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Historia de una película coreana que hizo naufragar a “Titanic”
“Shiri”, de Kang Je-Gyu, es un thriller político que aborda el conflicto entre las dos Coreas, sin descuidar nunca la acción.
Por Horacio Bernades
Los iniciados en orientalismo cinematográfico saben ya –han tenido ocasión de comprobarlo fehacientemente en retrospectivas o en las distintas ediciones del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente– que el cine coreano atraviesa una fase de plena efervescencia, tanto en sentido artístico como de producción. Desde mediados de la década pasada su expansión es de tal magnitud, que a esta altura el cine de Corea del Sur (en el norte prácticamente no hay actividad cinematográfica) equivale a una entera galaxia en sí mismo. Allí puede encontrarse de todo, desde el más sofisticado cine de arte y ensayo hasta producciones de género que, en lugar de conformarse con imitar el modelo hollywoodense, tienden a corregirlo y mejorarlo.
Este último es el caso de Shiri, que no sólo es la película más exitosa en la historia del cine coreano sino que, en el momento de su estreno, hizo naufragar en boleterías al opulento trasatlántico de James Cameron. Primer film coreano que se distribuye en la Argentina por canales que no son los del cine alternativo, por estos días el sello LK–Tel –que el mes pasado había sorprendido con el lanzamiento de la película india Lagaan– presenta Shiri directamente en video. Financiada por la corporación Samsung (que no se priva de algún visible “autochivo” durante la película) y escrita, producida y dirigida por Kang Je–Gyu, Shiri es un thriller político que, a la inversa de los de Costa–Gavras –por dar un ejemplo–, pone más el acento en la condición de thriller que en la de film político. Pensada como puro producto de entretenimiento para un público masivo, no deja de ser cierto que Shiri hunde el dedo en la llaga más viva de la vida coreana, de la posguerra para acá: la división del país en dos, entre un norte comunista y un sur capitalista. De allí, sin duda, su descomunal repercusión puertas adentro.
Complejo e intrincado, el guión cruza tres líneas narrativas que terminarán haciendo ruidosa eclosión. La anécdota central es propia de un típico film de espionaje. Dos agentes secretos deben dar caza a una eximia francotiradora, que viene liquidando, de a una, a varias altas figuras de Corea del Sur. En algún momento, quedará claro que existe alguna relación entre las ejecuciones y un nuevo explosivo líquido top secret, de altísimo poder de destrucción. Si la fórmula llega a manos de quienes no debe, las consecuencias serán imprevisibles. Al mismo tiempo, un grupo de ultras, integrantes de las fuerzas armadas de Corea del Norte, ha emprendido una sangrienta rebelión contra sus mandos, armándose hasta los dientes y atravesando la frontera, en dirección al sur, vaya a saberse con qué oscuras intenciones. Finalmente, la película se da tiempo para una historia de amor, subtrama que esconde mucho más que la mera condición de balance romántico frente al despliegue de tiros y acción.
Manejando con astucia y buena cuota de oportunismo tan diversos elementos, Shiri alterna largas escenas de acción “a la americana” (descomunales tiroteos en centros públicos, persecuciones a sangre y fuego, acciones terroristas en gran escala) con momentos de intimidad en los que se introducen detalles poco frecuentes en el cine de Hollywood (en sus diversas formas, el agua se hace presente en toda la narración, así como variadas clases de peces cumplen una función narrativa y metaforizan la relación entre ambas Coreas). Entre unas escenas y otras, se introduce como cuña el fantasma más temido por la población de Corea del Sur: su invasión y dominio por parte del norte. Demostrando suma habilidad, Kang Je-Gyu hace transcurrir la anécdota justo en el momento en que está por celebrarse un partido de fútbol entre ambas Coreas, que servirá como prenda de paz y en el que, símbolo de la voluntad de unificación, se harán presentes los respectivos presidentes. Ese es justamente el futuro que aquellos terroristas del norte –unos fanáticos con aspecto y conducta de autómatas asesinos, dignos de un panfleto anticomunista del Hollywood de los ‘50– piensan subvertir, y es allí donde el público surcoreano debe haberse sentido tocado en sus peores fantasías paranoicas. Para el final, que por supuesto será contra reloj y en medio de aquel partido de fútbol, Shiri guarda una carta descabellada, que pide del espectador una total suspensión de la incredulidad. Allí, a la manera de aquellos excesos hongkoneses de John Woo, la hiperacción se fusiona con el melodrama más extremo, confirmando que por toda Asia se ha desatado, libre y soberano, un gozoso espíritu de fiebre creativa.