Martes, 22 de abril de 2008 | Hoy
CONTRATAPA › A DIEZ AñOS DE LA MUERTE DE LEóN NAJNUDEL
Por Adrián Paenza
Para el resto de nosotros, a los que gritamos nuestro dolor por la pérdida, León no se fue. Dejó ideas..., muchas ideas..., a todos los que “tocó”. Y “tocó” a muchos.
Vivió adelantado a su época. Sólo volvía del futuro para señalar el camino. En el basket enseñó, ilustró, inventó. Y a su deporte –casi de arrebato y contra la voluntad de quienes lo dirigían– lo federalizó.
León practicó lo que propuso. Fue siempre un representante del interior en la poderosa Capital. Y los toreó a todos. Los desafió a todos..., y les ganó a todos. En su ring imaginario, fue tumbando los muñecos disfrazados de interventores o supuestos expertos que venían a enseñarle de organización del basket con propuestas absurdas e impresentables. León les contestó con la Liga.
Lo tildaron de “loco”. Quizá lo estaba. Tan loco y apasionado por lo que hacía, que se despedía de un programa de TV que lo tenía como coconductor, pidiéndoles a las madres que estuvieran mirando el programa que llevaran a sus hijos a jugar al basket. Y loco estaría en esa cruzada en búsqueda de “altura”, que lo llevaba a mirar a todo joven que pasaba cerca de él y que midiera más de 1,80, hasta agarrarlo de un brazo y preguntarle lo inevitable: “¿Qué edad tenés?”.
Y loco estaba cuando sentado en su oficina en Ferro se empeñaba en querer compartir con el técnico rival –Flor Meléndez por citar un caso– el video de una de las finales que habían jugado dos noches atrás, horas antes de jugar la próxima. Loco estaba en tener videos de la NBA, casi cuando la propia NBA no los tenía. Los esperaba ansioso en la aduana, para después compartirlos con sus ahijados de turno o sus discípulos del futuro. Mientras tanto, la pantalla de 20 pulgadas devolvía la sonrisa, la volcada y la magia del ídolo de León: el Dr. J. Pero también estaba Jabbar. Y Malone. Y Larry Bird (a quien se empeñaba en nombrar en castellano, hasta provocando a los demás cuando enfatizaba la “i”).
Loco estaba por enviar a su ayudante Tolcachier a un pueblito de Salta para ir a buscar a un jovencito de 14 años que medía más de 2 metros (Fernando Varas) para llevarlo a Comodoro, o en traerse un “changuito” de Santiago (Cortijo) o a un “gigante” de Misiones de 2,31 (Jorge González) para depositarlo en Cañada.
Debía estar loco, porque nunca entendí cómo hacía para tener siempre un “faso” encendido, ni supe cómo hacía para que no se derritiera nunca el hielo de su whisky, mientras lo revolvía despaciosamente con el índice de su mano derecha y debatía apasionado sobre la ética de las personas y principios olvidados.
Sí..., quizás estaba loco...
Porque era intransigente con la “agachada” de los que coqueteaban sumisos ante el poder, mientras él enfrentaba a los que querían medrar con el deporte. Siempre frontal, sin grises. Y la vida lo vio recorrer picos y valles sin aceptar el abuso de poder, ni siquiera uno menor.
Les enseñó a sus jugadores a ser personas desde que eran “personitas”. Empujó siempre hacia arriba. Sólo en esa dirección aceptaba emparejar. Y formó discípulos, que hoy están repartidos por el país reproduciendo sus ideas.
Los sabios, en alguna época, eran quienes sabían todo. León fue sabio en esta. Y lo fue, no por lo que sabía, sino porque sabía todo lo que no sabía. Por eso se declaraba ignorante. Y preguntaba. Y decía “no sé”. Fue un gran debatidor de ideas, pero empedernido defensor del disenso. Solía ponerse en la vereda opuesta de lo que pensaba, con la idea de poner a prueba su pensamiento, sea para ratificar o para cambiar.
¿Por qué vivir, si uno al final va a morir? ¿Por qué habitar un lugar, hacerlo casa, poblarlo de proyectos e ideas, de hijos, y de gente querida para después, abruptamente, abandonar todo antes de que esté completo? ¿Para qué ser tan generoso en la vida, tan amplio y reflexivo, tan potente..., para después terminar hundiéndose en las cavidades de la muerte? ¿Para qué sonreír, amar, acariciar, hablar, convencer y predicar?
Por las huellas..., como la pequeña criatura que se desplaza en la arena húmeda, dejamos huellas. Huellas que el mar tapa una y otra vez, incesante, inalterable. Raras veces esas huellas desvían ligeramente el curso. Y es sólo un momento. Sin embargo, es en ese momento en que el poder de nuestras vidas es tan evidente, como que ha logrado modificar, aunque sea un milímetro, la fuerza de la naturaleza.
Para los que lo conocimos, no hace falta. Y a los demás los invito a hurgar en la profundidad de la huella que dejó.
Gracias por todo Ruso.
* La primera versión de esta nota fue publicada en el diario Olé.
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