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 Por Juan Gelman

Bush hijo cambia varias veces de canal cuando de Iraq se trata. Dijo que era preciso invadirlo por sus conexiones con Osama bin Laden, aunque la CIA reitera que no hay evidencias que lo prueben. En cambio, ha documentado los contactos con Al-Qaida de petroleros sauditas y servicios paquistaníes sin que a nadie en la Casa Blanca se le ocurriera bombardear Karachi o Riyadh. Y luego: que Bagdad posee armas químicas de destrucción masiva, aunque inspectores que integraron la misión de Naciones Unidas que abandonó Iraq en 1998 señalan una y otra vez que ese arsenal fue destruido casi por completo. O que Saddam está a punto de conseguir bombas nucleares, aunque el organismo de energía atómica de la ONU desechó tal posibilidad. El cambio de canal más importante, sin embargo, se produjo en menos de un año: Bush hijo le quitó a Bin Laden la antorcha de Enemigo Público Número Uno y se la pasó al autócrata iraquí.
El habitante del Salón Oval había proclamado después de los atentados del 11/9: “Quiero justicia. Recuerdo un viejo cartel del Oeste que decía ‘Buscado: vivo o muerto’”. Se refería, claro, a Osama. Pero el millonario saudita no sólo ha desaparecido de Afganistán, también del discurso busheano. Bin Laden sigue primero en la lista de 22 terroristas más buscados y encabeza la de los diez prófugos más requeridos por los servicios estadounidenses, pero la ofensiva militar que Washington desató el 7 de octubre del 2001 no culminó con su captura, ni vivo ni muerto. Los sondeos de opinión muestran que ese hecho divide a los norteamericanos. Una reciente encuesta de Gallup reveló que un 50 por ciento de la población considera que la intervención en Afganistán “sólo será un éxito” cuando se atrape a Bin Laden, contra un 38 por ciento que se declara satisfecho aunque tal cosa no ocurra. Un sondeo de Harris encontró que este último índice ascendía al 47 por ciento hace cuatro meses.
Pero la cuestión, hoy, es Iraq. Y cabe recordar un informe que, a principios del año pasado, Bush hijo encargó al influyente Council of Foreign Relations de Washington, del que son miembros, entre otros, el vicepresidente Dick Cheney y ex secretarios de Estado como Henry Kissinger y James Baker. Se titula “Retos estratégicos de la política energética en el siglo XXI”, subraya que esa industria padece en EE.UU. “el comienzo de sus limitaciones en materia de capacidad”, señala que es urgente solucionar la previsible disminución del abastecimiento de petróleo para evitar que se acentúen la recesión económica y la intranquilidad social en el país, y urge a Bush hijo a evaluar con otra mirada “el papel de la energía en la política exterior estadounidense”, ya que el acceso al oro negro “es un imperativo de seguridad”.
El informe aconseja dar “pasos inmediatos” para acelerar el acceso yanqui a los yacimientos de la cuenca del mar Caspio, y destaca la necesidad de aumentar la producción petrolera de Iraq a fin de no sufrir la escasez prevista. No descarta el empleo de medios diplomáticos para lograr esos objetivos, pero tampoco la posibilidad de intervenciones militares. En otras palabras, se trata del libreto de la intervención en Afganistán y de la guerra contra Iraq. El informe fue redactado hace más de un año y medio, meses antes del 11/9, y Washington lo aplica con rudeza y cierta desprolijidad para el bolsillo de los conocidos de siempre.
Moscú observa el panorama con preocupación notoria. Se inclina ahora por una nueva resolución de Naciones Unidas que imponga a Iraq condiciones más duras de inspección de sus arsenales, pero rechaza que éstas sean inaceptables y que vengan acompañadas de la amenaza del uso de la fuerza, como quiere Bush hijo. El nerviosismo ruso se explica y no sólo por la deuda de 7 mil millones de dólares que Hussein contrajo con la ex URSS: Lukoil, la mayor empresa petrolera del país, firmó un contrato de explotación de yacimientos petrolíferos iraquíes por un valor de 20 mil millones de dólares, y se estima en 90 mil millones de dólares elbeneficio potencial de la concesión que obtuvo el gigante ruso Zarabezhneft. Putin teme que la caída de Hussein provoque la anulación de contratos tan jugosos. Imagina –no sin razón– que la voracidad estadounidense de energéticos marginará a Rusia en el control del oro negro iraquí.
Llama la atención que, en el plano político, la Casa Blanca no dé al parecer muestras de diseñar planes sucesorios. La semana pasada, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld no vaciló en responder al periodista que le preguntaba si podía garantizar que el próximo gobierno de Iraq sería mejor que el de Hussein: “No hay muchas garantías en la vida”. Pero Tom Lantos, representante demócrata de California, confió a Colette Avital, del Partido Laborista de Israel, que visitaba el Capitolio: “Ustedes (los israelíes) no tendrán ningún problema con Saddam. Pronto nos lo sacaremos de encima. Y en su lugar instalaremos a un dictador pro-occidental, lo que será bueno para nosotros y para ustedes”, registró el diario israelí Ha-aretz en su edición del 1º de octubre. Avital preguntó a Lantos cómo se podía hablar de entronizar a un dictador en Iraq y al mismo tiempo exigir “reformas democráticas” en los territorios palestinos como condición previa a la reanudación del proceso de paz. Se puede, se puede.

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