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“Las locuras de Igby”, una comedia terminal dentro del universo WASP
En la línea sarcástica del cine de Todd Solondz, la película de Burr Steers (guionista de “Cómo perder un hombre en 10 días”) se las toma con una familia clase media alta de curiosos personajes protestantes, blancos y anglosajones.
Por Horacio Bernades
WASP no es el nombre de un nuevo desodorante ni las iniciales de algún club de rugby, sino las siglas que identifican a la aristocracia estadounidense. Puesto en palabras: white anglo-saxon protestants. Protestantes blancos anglosajones, para decirlo en castellano. Son los descendientes de los primeros peregrinos, desembarcados y afincados en la Costa Este, desde donde formaron a sus hijos para ser la elite dirigente. De ese riñón salieron los Kennedy y buena parte de la intelligentzia política del último par de siglos. Pero no, ciertamente, la casta de petroleros texanos hoy en el poder.
Tal vez por tomar demasiado a pecho cierto célebre epigrama de Scott Fitzgerald (“los ricos son diferentes”), el cine no les dedicó mucha atención a los WASP. Una excepción reciente son las películas de Whit Stillman, hijo de esa elite, quien en películas como Metropolitan o Los últimos días del disco intentó demostrar lo contrario que el autor de El gran Gatsby. Un caso semejante es el del casi cuarentón Burr Steers, en cuyo árbol familiar se entrelazan los nombres de Jacqueline Bouvier (más conocida como Jackie Kennedy) y Gore Vidal, que además de renombrado escritor supo ser todo un think tank de varias administraciones demócratas. Tras probarse como guionista de Hollywood en la reciente Cómo perder a un hombre en 10 días, Steers –cuyo nombre completo es Burr Gore Steers– debutó como realizador con Igby Goes Down, comedia biliosa sobre una familia de su clase. La película se estrenó en Estados Unidos a fines del año pasado, este año fue parte de la programación del Bafici porteño y ahora el sello Gativideo la edita con el desencaminado título Las locuras de Igby (el original, traducible como Igby se cae, dice mucho más sobre la película).
Con nombres mayores en el elenco –desde Susan Sarandon hasta el resurgido Jeff Goldblum, pasando por Bill Pullman–, Las locuras de Igby está protagonizada por Kieran Culkin, hermano menor del temible Macaulay Culkin. En otros papeles aparecen el rubio Ryan Philippe –especialista en personajes no precisamente simpáticos– y las también blondas Claire Danes y Amanda Peet. De gente rubia se trata, claro. O de gente blanca comportándose mal, como suele suceder en otras películas recientes del cine estadounidense. Netamente adscribible al género comedia familiar ácida, Igby Goes Down comparte con films como los de Todd Solondz –o, para nombrar un exponente notorio, Belleza americana– la visión de la familia estadounidense como sucursal terrena del infierno. Claro que, en este caso, no se trata de una familia tipo sino de una privilegiada.
En verdad, no se sabe demasiado a qué se dedican los Slocumb, pero sí que atraviesan algunos sobresaltos económicos por culpa de papá Jason (el siempre magnífico Bill Pullman, que suele dignificar por sí solo los personajes que le tocan), que no anda muy bien de la cabeza. No se baña con frecuencia, puede presentarse desnudo de pies a cabeza en la mesa familiar y trabaja sólo cuando tiene ánimo, lo cual no sucede muy a menudo. Mamá Mimi (Sarandon) es una tirana que les hace la vida imposible a los hijos y no sale a la calle sin su farmacopea de antidepresivos, anfetaminas y otros químicos. El hijo mayor (Philippe) se prepara para ganar muchísimo dinero, honrando la introducción que Igby (Culkin) hace de él en una fiesta: “Les presento a mi hermano neofascista”. Igby, por último, se empecina en hacer todo lo contrario de lo que su madre pretende de él, se hace echar de cuanto colegio hay en la Costa Este y termina buscando refugio en un loft del Soho neoyorquino.
Como parece ser norma en esta clase de películas (no es el caso de Los excéntricos Tenenbaum, donde se impone la empatía), Las locuras de Igby ejerce lo que podría llamarse “nihilismo arrogante”. Steers se relaciona con sus personajes desde una posición de superioridad sarcástica y despiadada, viendo en ellos un catálogo de bajezas, ruindades y maltratos que sólo el ejercicio de la más amarga de las ironías puede mitigar. Como adolescentes viejos, refugiados en el bastión de una anestesiada altanería: así parecerían mirar el mundo los realizadores de estas comedias terminales.