Martes, 30 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Ya lo dije muchas veces: mi época favorita del año son esos días que van del 24 de diciembre al 2 de enero (y, por aquí, porque esta es una monarquía mágico-democrática, hasta el 7 de enero). No es que me gusten especialmente las fiestas, pero sí aprecio el efecto que producen en el inconsciente colectivo y en ese inconsciente individual que soy yo. Un balanceo entre híper-lúcido y zombie mientras el teléfono no suena, nadie llama a la puerta y la casilla del email desborda de felicitaciones findeañeras de gente que nos deseó lo peor durante el resto del año.
DOS Lo del principio: son días raros, son días casi nocturnos, son días en animación suspendida, son días congelados (aquí potenciados por una borrascosa ola de frío y lluvia y granizo que no parece tener fecha de vencimiento), son días donde se piensa mucho. Son días, se supone, donde alegremente se toman decisiones para lo que vendrá y se bebe el fondo amargo de la botella de lo que pudo haber sido pero no fue. Así, está el que en Los Angeles decide vestirse de Papa Noel para hacer volar a toda su familia por los aires (“No podemos creerlo. Era un hombre normal y afable”, vuelven a decir los que se juntan a contemplar las llamas) o los que deciden ponerse a tirar petardos y misiles antes del 31 de diciembre (la historia interminable de Israel & Gaza y alrededores) y estoy yo escuchando las íntimas detonaciones de mi mente y, mejor, antes de que sea demasiado tarde, me pongo a escribir un cuento que transcurre muy lejos, ahí nomás.
TRES Y por la noche –la noche del 24– con el deber cumplido, respetar ciertos ritos locales que ya hice míos. El discurso del Rey (quien dijo cinco veces la palabra crisis) y que, al día siguiente (tuvo menos rating que en el 2008: 200.000 espectadores menos o, quién sabe, 200.000 republicanos más), es analizado por las diferentes formaciones políticas como si se trataran de las palabras de un oráculo infalible. Y no está mal lo que dice. Y a mí el Rey me cae muy bien. Pero, seamos sinceros, los dichos del Rey no tienen la ligereza de los del Rey Palito, pero tampoco alcanzan la sabiduría absoluta de los del rey Salomón. Son palabras sensatas de un hombre sensato, de un rey realista. Dentro de este esquema bíblico/simbólico, Zapatero vendría a ser un Rey Mago que vale por tres: se ha reunido con todos los presidentes autonómicos y les ha prometido que, si se portan bien, todos tendrán sus alcancías llenas para jugar. El problema va a ser (ya lo advierte Rajoy en plan ominoso Padre Tiempo y el saltarín Aznar como la perfecta encarnación del siempre agorero “mensajero malvado” en Proverbios 13:17) cuando haya que cumplir todo lo que prometió. Pero para entonces ya será el 2009 y –se sabe, consenso absoluto– el 2009 será uno de los años más horripilantes de toda la Historia y toda la culpa será suya y nada más que suya. Así que propongo saltearlo y Feliz 2010 para todos.
CUATRO Pero, claro, la cosa no es tan sencilla, pensé entonces, cuando se fue el Rey y entró El Niño. No El Niño Jesús, sino El eterno Niño Raphael, quien todos los 24 de diciembre –mientras buena parte de la humanidad festeja el nacimiento del Mesías– autocelebra su renacimiento con incombustible gozo. Felicidad que, está seguro, todos comparten por su permanencia y por el medio siglo de alegrías que nos ha entregado. No creo que todos sientan eso, pero yo sí. A mí Raphael me ha dado mucho y –todo parece indicarlo– me seguirá dando mucho más. El especial de este año tuvo la pompa añadida de los números redondos, el lanzamiento de un disco autohomenaje en el que lo acompañaron sus amigos de siempre, su hijo cantante y admiradores confesos como Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina y Enrique Bunbury. Y –lo mejor de todo– mucho material de archivo. En especial, de sus películas de los años ’60 y ’70 (jamás olvidaré Póster Boy o aquella otra en que busca a su hermano pianista por los tugurios y callejones de un barrio de La Boca que parece de novela de David Goodis) que, se descubre enseguida, son siempre la misma película. Allí, en unas y otras, se repiten idénticas situaciones: escenas de fans enloquecidas, escenas de Raphael respondiendo con aire iluminado a las preguntas de los periodistas y –momento formidable– Raphael perseguido por multitudes, subiéndose a un auto, y alguien le lanza un “Raphael, ¿usted se droga?” Y El Niño, todo dientes, responde: “¿Drogarme? Pero si yo soy siempre así de divertido”. Y Raphael no mentía, no miente y no mentirá. Una cosa queda clara: Raphael no está –ni estuvo, ni estará– en crisis. Las crisis son para los otros.
CINCO Y la crisis es para los españoles. No hay revista o suplemento que no dedique por estos días primeras planas y suplementos especiales al porqué pasó lo que pasó y cómo fue que no se vio venir. Lo que –entre noticias findeañeras de esas que se refieren a cosas como la sangre de los neandertales– a mí me causa cierta sorpresa. En España se viene anunciando esta crisis desde hace por lo menos ocho años como algo inevitable, cuando bajara la alucinada y alucinante fiebre inmobiliaria. Lo mismo en el resto del mundo con todo eso de las subprimes y valores tóxicos e hipotecas basura. Por suerte, parece que Obama es Dios. Rezo que no lo crucifiquen.
SEIS Y puestos a creer –luego de la lluvia de millones del Gordo caídos en Barcelona– me compré un boleto para la Lotería del Niño. Encomiendo, sí, mi alma a Raphael. Pero no creo que se repita el milagro y, además, se han robado el Jesús del pesebre del Ayuntamiento y eso se paga. Así, seguro que –de nuevo– el premio se lo llevan los habitantes de un pueblo que nadie conoce con nombre como Chupitos del Mogollón o Pantorrillas de Pijos y que –siempre lo he sospechado– no son más que actores saltando frente a una escenografía por unos pocos euros.
SIETE La cosa es así: la Navidad es para los creyentes, los Reyes Magos para los crédulos y el Año Nuevo para aquellos a los que nada les gustaría más que creer en algo. Por lo pronto –mientras dan las doce campanadas– creen que, una vez más, mientras se balancean entre tañidos, no morirán atragantados en el ritual ese de las doce uvas.
Lo que –como están las cosas– no es poco.
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