En
el largo plazo todos estaremos muertos, o bien ultracongelados,
a un costo que, según las cuatro ofertas disponibles en plaza,
de otros tantos proveedores estadounidenses de criónica,
va de 28.000 a 125.000 dólares, según la forma de
pago. Para poder seguir honrando las cuotas después del óbito
bastará con contratar un adecuado seguro de vida. La otra
precaución a tomar es fallecer en un sitio desde el cual
el cuerpo inerte pueda llegar sin gran demora hasta el termo de
nitrógeno líquido que le estará reservado,
y en el que se lo sumergirá no sin antes inyectarle anticongelante
en los tejidos.
Aunque los marketineros de la vida eterna aseguran con optimismo
que ya a mediados del siglo XXI la ciencia dominará los procesos
de envejecimiento (¡qué mala suerte haber nacido en
el XX!), nadie puede estar seguro de que en el momento en que los
especialistas puedan revivirlo a uno, dentro de algunos cientos
o miles de años, la empresa con la que se contrató
el servicio no haya perecido a su vez, sin la precaución
de zambullirse en un container preservativo. De hecho, para los
títulos del Tesoro la raya última del largo plazo
está en los 30 años, aunque hay grandes multinacionales,
como Coca-Cola o Walt Disney, que emiten bonos pagaderos a 100 años.
El problema de los vencimientos muy lejanos es el escaso valor actual.
Pero también es verdad que el Banco Central argentino posee
en su caja fuerte títulos que caducan recién en el
año 5000 de la era cristiana. Ellos fueron emitidos en los
80 por la Tesorería General de la Nación para
saldar su deuda por una parva de adelantos transitorios,
que eran la emisión destinada a monetizar el déficit
fiscal. Como el repago era sólo cosmético, se eligió
un plazo suficientemente largo y una tasa de interés ínfima
para que las cuotas anuales resultaran tolerables. ¡Eterna
vida al déficit fiscal!, como proclamarían los criónicos.
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