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Copi o la incomodidad

 Por Juan Sasturain

Son curiosos ciertos destinos. O todos lo son, en realidad. Pero entre tantos, el de algunos artistas –en tanto figuras públicas– resultan muy reveladores de las habituales casualidades, paradojas, equívocos y malentendidos que signan vidas y famas. La acaso obvia cuestión viene al caso, al menos para mí en estos días, al reencontrarme una vez más con la figura de Copi. Buscando rastros de su obra gráfica para una eventual compilación, confirmo un dato perturbador. El único libro de historietas de Copi que se publicó en la Argentina, Los pollos no tienen sillas, salió hace exactamente cuarenta años (!), en 1968, con el sello de Jorge Alvarez, la misma editorial pionera que reunió por entonces el primer libro de Mafalda –que luego seguiría De la Flor, hasta llegar a los diez tomos clásicos– y la Vida del Che, de Oesterheld y los Breccia. Y a partir de entonces, aunque se ha (lo hemos) publicado en revistas, en libro argentino, nunca más... Y lo mismo –o casi– pasa con el resto de su obra dramática y narrativa. Es algo por lo menos raro, digo yo. Porque era un genio.

Cargaba mucho apellido, Copi. Tal vez por eso no los usó: se llamaba Raúl Natalio Damonte Taborda (o Damonte Botana, mejor) y vale la pena hacer historia con él, acaso o precisamente porque se deshizo, como nadie, de ella.

Copi nació en Buenos Aires en 1939 y murió de sida en París –donde vivió más de 25 años, algo más de la mitad de su vida– a fines de 1987. Era nieto nada menos que de Natalio Botana, el director de Crítica, y de la no menos mítica Salvadora Medina Onrubia, anarquista, agitadora y autora teatral en los años veinte. Fue precisamente esa abuela impar la que lo bautizó, cuando era nene y muy blanquito, Copito de nieve. De ahí lo de Copi, que le quedó. También esa abuela le metió la idea del teatro, de la representación y el disparate, desde muy chico. Y de la soberana anarquía, claro.

El padre de Copi fue también periodista, y de los combativos. Raúl Damonte Taborda se casó con Georgina, la hija de Botana, fue dirigente radical antifascista en los treinta y heredó la dirección de Crítica a la muerte del suegro, en 1941. Ahí, Damonte Taborda se acercó al primer Perón pero después, junto con Crítica, cayó en desgracia con el régimen y terminó exiliándose en Uruguay con familia, el pequeño Copi y todo. Allí escribió el famoso Ayer fue San Perón, una diatriba furibunda que circuló clandestinamente. Volvieron a Buenos Aires recién en el ’55 y Damonte Taborda retomó el periodismo político y combativo desde Resistencia Popular, ahora contra el gobierno militar de la Libertadura de Aramburu-Rojas, la vetusta Junta Consultiva, la política económica entreguista, etc. Y fue ahí, en ese diario de batalla de su padre, donde un pendejísimo Copi de algo más de quince años firmó sus primeros, extraños dibujos militantes. No hace mucho Horacio Tarcus –historiador prolijo de la prensa política– los publicó con una muy buena aproximación crítica.

Lo que sigue es más conocido: Copi apareció con sus flores, sus gallinas y su nena de moño inmenso haciendo un humor absurdo, a veces naïf, siempre raro -–era la época de Patoruzú y Rico Tipo, nadie hacía cosas así...– en la primera Tía Vicenta de Landrú, que era el único capaz de dar cabida a la rareza del talento atípico. Luego de un tiempo Copi pasó fugazmente por la fugaz Cuatro Patas de Carlos del Peral, un desgajamiento crítico y radical de la Tía, hasta que en 1962, paquetamente, se fue a París a ver teatro. Tenía 22 años. Y no volvió más.

Ese dato es clave, porque a partir de entonces toda la obra de Copi –las historietas y el humor gráfico, su teatro como autor y actor y su menos divulgada ficción– tuvo en su inmensa mayoría un primer público/lector francés. A nosotros, los argentinos, nos llegó en cuentagotas, tarde y de rebote, habitualmente con los condimentos del módico escándalo de una homosexualidad militante y de la provocadora incorrección política: su estreno de la obra Eva Perón, en 1970, hizo que se rasgaran (nos rasgáramos, seamos sinceros) diversas vestiduras nacionales. Era tiempo de prejuicios y quisquillosidades. Copi, saludablemente, se cagaba en todo.

Así, más allá de esa publicación de Los pollos no tienen sillas a fines de los sesenta, volumen en que reunía muchas de las memorables tiras publicadas en Le Nouvel Observateur, muy poco se leyó/vio/editó de Copi en muchos años. Prácticamente nada. Para leerlo en castellano hubo que esperar las ediciones españolas de sus historietas en los setenta y ochenta en Nueva Frontera –Las viejas putas, Mamá ¿por qué yo no tengo banana?– y las que realizó de su narrativa Anagrama en su primer tramo de la serie Contraseñas, desde fines de los setenta: El baile de las locas, Las viejas travestis y El uruguayo, La vida es un tango, Virginia Woolf ataca de nuevo y La internacional argentina. Claro que esas agallegadas traducciones del francés, como las de Bukoski del inglés, no se digieren con facilidad. Joderse: culpa nuestra.

Por eso es sintomático que, pese a otras aproximaciones, recién el estreno argentino de Una visita inesperada –una obra póstuma– en 1992 y en el San Martín, haya sido un verdadero acontecimiento teatral que permitió revisitar Copi, aproximarse se supone que ya sin prejuicios y salvedades a su obra. Marcos Mayer le dedicó entonces un catálogo y una semblanza inteligente y después, con los años, hubo un libro de Tcherkaski, Daniel Link se ocupó de sus textos y César Aira le dedicó un ensayo sagaz centrado sobre todo en el teatro y los relatos. Ya Copi no era un puto incómodo (sic) sino un escritor extraordinario, literalmente fuera de serie.

Si hay algo pendiente, sin embargo, son las historietas. Sus historias dibujadas han quedado ahí, vistas apenas como un primer ensayo, un esbozo –el dibujo “primitivo” colabora en esa lectura– de obras teatrales de un acto, escenas en tiempo real. Y en cierta medida lo son, del mismo modo que sus piezas son historietas actuadas... Copi maneja una puesta regular, de perspectiva uniforme, cámara fija –digamos– y un tiempo de lectura –hecho de silencios, pausas y pausitas– propio de la escena. Muchas veces, alguien está ahí quieto, acaso a la espera (y por lo general es la mujer sentada, la gorda emblemática) y entra otro a dialogar. Otras veces son dos enfrentados, enfrascados. Ahí se dispara todo. Tan simplemente maravilloso como eso.

Si se quieren simbolismos, claves, reparto de roles sociales, es fácil, cómodo, empobrecedor. Al principio, cuando sólo la iba a visitar el pollo o pato de a pie, la gorda sentada “era” la burguesía, el poder, la sociedad, lo que se quiera. Copi nunca dijo que sí ni que no. No tenía por qué. Para eso está lo dicho y lo dibujado. Nos basta.

A esta altura de la historia y de la narrativa argentina es evidente que somos muchos los que admiramos a Copi más allá de lo habitual y que (pienso que) es hora de que podamos tenerlo a mano y accesible a un público general para disfrutarlo del mismo modo que disfrutamos –desde hace dos años– sus saludables irrupciones en Fierro.

Ojalá se nos dé.

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