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“Juego de niños” revela el lado oscuro del cine intimista francés
En sintonía con cierta tendencia actual del género, la película de Laurent Tuel apuesta a un clima opresivo por sobre el mero efectismo.
Por Horacio Bernades
Si a los niños suele atribuírseles el carácter de representaciones de lo blanco, puro e inocente, es lógico que el género de terror, que invoca a las fuerzas contrarias, los haya asociado frecuentemente con lo oscuro, lo perverso e innombrable. Con el mal, en una palabra. Desde obras maestras literarias (el caso de Otra vuelta de tuerca, de Henry James) hasta películas recientes, como Sexto sentido, Los otros o la japonesa The Ring, actualmente en cartel en Buenos Aires (pasando por clásicos de la talla de El bebé de Rosemary o El exorcista), los antecedentes en este terreno son vastos y altos. A esa larga tradición genérica viene a sumarse ahora el film francés Un jeu d’enfants, estrenado en su país hace un par de temporadas, y que el sello Transeuropa acaba de lanzar en video y DVD, con el título Juego de niños.
La primera anomalía de Juego de niños es su procedencia. En efecto, así como los sajones han cultivado desde siempre el relato de miedo, sus vecinos del otro lado de la Mancha lo han hecho en muy raras ocasiones. La segunda anomalía tiene que ver con el lugar que el film de Laurent Tuel viene a ocupar, en relación con las tendencias que desde hace décadas dominan el género. Más próxima, si se quiere, al terror psicológico de The Ring, Juego de niños reniega del efecto y el shock, para cultivar en cambio un tono –larvado e interior– que lopone en sintonía con el registro favorito del cine francés: el intimismo. La propia elección del elenco, integrado por algunas de las figuras más representativas del último cine de ese origen, revela ese sesgo. Como los atribulados padres aparecen la magnífica Karin Viard (El empleo del tiempo, Arriba los corazones) y el hierático Charles Berling (Los destinos sentimentales, Cómo maté a mi padre). La plantilla de secundarios está encabezada, a su turno, por Aurélien Recoing (inolvidable protagonista de El empleo del tiempo), mientras como baby sitter se deja ver la nueva sexy del cine francés, la blonda Ludivine Sagnier.
“Buenos días, somos los niños Worm”, se presentan un señor de ojos saltones y pelo tan abundante como desprolijo, y su hermana, que, como él, luce sesentona y mira raro. El aspecto entre disparatado y preocupante de ambos –sumado al hecho de que se atribuyan la condición de niños– justifica el recelo con que, del otro lado de la puerta, los atiende la dueña de casa. A pesar de ello, no parece haber motivo para negarles la entrada. Dicen haber vivido allí de pequeños, y desean visitar, después de tantos años, el antiguo departamento. Sólo el espectador –que, gracias a una breve anticipación del relato, conoce el trágico destino de esa casa– puede abrigar reservas más fundadas sobre ellos. Estas no hacen más que crecer y multiplicarse, a partir del momento en que los pequeños Aude y Julien, hijos de Marianne (Viard) y Jacques (Berling) comienzan a comportarse de modo ligeramente extraño, sumiendo a sus padres, muy de a poco, en la desesperación y la paranoia.
Ligeramente y muy de a poco son aquí palabras clave: con gran habilidad, Laurent Tuel hace pendular el suspenso en una zona de incertezas, en el borde mismo entre lo visible y lo intangible. Pequeños incidentes, conductas inhabituales y cierta muerte trágica no parecen justificar, sin embargo, que el inspector Mayens (Recoing) abra una investigación. Sólo cuando Mayens se entere de que aquellos “niños Worm” murieron de pequeños, tras un brote de locura de los padres, habrá datos suficientes para sospechar una presencia de ultratumba. Como en el modélico relato de Henry James, esa fuerza maligna podría haber tomado posesión de los niños. Más allá de los muchos aciertos en términos de tono y registro, cierto dato central abre sobre Juego de niños, como una grieta, una segunda capa de lectura. Marianne se siente culpable por la pérdida de un hijo –en un accidente al que, con mucho tino, Tuel deja en las sombras– y paulatinamente comenzará a atribuir a Aude y Julien la condición de vengadores.
A partir de ese dato, la película entera puede verse como una proyección de los fantasmas de la mujer, para quien, de pronto, los hijos podrían haberse convertido en los peores enemigos. Fantasmas de la mujer debe leerse aquí tanto en sentido particular como general: desde Freud se sabe que la fuente de lo siniestro yace en la familia, y Juego de niños no hace otra cosa que beber de esa misma fuente.