzó a pensar en las explicaciones que debería dar si es que el desperfecto no se solucionaba rápido. La luz en la esfera de su reloj le permitía controlar el tiempo. Siempre lo hacía. Lo hizo aquel 6 de agosto, veinte años atrás, cuando la orden fue “A las 8 horas con 16 minutos”.
Su camisa blanca empezaba a humedecerse cuando el otro hombre volvió a hablar.
–Lo conozco –dijo.
Van Kirk no pudo evitar pensar que su fama lo perseguía hasta en un ascensor detenido.
–Gracias –contestó con una sonrisa mecánica que nadie pudo apreciar.
El hecho de que aquel hombre supiera que se trataba de un héroe de guerra lo obligó a comportarse con educación. Por eso eligió un comentario que, en otras circunstancias, no hubiese hecho.
–Habrá que aceptar el destino y esperar con paciencia.
–Eso mismo, el destino –dijo el hombre. Y agregó: –Fue el 6 de agosto de 1945. A las 08 y 16 de la mañana.
Protegido por la más absoluta penumbra, Van Kirk hizo una mueca de hastío... Encima le tocaba un sabelotodo.
–El piloto que lo acompañaba se llama Paul Tibbets. Y el artillero, Tom Ferebes.
–Parece usted un ciudadano muy enterado. Ojalá todos fuesen así –dijo.
–Y la bomba tenía un apodo: Little Boy.
–Felicitaciones.
Para entonces, Theodore Van Kirk empezaba a pensar que la espera sería insoportable. Habría preferido estar solo, completamente solo, y poder dar rienda suelta a su fastidio. En cambio, estaba en compañía de un experto en la Segunda Guerra, un presuntuoso que no paraba de darle datos estúpidos. Datos que, desde luego, él conocía de memoria.
De no haber sido por el encierro, lo hubiera despedido con un ademán. O quizás, si estaba en un buen día, le hubiese otorgado una firma.
El tiempo pasaba en su reloj, y en todas partes. Ya llevaban cinco minutos de espera.
Por suerte, algunas voces les indicaron que estaban al tanto de su encierro y que mantuvieran la calma porque el apagón era grande.
–Al parecer, tenemos para un rato –Van Kirk contuvo el enojo.
–El tiempo no tiene sustancia –dijo el hombre desconocido–. Se hace y se deshace, explota, se extiende como una nube de humo.
¡Lo único que faltaba era que aquel individuo se creyera filósofo!
–Bueno –fue la seca respuesta del ex piloto, que empezaba a cansarse. Sin embargo, el hombre continuó:
–Usted recibió 15 medallas. Y yo me permití sacar una cuenta... Es una medalla cada 9333 muertos.
–No entiendo.
–¿Nunca hizo números? Pruebe. 140 000 muertos dividido 15 medallas.
Ahora sí, Theodore Van Kirk perdió la paciencia.
–¡Si intenta hacerme algún reproche...!
–Señor Van Kirk, la matemática no reprocha.
El ex piloto de guerra, condecorado por la acción que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, decidió acabar con la conversación. Y por primera vez golpeó con fuerza las paredes del ascensor detenido antes del piso trece. No tenía pensado pasar un mal rato, en absoluto. Su idea era sostener una charla amistosa con el coleccionista privado que iba a ofrecerle una buena cifra por su registro de vuelo.
–Si me disculpa –dijo–, prefiero estar en silencio.
–Desde luego... Es hermoso el silencio. Hiroshima también lo hubiese preferido.
La oscuridad se encrespó.
Van Kirk creyó saber quién era el otro hombre en el ascensor. Uno de esos pacifistas que habían actuado como traidores a la patria. Sin embargo, el siguiente comentario iba a desorientarlo. A él, ¡justamente a él! Al piloto que había guiado su avión sobre los cielos japonenses para lanzar la bomba en el sitio indicado con una cruz roja en los mapas de guerra.
–Estaba tan plácida la mañana en mi ciudad... Era tan celeste el cielo... El hombre se movió apenas. Theodore Van Kirk sacó por segunda vez su encendedor de oro, y arrastró el dedo por la piedra.
La llama iluminó el rostro de un hombre de alrededor de cuarenta años, de piel muy blanca y ojos rasgados. ¿Estaba sonriendo? La llama se apagó. Van Kirk volvió a encenderla. ¿Era una sonrisa o una mueca feroz? La luz del encendedor era incierta y escasa. Como fuera, no había duda alguna de que el hombre se estaba acercando. Ya se hacía notorio el calor de su cuerpo.
–Debo confesarle que nunca soñé con esto. No sueña un hombre con tener tanta fortuna. Esta oportunidad es obra del cielo, y tendré que aprovecharla. ¡Theodore Van Kirk! Nunca imaginé esto. Pero aquí estamos, usted y yo.
La voz era amenazante. Y Theodore Van Kirk se puso alerta. En esos años había ganado peso, había perdido agilidad. Pero nunca se había arrepentido por lo hecho en favor de su patria, y no iba a hacerlo ahora.
–¿Desea escuchar 140.000 nombres? ¿O sólo el de mis dos pequeñas hermanas?
–No me interesa escuchar ninguna cosa...
Van Kirk no pudo terminar.
El hombre se abalanzó sobre él como si lo estuviese viendo, de tal modo que Van Kirk perdió pie y quedó inmovilizado. No hacía falta más para que el ex piloto entendiera que aquel desconocido sabía muy bien lo que estaba haciendo. Tal vez la rodilla del hombre presionando su vientre hizo que Van Kirk, condecorado con 15 medallas, perdiera orín.
–Se llamaban Yuuno y Natsuki. Y lo mejor que hubiese podido pasarles era la muerte. Pero no tuvieron esa suerte. Y en su nombre, usted va a repetir lo que siempre dijo.
El desconocido apretó su brazo contra la tráquea de Theodore Van Kirk, que apenas pudo sacar un sonido áspero:
–No entiendo.
–Usted lo dijo, una y otra vez, en sus entrevistas... “En las mismas circunstancias, lo haría de nuevo. Estábamos en una guerra” ¡Vamos, continúe!
Van Kirk sabía de memoria lo que tantas veces había afirmado, en ocasiones de recibir sus medallas. 15 medallas. Una cada 9333 muertos.
–¡Repita!
Y Van Kirk repitió.
–En las mismas circunstancias, lo haría de nuevo. Estábamos en una guerra, luchando con un enemigo que tenía fama de nunca rendirse.
–Ellas se llamaban Yuuno y Natsuki. Perdieron los dientes y el cabello, la piel se les fue de a pedazos.
Van Kirk no supo si lo que caía sobre su rostro era sudor o llanto de su atacante.
–¡Continúe con su discurso!
–Una nación debe tener el valor de hacer lo que debe...
Theodore Van Kirk hablaba con la voz enronquecida por la presión.
–Siga...
–Una nación debe tener el valor de ganar la guerra con una pérdida mínima de vidas.
–Repita.
–Pérdida mínima.
–Repita.
–Yuuno y Natsuki.
–Repita.
–Volvería a hacerlo.
Nueva York se iluminó de pronto: ventanas, carteles, monumentos, vidrieras.
El ascensor se detuvo en planta baja. Cuando se abrieron las puertas automáticas, salieron dos hombres que no parecían conocerse. Uno cargaba 15 medallas. Otro, dos niñas muertas.
Cada uno tomó su camino. Y Nueva York también.
En el año 2007, Van Kirk subastó su registro de vuelo por 358.500 dólares. Murió a los 93 años en el estado de Georgia.
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