Martes, 12 de mayo de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Carlos Slepoy *
Una lamentable confusión interpretativa en los juicios que se celebran contra los integrantes de la última dictadura militar está evitando que sus delitos sean calificados como genocidio. Con la notable y pionera excepción de las sentencias dictadas contra Etchecolatz y Von Wernich por el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata, presidido por el doctor Carlos Rozanski –confirmada la primera por la Corte Suprema de Justicia– que señalan que los crímenes fueron cometidos en el marco de un genocidio, el resto de las que hasta ahora han sido dictadas califican los hechos como crímenes de lesa humanidad. Los tribunales que las dictan rechazan las peticiones de las acusaciones que abogan por calificar el crimen, como lo ha hecho el tribunal platense. La diferencia no es baladí y tiene profundas implicaciones jurídicas y sociales. No es igual calificar la muerte intencionada de una persona como homicidio simple o asesinato: las notas de alevosía o ensañamiento en este último determinan la existencia de una forma agravada de aquél, o un delito distinto, según la legislación de que se trate. Tampoco es igual hurto o robo aunque sea la sustracción ilegítima de un bien lo que caracteriza a ambos: el robo se produce con fuerza en las cosas o violencia en las personas determinando en consecuencia la existencia de un delito diferente del primero. Lo relevante no radica en que las penas sean o puedan ser distintas en uno u otro caso; lo sustancial es que la sentencia, que califica los hechos antes de dictar su fallo, establece la verdad judicial sobre los mismos y con ello califica la conducta del que comete el delito y su intencionalidad. Es necesario aclarar por ello qué es lo que realmente ocurrió en nuestro país y cómo debe ser calificado judicialmente.
Si algo claro existe en la conciencia social sobre los crímenes de la dictadura es que cometió un genocidio. “Cárcel a los genocidas” no es una consigna intercambiable con ninguna otra, como “cárcel a los asesinos” o a “los criminales”, sino la expresión de una convicción popular de que en la Argentina hubo algo distinto a múltiples y generalizados crímenes. Esta convicción tiene traducción jurídica, como se irá viendo.
Lo que separa a uno y otro delito no es la mayor o menor mortandad o número de ilícitos que producen, sino su distinta naturaleza. Determinar la naturaleza del crimen no sólo es útil para nombrar a los hechos por su nombre y la intención de quien lo comete sino, y fundamentalmente, para develar sus causas y consecuencias.
El crimen de lesa humanidad en sentido genérico se define como el que se comete mediante un ataque generalizado o sistemático contra una población civil en medio del cual se perpetran múltiples delitos. El tipo penal no exige en este caso ninguna específica intencionalidad por parte del represor. Basta acreditar, por un lado, que existió dicho ataque y, por otro, que durante el mismo se cometieron asesinatos, secuestros, desapariciones, etc. El objetivo de la acción criminal es provocar la destrucción de la población civil afectada de forma indiscriminada.
El genocidio, en cambio, difiere radicalmente de esta situación. Con su comisión el represor pretende la destrucción, total o parcial, de grupos humanos. Aquí sí el tipo penal exige una intencionalidad específica: el propósito de destrucción de alguno o algunos de los grupos existentes en una sociedad o sociedades. La acción criminal va dirigida a la destrucción del grupo aunque para ello, y como modo de destruirlo, se ataque a los individuos que lo conforman. En términos jurídicos se diría que los sujetos pasivos de la acción son los individuos, pero el sujeto pasivo del delito es el grupo en que éstos se integran. Se reprime a las personas con el objetivo de destruir sus grupos de pertenencia. La conformación del grupo puede venir dada por la voluntad de quienes lo componen o ser por completo ajena a la misma. El grupo en este último caso es formado por la decisión del represor. Este estigmatiza a determinados sectores y decide su eliminación, aunque quienes son parte del grupo así constituido no tengan conciencia de pertenecer al mismo. La célebre y aterradora frase del general Ibérico Saint-Jean lo patentiza de este modo: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después... a sus simpatizantes, enseguida... a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente a los tímidos”.
En enero de 1998 comparecieron en Madrid, ante el juez Baltasar Garzón, Rafael Veljanovich y Pablo Javkin, entonces presidente y vicepresidente respectivamente de la Federación Universitaria Argentina (FUA). Aportaron un extraordinario estudio dirigido por la socióloga e investigadora Inés Izaguirre en el Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. En el mismo se daba cuenta de que 3286 estudiantes universitarios, perfectamente identificados, fueron víctimas de desaparición forzada.
Poco después, el 16 de marzo, lo hicieron Víctor De Gennaro, Víctor Mendibil, Alberto Morlachetti, Marta Maffei, Alberto Piccinini y Juan Carlos Camaño, en representación de la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA). Entregaron un trabajo, acompañado en su análisis jurídico por los abogados Juan Carlos Capurro y Horacio González, que movilizó a decenas de personas en todo el país durante varios meses y que identificaba a más de 10.000 trabajadores desaparecidos. Marta Maffei aportaría una concienzuda investigación realizada por la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (Ctera) que indicaba que algo más de 600 docentes y estudiantes secundarios, igualmente señalados con sus nombres y apellidos, habían desaparecido. En todos los casos fueron muchos más aunque, por distintas causas, no se los pudo identificar con precisión. En el Juicio a las Juntas Militares unos detestables y supuestos dirigentes del movimiento obrero argentino declararon que no les constaba que los trabajadores hubieran sido perseguidos por la dictadura. Ahora, auténticos y honestos dirigentes sindicales, sobrevivientes ellos mismos del genocidio, aportaban a un tribunal las pruebas del exterminio.
Estas presentaciones no fueron especialmente relevantes desde el punto de vista cuantitativo –ya la Conadep había establecido cifras que, aunque inferiores a las señaladas, daban cuenta de la dimensión del crimen–, ni porque en ellas se identificara a las víctimas y se especificara con mayor precisión que hasta entonces la forma de operar de la dictadura.
Su excepcional importancia radicó en que demostraron quiénes fueron los eliminados: no los estudiantes y trabajadores en general, sino los activistas y militantes obreros y estudiantiles que por decenas de miles y en forma organizada cuestionaban entonces el poder constituido. A estos grupos humanos se dirigió en forma fría y planificada la acción de la dictadura. Esta arrasó con todo lo que encontró a su paso, impuso el terror generalizado y en su furia asesina provocó múltiples víctimas que no estaban insertas en esos grupos. Pero su propósito fue erradicar a ese inmenso grupo humano que portaba el ideal de una sociedad distinta de la que querían los exterminadores. En esta intencionalidad de los represores de crear un país a su imagen y semejanza está la causa del genocidio y su objetivo: destruir los grupos que lo impedían o podían impedirlo.
La notoriedad de los hechos, o soflamas tales como “hay que destruir a quienes se oponen a la civilización occidental y cristiana” o “hay que eliminar a los enemigos del alma argentina”, dan cuenta de esa intención. Pero, más que éstos, los planes elaborados por los propios represores revelan cristalinamente su propósito genocida. En el indispensable libro Genocidio en Argentina, de la doctora Mirta Mántaras, se analizan con mayor extensión de la que es posible en este artículo las distintas características e intenciones del proyecto de la dictadura y se recogen los distintos documentos que elaboraron las fuerzas represivas como guía de acción. De todos ellos interesa destacar ahora el Plan del Ejército elaborado en 1975, firmado por Videla como comandante general del Ejército, fechado en febrero de 1976 y distribuido en ese mismo mes a los distintos cuerpos de Ejército. En el Anexo 2 de dicho Plan se define al oponente del siguiente modo: “Se considera oponente a todas las organizaciones o elementos integrados en ellas existentes en el país o que pudieran surgir del proceso, que de cualquier forma se opongan a la toma del poder y/u obstaculicen el normal desenvolvimiento del gobierno militar a establecer”. Las organizaciones aludidas son detalladas en el Anexo 3 (Inteligencia) del Plan. Se incluyen las que se consideran como oponentes activas y potenciales. Entre las primeras, además de las organizaciones político-militares, una larga serie de organismos y asociaciones políticas, sindicales, estudiantiles, religiosas y de derechos humanos, entre ellos la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, las Juventudes Políticas Argentinas, la Unión de Mujeres Argentinas, los Sacerdotes para el Tercer Mundo y un largo etcétera.
Los torturados, asesinados y desaparecidos, los hijos de las Madres, los padres de los niños secuestrados, los sobrevivientes de los centros de exterminio, los presos políticos, los exiliados, todos eran militantes sindicales, estudiantiles, políticos, sociales, culturales y estaban organizados. La dictadura no dirigió un ataque generalizado o sistemático contra la población civil. Su propósito fue destruir los grupos en que aquéllos se integraban y perpetró, en consecuencia, un genocidio.
La necesaria brevedad de este artículo impide profundizar, como se hará más adelante, sobre los motivos que se alegan para no calificar judicialmente los hechos como genocidio, sus causas, las implicaciones que tuvo para nuestro país este crimen y las consecuencias profundamente negativas que tiene no reconocerlo judicialmente como tal.
* Abogado especializado en derechos humanos.
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