Miércoles, 28 de enero de 2009 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
La luminosa mañana del domingo pasado salí a caminar para comprobar los efectos del ciclón del sábado. La calle parecía el campo todavía fresco de una batalla invisible. Carteles caídos, buzones volados, un perro muerto, una peluca huérfana, cables de alta tensión por el suelo, macetas rotas y árboles caídos. El asunto –lo leí en el diario, junto con el listado de víctimas mortales y estructuras arrasadas– se había llamado “ciclogénesis explosiva” o “vientos perfectos” que llegaron a alcanzar los 200 kilómetros por hora y que sacudieron la torrecita donde yo escribo todas estas cosas. Ya pasó. Pero las cosas siguen temblando. Y no van a dejar de temblar, parece.
Y es que los idus de este enero vienen siendo climatológicamente complicados: no hace mucho aquella nevada que colapsó casi todo y ahora este vendaval que puso todas las cosas en el aire, demostrando lo mal atadas que estaban y que están. Y sí: las fuerzas de la naturaleza en acción suelen ser uno de los símiles metafóricos más antiguos y eficaces a la hora de retratar simbólicamente las acciones de-satadas de hombres desenfrenados que no saben para dónde soplan los vientos de la historia y de la histeria.
Así, en el Partido Popular, un huracán de rumores se desató sobre las revelaciones del diario El País acerca de una trama de espionaje interno. Todos contra todos y nadie del todo seguro de quién es quién. Una especie de cruza de El hombre que fue jueves con Watergate íntimo y privado que ha vuelto a poner en evidencia la guerra por la conquista de Madrid y el escaso control que tiene Mariano Rajoy sobre subalternos que aspiran a sucederlo cualquier día de estos. Zapatero, por su parte, disfruta de la situación y aspira a que distraiga a la ciudadanía toda de las últimas y crecientes cifras de desempleados y de los pronósticos de recuperación cada vez más distantes en los calendarios, diga lo que diga su cada vez menos optimista ministro/vicepresidente en trance Solbes. Se anuncian medidas, planes (el nuevo juguete de Zapatero es algo llamado Plan E, E de España, sin darse cuenta de que semejante nombre hace pensar, automáticamente, que ya han fallado los planes A, B, C y D), se explica sin explicar por qué los bancos no hacen llegar a la gente los dineros que les concedió el Estado, abundan los nuevos programas-testimonio de televisión pertenecientes al género “gente que llora porque no puede pagar su hipoteca”, las revistas aconsejan abrazar mucho a los seres queridos y recluirse a leer (“leer es barato”) La guerra y la paz o En busca del tiempo perdido, porque lo que van a sobrar van a ser las horas, los días, las semanas, los meses, los años libres.
Mientras tanto, el Real Madrid (superado un escándalo que expulsó de la cancha a su presidente) fantasea con la creación de un comando para secuestrar a Messi y las tribus okupas vuelven vencidas a la casita de los viejos: se suponía que eran ellos quienes iban a acabar con el capitalismo, pero jamás imaginaron que quienes finalmente conseguirían llevar a cabo semejante empresa serían los propios capitalistas y me pregunto a qué cuernos le cantará Manu Chao en su próximo disco. Canciones sobre banqueros clandestinos y desaparecidos, supongo.
Y con el Perfecto Ciclón ocurrió lo mismo que con la Gran Nevada. Tanto los meteorólogos como el Ministerio del Interior volvieron a coincidir en que “las previsiones se quedaron cortas”. Así, el lenguaje de la climatología es el mismo que se aplica al de la crisis: se veía venir el temporal, pero nadie podía prevenir que los efectos serían tan contundentes y todo eso.
Algo así fue lo que afirmó Zapatero durante la noche del lunes en RTVE, durante su segunda comparecencia en vivo y en directo –dos años después– en el interrogatorio video-verité Tengo una pregunta para usted. El problema –a diferencia de 2007, cuando España era el centro del universo y ejemplo de modelo de país, etc., y todo quedó en una gracia por el precio del café– es que Zapatero no tenía demasiadas respuestas. Frente a 100 ciudadanos anónimos (varios de ellos sin trabajo o, seguro, a punto de perderlo), el presidente de gobierno no pudo decir mucho más que “hay que tener confianza” (palabra que repitió más de 50 veces) y que “hay que consumir. La economía no es sólo dinero, es un estado de ánimo”. Varios de los participantes –sólo hubo tiempo para que 40 de ellos hicieran lo suyo– lo miraban con desconfianza y se preguntaban a sí mismos cómo voy a consumir si no tengo dinero o puedo llegar a no tenerlo cualquier día de éstos. Alguien bostezó en primer plano y Zapatero también dijo: “Pude equivocarme, pero no engañé”, en referencia a su hasta hace poco evangélico optimismo en cuanto a que la crisis apenas rozaría a la hipotéticamente invulnerable España. El momento de la noche tuvo lugar cuando una madrileña con síndrome de Down le preguntó cómo era que no había discapacitados trabajando en el Congreso; Zapatero la felicitó por su intervención y la chica, veloz como el rayo, le encajó: “Luego le doy mi currículum”.
Y yo vi todo eso de a partes, compaginándolo con un episodio de Fringe, la nueva serie estilo Expedientes X de J. J. Abrams donde todos se miran sin entender muy bien lo que pasa. Y, yendo y viniendo, poco y nada me costaba a mí aceptar a Zapatero como una entidad casi paranormal llegada desde una dimensión alternativa y mejor: su corbata roja à la Obama, su gesticulación vehemente estilo Sarkozy tan de esas nerviosas comedias francesas donde todos se juntan el fin de semana a gritarse en una casita de campo. Y la verdad que a mí me sigue cayendo bien Zapatero y está claro que es de lo mejor que hay en el gallinero de la política española. Yo lo voté. Yo volvería a votarlo. Pero lo de “la economía es un estado de ánimo”, a la mañana siguiente, ya es motivo de carcajadas en bares y fondas.
Al menos, por ahora, el viento ha dejado de soplar, pero los noticieros siguen mostrando imágenes del fin de semana que nunca he comprendido: las de personas riendo a carcajadas mientras el huracán los arrastra, o arrimándose a muelles y espigones para torear olas de más de 12 metros. Algunos, claro, no regresan a sus casas; y me pregunto si no se tratará de un impulso ancestral, la fantasía de que serán arrastrados –como Dorothy en El mago de Oz– a tierras más coloridas y brillantes.
Quién sabe.
O tal vez sea que se tienen mucha, demasiada confianza.
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