Jueves, 24 de abril de 2008 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
Las pantallas –las grandes y pequeñas pantallas– en las que ya no se proyectan nuestras vidas porque nuestras vidas, ahora, cada vez más, son pantallas. De la pantalla venimos y a la pantalla volveremos. Ser o no ser pantalla, ésa es la cuestión. Y domingos atrás, en la revista dominical de El País, leí una buena entrevista a Philip Roth de Jesús Ruiz Montilla donde habla sobre la extinción y muerte de los lectores de verdad. No encuentro la revista, encuentro la entrevista en pantalla. Comentarios sueltos: “¿Dónde están los lectores? Mirando las pantallas de sus ordenadores, las pantallas de televisión, de los cines, de los DVD. Distraídos por formatos más divertidos. Las pantallas nos han derrotado”. Y refiriéndose al Kindle –la última encarnación de libro electrónico–, Roth dice: “No lo he visto todavía, sé que anda por ahí, pero dudo que reemplace un artefacto como el libro. La clave no es trasladar libros a pantallas electrónicas. No es eso. No. El problema es que el hábito de la lectura se ha esfumado. Como si para leer necesitáramos una antena y la hubieran cortado. No llega la señal. La concentración, la soledad, la imaginación que requiere el hábito de la lectura. Hemos perdido la guerra. En veinte años, la lectura será un culto... Será un hobby minoritario. Unos criarán perros y peces tropicales, otros leerán”.
Leer es mi hobby y escribir es mi trabajo (o viceversa). Y lo cierto es que a mí todo eso del Kindle –el libro apantallado al que no se le puede voltear las páginas– no me emociona en absoluto. De ahí que, romántico, me alegre cuando un libro –cuando el objeto libro, no importa qué sea o de quién sea– recupera su dimensión decimonónica (“¡Vamos, corramos a los muelles, que llega la última entrega de Dickens y parece que ha muerto la pequeña Nell!”) y se convierte en la estrella de la jornada. Pasó hace unos días, en Barcelona, con el lanzamiento de la nueva novela de Carlos Ruiz Zafón. Escenografía imponente, cientos de periodistas, gran despliegue para presentar en sociedad al millón de ejemplares de El juego del ángel. ¿Que si me gustaría mucho más que algo similar sucediera con una novela de Roth? Sí, claro. Pero algo es algo. Y aquí vienen los revolucionarios eléctricos preparando sus blogs para denunciar “el mercado” mientras esperan, expectantes, que “el mercado”, en alguna de sus muchas encarnaciones, los mencione para, pronto, advertírselo con un link a sus amiguitos (con los que no demorarán en odiarse a muerte) en las siempre invernales pantallas de su descontento.
Lo que no es tan grave, porque otros usan la pantallita de su celular para filmar cómo le pegan a un discapacitado y de ahí a colgarlo para alegría y esparcimiento de idiotas. Y el blog –está claro que no muchos, pero sí demasiados– como cloaca. Llamémoslos bloacas. Y blogudos a sus subterráneos habitantes. Esos que opinan e insultan e injurian y agreden –-más o menos anónimamente– sobre todo y a todos. Esos que dinamitan la intimidad transcribiendo lo que oyen en la mesa de al lado sintiéndose cronistas cuando en realidad padecen una enfermedad crónica. Esos selectivos exhibicionistas a larga distancia. Esos que nunca dan la cara descubierta y ofrecen, en cambio, la máscara y mascarada de la pantalla.
Hombre pequeño habla de espaldas a una gran pantalla que lo muestra con tamaño de gigante: Berlusconi.
Y, de pronto, un recuerdo que me llega desde lejos, desde mi adolescencia venezolana, donde ser pantalla o pantallear significaba “Mandarse la parte”.
Y cada vez leo más artículos sobre las enfermedades derivadas de la adicción a las pantallas (los millones de años que demoró en pararse el homo erectus yendo a dar a un pasivo homo sentadus) y sobre aquellos que ya no pueden trabajar o pensar sin la ayuda de Google. De eso habla el italiano Alessandro Baricco en su nuevo libro Los bárbaros: Ensayo sobre la mutación (Anagrama), pero a mí –que, afortunadamente, nací temprano y recuerdo a la perfección mis formativos o deformativos años como unplugged profesional– me preocupa más otro tipo de cuestiones, de pantallas. Y de acuerdo: Buenos Aires ahumada, pero hay cosas peores. Como la pantalla de la central nuclear de Ascó, a una hora de Barcelona, que el pasado noviembre informó de una fuga radiactiva. El problema es que los responsables de leer las pantallas de la central nuclear leyeron pero no informaron y recién ahora –por presión y cortesía de Greenpeace– la noticia salió al aire como todas esas partículas radiactivas flotando en el viento a quien no es lícito pedirle una respuesta. Ahora relevaron al director de la planta y a varios miembros de su elenco pero, claro, el problema son todos esos niños y adolescentes que desde fines del año pasado llegaron al lugar en excursiones educativas para ver (y respirar y ser irradiados por el conocimiento) cómo funciona (mal) todo el asunto. “Desde que fui siento alergia a ir a clase”, bromeaba un estudiante de 15 años. Y primero se admitió la fuga, luego se reconoció que la fuga había sido cien veces más grave de lo admitido en principio y hoy son muchos los que hoy esperan, nerviosos, que las pantallas de los televisores informen de una próxima admisión.
La madre, nerviosa, ya había aparecido hace unos años en la pantalla de los televisores diciendo que su hijo era muy nervioso y que iba a acabar matándola y que “yo muerta y él en la cárcel y después qué pasa”. Lo que pasó fue que, el pasado martes de 16 de abril, el hijo le cortó la cabeza a la madre y sacó la cabeza a pasear por el pueblo de Santomera, Murcia, y todo el tiempo iba por ahí, cabeza en mano, hablándole, diciéndole: “Ahora estás calladita... te quiero mucho”, y yo lo vi todo por televisión...
... en uno de esos noticieros: ahí estaba el Papa junto a Bush (¡qué fotogénico que es Benedicto XVI! Parece alguien más ligado a las religiones de la Tierra Media que a nuestra Tierra de Cuarta) y un avión se había caído en Africa y ahí estaban las postales del siniestro: pedazos de aeronave y alguien había optado por sacar una foto de una computadora portátil achicharrada. Como si se tratara de una víctima más. Pronto, se consignarán el número de lap-tops muertas en accidentes y afines, pienso.
Y me llega uno de esos e-mails colectivos. Una de esas esporas radiactivas y que, textualmente, transcribo aquí: “Una cosita importante, ayer una de mis compañeras iba en el tren con otras cuatro chicas y se les acercó un hombre con acento árabe, y les dijo que lo del 11-M no es nada con lo que va a ocurrir. Que van a correr ríos de sangre todavía. Que tuvieran cuidado el 21 de abril en los centros comerciales. Pues bien, mi compañera cuando llegó a casa fue a la comisaría. Contó lo que había ocurrido, y describió al hombre éste. Con la descripción y las fotos lo reconoció y el tío en cuestión es un sirio que está en busca y captura por el 11-M. La policía le dijo que era la primera vez que una persona iba a la comisaría para contar algo así y que le hubiese ocurrido en primera persona. Le comentaron que corriese la voz. Es completamente cierto, así que no se te ocurra ir de compras la semana que viene. ¿De acuerdo? Díselo a todo el que puedas”.
Escribo todo esto el lunes 21 de abril, en el café de un centro comercial y vaya uno a saber si faltan segundos para que alguien presione la tecla DELETE. Mientras tanto y hasta entonces, mi pantalla me mira y, ganadora, sonríe a la espera de nuevas cositas importantes.
Yo, ahora, la apago –la soplo como a una vela– y me voy a comprar un libro.
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