Martes, 12 de mayo de 2009 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Días atrás fui al cine a ver Déjame entrar, película de Thomas Alfredson basada en el bestseller de John Ajvide Lindqvist y perteneciente a un género que empieza y termina en ella misma y al que me atrevo a definir como “de vampiros suecos”. Déjame entrar –ya lo verán si no lo vieron todavía– es excelente. Y más allá de disfrutar la elegancia nórdica y depresiva de su factura y de sus aires bergmanianos aplicados a la sangre y los colmillos, todo el tiempo, en la oscuridad de la sala, el film de Alfredson me recordaba a algo que no alcanzaba a precisar y que recién evoqué a la salida, bajo el fulminante sol del mediodía (mi función favorita es la de las 11 de la mañana) con una sonrisa. A lo que tanto me recordaba Déjame entrar era a Melody: esa película inglesa de principios de los años ’70, debut soberbio del desde entonces irregular Alan Parker, y responsable de adentrar a los niños de mi generación en los misterios del primer amor.
Déjame entrar –como Melody– es una love-story que aboga por la rebelión de los infantes, que mira casi con asco el mundo de los adultos y que hasta repite, consciente o inconscientemente, motivos de la película de Parker: el héroe tímido y rubiecito, la niña sabia y de pelo oscuro, el cubo de Rubik suplantando al pez de colores, esa manera tan única en la que bailan los pequeños que ya no lo son tanto, y hasta un final ferrocarrilero y en fuga.
Pensé entonces en que sobran las obras que se ocupan de la infancia, pero que hay muy pocas ocasiones –Dickens, Los cuatrocientos golpes, La guerra de los botones, El señor de las moscas, La pequeña Lulú...– que hacen que la infancia vuelva a ocuparse de no-sotros.
Y nos muerda.
DOS Así, en la mayoría de los casos, la infancia es un invento de los adultos que, más que recordarla, la reinventan a voluntad y según mejor les convenga. Así, la infancia “recuperada” por los mayores va adquiriendo el mismo aire difuso con el que –en la mayoría de los casos– los ya no jóvenes pero todavía no ancianos “predicen” la vejez y la muerte.
A eso –a la posibilidad de rescatar el pasado desde un presente cada vez con menos futuro– se refirió el escritor Martin Amis el pasado fin de semana en el Hay Festival, sucursal Granada. Allí, el autor de Campos de Londres leyó el primer capítulo de su próxima novela, La viuda embarazada, que se ocupa de la revolución sexual durante los años ’70 y del ineludible paso ligero del pesado tiempo. Leo en El País que Amis dijo: “Es curioso, pero la literatura jamás me avisó de lo que me iba a pasar al hacerme mayor. Nunca me dio una pista. Y yo quería hablar de esto: de envejecer... Cuando uno sobrepasa los 50, el espejo pierde el poder de decirte lo que eres. Y lo que empieza como una película de terror acaba convertido en una película snuff”. Meses atrás, conversando con Amis en Barcelona, ya me había dicho algo sobre algo que, evidentemente, lo obsesiona: “Yo ahora tengo 58 años y durante mis 40 tuve la crisis que tenemos todos, la de la madurez. Esa crisis donde descubrimos que la muerte ya no es un rumor. Entonces todo se viene abajo y sufrimos y pensamos que todo terminó. Sin embargo, ya en los 50, descubrimos un empuje inesperado en algo que hasta entonces desconocíamos: el peso del pasado. Arribamos a un punto de la vida donde nuestro pasado es tan grande que nos revitaliza y conmueve. De pronto, el horizonte viene hacia nosotros. Luego, al final de los cincuenta, tenemos otra crisis: el miedo a envejecer. Y me imagino que luego viene una última crisis que combina las dos primeras y que acaba con la muerte. Alguien dijo que la juventud es ese estado en el que te miras al espejo y piensas que todo el mundo envejece menos tú. Pero ese estado no dura”.
TRES Tal vez de ahí que la ciencia no deje de buscar formas de poder seguir contemplándose sin problemas en el espejito mágico. No hace mucho me enteré del descubrimiento de algo llamado sirtuinas: tipo de proteínas que –ya se ha comprobado– extiende la vida de hongos y gusanos y ratones hasta en un 50 por ciento. Los entusiastas ya hablan de una virtual elixir de la juventud que lentificará la aparición de las enfermedades clásicas del crepúsculo y que, supongo, impedirá que un publicitario tenga ideas para una campaña de Coca-Cola como la del vital centenario y la recién nacida. Supongo que la habrán visto, ya que la gaseosa en cuestión de tanto en tanto se propone conmover planetariamente con esos avisos sobre el elixir de la chispa de la vida. Y todo bien, allá vamos y, claro, enseguida se oye una vocecita preguntándose qué cuernos se va a hacer con tantos súper-abuelos en sociedades donde la gente se jubila cada vez más joven y los sistemas de salud pública y seguridad social ya crujen por semejante peso. Tal vez la solución pase por la longevidad que propone el vampirismo: gastan poco, tienen horarios bien establecidos y contribuyen a mantener el equilibrio de la población.
CUATRO El síntoma comenzó a detectarse en la Inglaterra victoriana. Las ganas de vivir más, de pasarla mejor en un paisaje que, de pronto, ya no era tan hostil y tenía mucho para ofrecer. Así, Peter Pan, Drácula, Dorian Gray, Ayesha, como arquetipos y paradigmas de unas ganas locas de no crecer, de vivir para siempre, de alargar lo tan breve, de tener años suficientes para explorar el universo entero.
Y nunca fui un trekkie –por lo que soy inmune a fundamentalismos y quejas– y fui a ver la revisión del universo Star Trek que acaba de estrenar el exitoso J. J. Abrams. No está nada mal, es divertida, ligera y sin pretenciones: no busca ser una gran película sino, apenas, ser un gran capítulo de serie. Y lo consigue. En esta película –como en las recientes aproximaciones a Batman y a Superman; sólo Indiana Jones parece haberse arriesgado a explorar las junglas de lo gerontológico– la cosa pasa por un volver a empezar: ver de jóvenes a todos aquellos que supimos conocer y querer como adultos. Pero –atención– lo mejor de la rejuvenecida Star Trek pasa por un ingenioso bucle espacio-temporal en el que el novato Mr. Spock se encuentra con el curtido Mr. Spock.
Y se conocen. Y se reconocen. Y se saludan.
Después, enseguida, el viaje continúa.
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