Lunes, 21 de enero de 2008 | Hoy
Por Horacio González *
Un necesario debate, que ya tiene muchos capítulos previos en todo el mundo, se ha reabierto a partir de las declaraciones del ministro Lino Barañao. Junto a las evidentes decisiones que hay que tomar en el área en la que muy especialmente se cruzan las tecnologías, la biología y el conjunto de las denominadas ciencias de la naturaleza –áreas en las que el país, como bien afirma el ministro, debe retomar la senda de la imaginación científica–, se debe tratar con un simultáneo interés la cuestión de las ciencias humanas y sociales.
Los intentos de relegarlas a la “metafísica” por parte de los grandes ingenios que participaron en experiencias como las del Círculo de Viena, en la década del ‘20 del siglo pasado, se basaban en que ciertas formas del lenguaje filosófico parecían transitar por una región inverificable del conocimiento. Sin embargo, la obra simultánea y posterior de Ludwig Wittgenstein, cuya influencia no ha cesado, contribuyó decisivamente para cambiarle el sentido al neopositivismo más extremo, al dotarlo nuevamente de preocupaciones genuinamente filosóficas que, con o sin ese nombre, trataban de los grandes momentos de la realidad –la realidad del lenguaje– que podían ser designados cabalmente con el nombre de “investigación filosófica”.
Estas grandes discusiones sobre lo que debe entenderse por conocimiento científico provienen de tiempos muy remotos, pero basta mencionar un tramo muy notorio ocurrido a fines del siglo XIX y comienzos del XX, en el que surgieron conceptos destinados a distinguir entre “ciencias de la naturaleza” y “ciencias del espíritu”. Cada una con su método, con sus requisitos de generalización y verificación. Todo estudiante universitario argentino, desde hace muchas décadas, pasa por este debate, que de alguna manera hoy interesa más a la historia de la filosofía que a la justificación de los utensilios de los que cada investigador se sirve.
Pero el tema sigue ocultamente vigente, y la prueba es que existe ahora bajo una corrosión terminológica. En efecto, ha mutado esta gran discusión entre aquellos sabios neokantianos del 1900 hacia los nombres de “ciencias duras” o “ciencias blandas”. Se trata de fórmulas de extrema comodidad, pero cuya grave incerteza se justifica apenas por la necesidad de distribuir o designar áreas institucionales, subsidios, etc.
En los años de oro del estructuralismo –los famosos ’60–, se intentó resolver la escisión proclamado la unidad del método científico –quizás con la lingüística como reina de las ciencias–, aunque en un grado superior se situaba una serie de niveles por los cuales se hacía específico lo que sería inherente a la “naturaleza” y a la “cultura”, todo ello desde el punto de vista del “acto social de producir la ciencia”. Puede recordarse un artículo de Eliseo Verón muy leído en aquel tiempo, en el que se quería resolver en este sentido las “cuestiones de método”, con lo cual las ciencias sociales mantenían su autonomía, su herencia, su destino.
En la misma época, Mario Bunge señalaba una presencia omnicomprensiva del método experimental y finalmente de las neurociencias, al punto de que en su conocido libro introductorio, La ciencia, su método y su filosofía, pronosticaba impertérrito que el mundo moral quedaría finalmente regido por normativas provenientes del experimentalismo científico. Era también el tiempo del desarrollismo, en el cual convivieron los ambicionados horizontes científico-técnicos con un auge renovado en las ciencias humanísticas, sociales, históricas y del sujeto, de las que eran emblema específico obras como las de José Luis Romero o Conrado Eggers Lan.
Es evidente que varias décadas después, las ciencias sociales se topan con obstáculos diversos y una intensa diversificación de sus métodos y escrituras. Las ciencias sociales, evidentemente, recibieron la influencia de revoluciones lingüísticas, filosóficas y argumentativas que las llevaron a importantes niveles de experimentación ficcional en la escritura, lo que finalmente conduciría al sonado “affaire Sokal”, donde el físico de ese nombre, sobre la base de lo que casi podría considerarse una travesura estudiantil, atacó el nivel de expresión compleja a la que habían llegado la filosofía social y las hermenéuticas más calificadas.
Las ciencias sociales viven su propia transmutación y hasta hoy ensayan fórmulas de comprensión y de indagación que se dirigen hacia una plena reivindicación de la filosofía, de la filología y la teoría del sujeto y de los signos, donde ocurren descubrimientos conceptuales que sería equivocado dejar de lado para cualquier configuración científica en la que se esté pensando. Incluso, abarcando la inesquivable dimensión crítica que hace más de medio siglo han tomado los estudios teológico-políticos en todo el mundo.
Ricardo Rojas, hacia 1903, había recibido la encomienda de estudiar los sistemas educativos europeos, concluyendo que en la Argentina había que adaptar el sistema pedagógico alemán, basado en la “historia de la cultura”. Desde luego, esta veta venía de lejos y tuvo vastas consecuencias, no ajenas incluso al riguroso proyecto que se expresa luego en la Teoría del Hospital de Ramón Carrillo, o simultáneamente en las incursiones diversas que el primer peronismo imagina necesarias para construir el cuerpo científico-técnico del Estado.
Más despojadas de una cosmovisión estatal, quizá, son las experiencias de Enrique Gaviola -–un asteroide lleva su nombre–, hoy reivindicado en el film Argentina latente de Fernando Solanas, en el área de los aceleradores de partículas o termodinámica de la radiación. Más cercano a nosotros, el recordado Oscar Varsavsky –aunque más recordado hoy en Venezuela que en la Argentina–, intentó pensar la ciencia como objeto histórico-social, y también de una manera autonomista y latinoamericana. Varsavsky, químico y matemático inspirado de Tomas Kuhn, prestó atención a una ciencia no ajena a la historicidad del conocimiento y a sus movimientos inesperados, considerados “inconmensurables”.
Sin duda, la Argentina tiene que recuperar terreno en todas estas materias e ingresar cuidadosamente, con idioma propio y avanzado, al mundo del conocimiento que invoca la partícula “bio”, desde las “biotecnologías” a la “biopolítica” crítica. Un tono a ser mantenido en este ingreso a la cuestión científico-técnica es el del equilibrio tenso e inspirador entre las ciencias físico matemáticas (y sus adyacencias) y las ciencias culturales (y sus adyacencias). La historia completa de este problema en la Argentina está por hacerse y el bienvenido Ministerio de Ciencia y Tecnología puede contribuir decisivamente para realizarla.
Mientras, sería inadecuado juzgar a cualquier corriente de pensamiento activo con las metodologías auspiciadas por espacios por ventura más contundentes en la definición tradicional del ideal científico. Incluso, si las ciencias humanas estuvieran debatiéndose –como es notorio que ocurre muchas veces–, con sus propias vacilaciones, en las que muchas veces triunfa la jerga sobre el riesgo de pensar.
Las ciencias sociales y humanas –y la filosofía misma– están siempre en deuda con las esperanzas que cargan en su propia memoria colectiva. Se las podrá ejercer trivialmente pero en ellas siempre vive el máximo ideal de la comprensión civilizatoria. Pueden incluso ellas no reclamar ritualmente el nombre más nítido de ciencia, pero rehusárselo sería un error. Es que siempre se nutren de ese estado de deuda, de las promesas inquietas que saben originar. Con ánimo de contribuir a este debate, es posible decir que ningún país puede sostener sus tramas vitales sin unas ciencias humanas libremente investidas de la potestad del lenguaje. Esto es, las ciencias sociales e históricas, no imitativas ni tributarias de cualesquiera otras, no sólo son imprescindibles sino que, a su manera, son garantes también de toda ciencia.
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.
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